Capítulo 25

Ya no pude dormir más aquella noche.

A las cuatro me levanté y me puse a cocinar. Casqué dos huevos y los revolví encima de un poco de grasa de bacon, y luego unté una rebanada de pan integral blanco con mostaza amarilla y otra con mayonesa. Rallé un poco de queso cheddar encima de los huevos, y después les di la vuelta, puse la tapadera encima de la sartén y apagué el gas. Hice un café bien fuerte y lo eché en un termo de dos litros. Con los huevos y el bacon hice un bocadillo y lo envolví en papel encerado.

Bajé con el coche por Slauson a las 5.15, con la bolsita de papel marrón a mi lado y Johnny Walker en el asiento de atrás, e intenté elaborar algún plan. Pensé en Maya y en Lee, en el muerto Axel y en la asustada Canela… y en el hombre con la chaqueta de piel de serpiente. Nada tenía sentido; no tenía objetivo hacia el cual dirigirme, excepto reunir el dinero suficiente para pagar la factura del hospital de Feather.

Aparqué frente al motel. Era de diseño moderno, de tres pisos de altura, y las puertas daban a unos balcones abiertos. La habitación número seis estaba en la planta baja. La puerta daba al aparcamiento. Supuse que Philomena querría poder saltar por la ventana de atrás, en caso necesario.

Me quedé allí sentado, preguntándome qué iba a preguntarle a la chica.

¿Qué decirle? ¿Debía contarle la verdad?

Cuando mi Timex marcó las 6.18 se abrió la puerta número seis. Salió una mujer con unos pantalones oscuros y una camiseta blanca y larga. Aun desde aquella distancia vi que no llevaba sujetador e iba descalza. Su piel tenía un tono cobrizo y llevaba el pelo largo y alisado.

Ella se dirigió a la máquina de refrescos que había junto a la recepción del motel, metió unas monedas y se inclinó para coger el refresco que salió. Las calles estaban tan tranquilas que oí el tintineo del cristal.

Ella volvió hacia la puerta, miró a su alrededor y luego entró.

Un momento después yo me dirigía hacia su puerta.

Escuché un momento. No se oía sonido alguno. Di unos golpecitos en la puerta. Seguía sin oírse nada. Di unos golpecitos más. Entonces oí un sonido como un siseo, parecido al deslizarse de una ventana.

—Soy yo, Philomena —dije, en voz alta—. Easy Rawlins.

Sólo le costó medio minuto acercarse a la puerta y abrir.

De metro ochenta de estatura, con unos rasgos muy marcados y unos ojazos enormes, allí estaba Philomena Cargill. Su piel era realmente de un color canela rojizo. La foto que tenía Lena había registrado con toda fidelidad su rostro, pero no reflejaba ni de lejos su belleza.

Le tendí la bolsa marrón.

—¿Qué es esto?

—Bocadillos de huevo y café —dije.

Aunque no se abalanzó sobre la bolsa, sí la cogió con manos ansiosas. Fue hacia una de las dos camas individuales y se sentó con ella en el regazo. Después de cerrar la puerta, yo dejé la bolsa de lona que llevaba en la cama que había frente a ella, y me senté al lado.

En la habitación había tres lámparas. Todas estaban encendidas, pero aun así la luz era débil.

Philomena abrió el bocadillo y le dio un buen mordisco.

—Normalmente soy vegetariana —dijo, con la boca llena—, pero este bacon está bueno.

Mientras ella comía, yo le serví una tacita de plástico llena de café.

—Le suelo poner leche —dije, mientras ella me cogía la taza.

—No me importa aunque le ponga vinagre. Lo necesito. Me fui de casa con sólo cuarenta dólares en el bolso. Ya me lo he gastado todo.

Ella no volvió a hablar hasta que se hubo bebido toda la taza y el bocadillo desapareció.

—¿Qué lleva en la otra bolsa? —preguntó. Creo que esperaba otro bocadillo.

—Dos vestidos, unas medias y unas zapatillas de tenis.

Ella vino a sentarse al otro lado de la bolsa, sacó la ropa y la examinó con expertos ojos femeninos.

—El vestido es perfecto —dijo—. Y las zapatillas me irán bien. ¿De dónde lo ha sacado?

—La novia de mi hijo se lo dejó en casa. También es delgadita.

Cuando Canela me sonrió, comprendí el peligro que ella representaba. Era algo más que bonita o encantadora o incluso guapa. Había en ella algo regio. Casi le hago una reverencia para demostrarle lo mucho que apreciaba su generosidad.

—Dicen que Hitler también era vegetariano —dije, y la sonrisa desapareció de sus labios.

—¿Y qué?

—¿Por qué no me lo cuentas, Philomena?

Después de mirarme un momento dijo:

—¿Y por qué tendría que confiar en ti?

—Porque estoy de tu lado —dije—. No quiero que te ocurra nada malo, y procuraré que nadie te haga daño tampoco.

—No sé nada de todo eso.

—Claro que sabes algo —dije—. Hablaste de mí con Lena. Ella te dio mi número. Ella te dijo que yo suelo hacer favores importantes por ahí, desde hace veinte años.

—Ella también me dijo que ha oído decir que alguna gente a la que has ayudado ha acabado herida, incluso muerta, a veces.

—Es posible, pero cualquier chica a la que siga un asesino con una chaqueta de piel de serpiente puede esperar algún peligro —dije—. Sería un idiota si te dijera que todo va a ir bien, y tú serías una idiota si te lo creyeras. Pero si estás metida en algo relacionado con un asesinato, entonces necesitas a alguien como yo. No importa que tengas una licenciatura en la Universidad de Berkeley y un novio que tiene cuadros de Paul Klee colgados en las paredes. Si algo sale mal, serás la primera a quien buscarán. Y si un asesino blanco quiere matar a alguien, una mujer negra será la primera de su lista. Porque, ya sabes, la policía preguntaría si tenías un novio a quien cargarle el mochuelo, y aunque no fuera así, dirían que eras una puta y cerrarían el caso igualmente.

Philomena escuchaba mi discurso con mucha atención. Su rostro majestuoso hacía que me sintiese como si fuera un ministro de la corona o algo así.

—¿Y qué quieren de mí? —preguntó.

—¿Qué documentos robó Axel?

—No robó nada. Encontró esos documentos en una caja de seguridad que tenía su padre. Cuando el señor Bowers murió, le dejó la llave a su Axel.

—Y si es así, ¿por qué Haffernon dijo al hombre que me contrató que Axel le robó esos documentos?

—¿Quién te contrató?

Le hablé de Robert Lee y de su ayudante la amazona. Ella nunca había oído hablar de ninguno de los dos.

—Haffernon y el señor Bowers y otro hombre eran socios antes de la guerra. Trabajaban en la industria química —dijo Philomena.

—¿Quién era su socio?

—Un hombre llamado Tourneau, Rega Tourneau. Hicieron algunas cosas malas, ilegales, durante la guerra.

—¿Qué tipo de cosas?

—Traición.

—No. —Yo todavía era un buen americano en aquellos tiempos. Para mí era casi imposible creer que hombres de negocios americanos pudieran traicionar al país que los había hecho ricos.

—Los documentos son bonos al portador suizos emitidos en 1943 por un trabajo realizado por las Industrias Químicas Karnak en El Cairo —dijo Philomena—. Y aunque los bonos mismos están endosados por los bancos, hay una carta de unos oficiales nazis de alto rango que detalla las expectativas que tenían los nazis sobre Karnak.

—Uf. ¿Y Axel quería canjear los bonos?

—No. No sabía qué hacer exactamente, pero sí sabía que había que hacer algo para enmendar los pecados de su padre.

—Pero Haffernon no quería pagar el precio. ¿Y qué pasaba con ese tipo, Tourneau?

—No sé nada de él. Axel decía sólo que estaba fuera del asunto.

—¿Muerto?

—No lo sé.

—¿Y qué hacía la empresa de su padre para los nazis? —le pregunté.

—Desarrollaban un tipo de explosivos especiales que usaban los alemanes para la construcción en algunos de sus campos de trabajo de esclavos.

—¿Y tú qué sacabas de todo esto?

—¿Yo? Sólo le ayudaba.

—No. Casi no te conozco, muchacha, pero sé que piensas en tus propios intereses cada una de las veinticuatro horas del día. ¿Qué iba a hacer Axel por ti?

Canela dejó que su hombro izquierdo se elevase levemente, cediendo un poquito pero como si no valiera la pena el esfuerzo.

—Tenía amigos en el mundo de la empresa. Me iba a conseguir un trabajo en algún sitio. Pero lo habría hecho aunque yo no le hubiese ayudado.

De pronto, me di cuenta de que notaba un ligero sopor.

—Pero eso no duele —dije—. Podías trabajar todo lo que quisieras.

—¿Cómo? —exclamó ella.

Me di cuenta de que la última frase que había dicho no tenía sentido.

Parpadeé, pero me costaba mucho abrir los ojos nuevamente.

Meneé la cabeza, pero las telarañas no se iban.

—Philomena.

—¿Sí?

—¿Te importa si me echo aquí un minuto? No he descansado demasiado buscándote y estoy cansado. Bastante cansado.

Su sonrisa era algo digno de contemplar.

—Quizá yo podría descansar también —dijo—. Tenía mucho miedo, sola en esta habitación.

—Demos una cabezadita y luego podemos seguir hablando un rato —me eché en la cama ya mientras hablaba.

Ella dijo algo. Parecía una frase muy larga, pero no comprendí las palabras. Cerré los ojos.

—Ajá —dije, por pura cortesía, y me quedé dormido.