Quité el baúl que había delante del enorme elefante de latón. Debajo estaba el cuerpo aplastado y cúbico de Axel Bowers. Lo observé, preocupado una vez más por la degradación de su cadáver. Le dije que lo sentía mucho y él movió la cabeza formando un pequeño semicírculo, como si intentase eliminar la tortícolis de su cuello. Con las manos se sacó la cabeza, y se levantó del agujero. Le costó muchísimo salir de la improvisada tumba… y mucho más aún enderezar todos los miembros ensangrentados, quebrados y destrozados. Me miró como una mariposa que acaba de salir del capullo y despliega sus alas húmedas.
Todo aquel trabajo lo hizo sin darse cuenta de que yo estaba allí. Sacó el brazo izquierdo, giró el pie a un lado hasta que el tobillo chasqueó y se colocó en su sitio; se apretó las sienes hasta que la frente volvió a ser redondeada y dura. Se estaba alineando bien los dedos de nuevo cuando levantó la vista y me vio.
—Voy a necesitar una cadera nueva —dijo.
—¿Cómo?
—Los huesos de la cadera no se regeneran como los demás —aseguró—. Tienen que ser reemplazados, o si no no podré ir demasiado lejos.
—¿Pero adónde quieres ir? —le pregunté.
—Hay un nazi escondido en Egipto. Va a asesinar al presidente.
—Al presidente lo asesinaron hace tres años —dije yo, haciendo el cálculo mentalmente.
—Hay otro presidente nuevo —me aseguró Axel—. Y si matan a éste, nos quedaremos bien hundidos en la mierda.
Sonó el teléfono.
—¿Lo vas a coger o no? —preguntó Axel.
—Debería quedarme contigo.
—No te preocupes, no me puedo ir a ningún sitio. Estoy aquí encallado con mis caderas rotas.
El teléfono seguía sonando.
Yo iba recorriendo la casa. En la cocina, Dizzy Gillespie había tomado el lugar de Coltrane. Estaba de pie frente al fregadero con las mejillas hinchadas y abultadas como un sapo, soplando la trompeta. La puerta delantera estaba abierta y fuera se estaba proyectando La momia. La película era como una especie de representación teatral que tenía lugar en la calle. En las aceras, hasta la esquina, actores y 15 extras con pequeños papeles fumaban cigarrillos y hablaban, esperando que les tocase entrar en escena para representar su papel.
«Egipto», pensé yo, y sonó el teléfono.
Volví a la casa, pero el teléfono no estaba en su mesita. Arriba, en el estante de los libros, Bigger Thomas estaba estrangulando a una mujer que se reía de él.
—No me puedes matar —decía ella—. Yo soy mejor que tú. Todavía sigo viva.
El teléfono volvió a sonar.
Volví al elefante de latón para decirle algo a Axel, pero él estaba de nuevo en su agujero todo aplastado y corrompido.
—Mis caderas fueron mi perdición —dijo.
—Podrás superarlo —le dije—. Mucha gente vive en silla de ruedas.
—No quiero ser un lisiado.
El teléfono sonó y él desapareció.
Abrí los ojos. En la tele estaban poniendo La momia, interpretada por Boris Karloff. Coltrane no había sido sustituido, y todas las luces de la casa estaban encendidas.
Me preguntaba por la coincidencia de una película sobre un cadáver que cobra vida en Egipto y los viajes de Axel a aquel país.
Sonó el teléfono.
«Alguien debe de tener muchas ganas de hablar», me dije, pensando que el teléfono debía de haber sonado una docena de veces.
Fui al teléfono y cogí el receptor.
—¿Diga?
—¿Por qué me está buscando? —preguntó una voz de mujer.
—¿Philomena? ¿Eres tú?
—Le he hecho una pregunta.
Sentía los labios entumecidos. Coltrane tocaba una nota discordante.
—Pensaba que habías muerto —dije—. Ni siquiera te llevaste la ropa interior, por lo que pude ver. ¿Qué mujer se va sin ropa interior de recambio?
—Estoy viva —dijo ella—. Así que deje de buscarme.
—No te estoy buscando a ti, guapa. Busco a tu novio Axel, y los papeles que él robó.
—Axel se ha ido.
—¿Ha muerto?
—¿Quién dice que ha muerto? Se ha ido. Ha abandonado el país.
—¿Se fue sin más y dejó su casa sin decírselo a nadie? ¿Ni a Perro Soñador?
—¿Para quién trabaja usted, señor Rawlins?
—Llámame Easy.
—¿Para quién trabaja?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe?
—Un hombre que conozco vino a verme con mil quinientos dólares y dijo que otro hombre, allá en Prisco, deseaba pagarme por localizar a Axel Bowers. Ese hombre dijo que estaba trabajando para otra persona, pero no me contó quién era. Después yo investigué y averigüé que Axel y tú erais amigos, y que tú habías desaparecido también. Así que aquí estoy al teléfono, sólo a un soplo de distancia.
—No estaba demasiado equivocado por lo que a mí respecta, Easy —dijo la mujer llamada Canela.
—¿En qué exactamente es en lo que he acertado?
—Creo que hay un hombre que intenta matarme. Un hombre que quiere los documentos que tiene Axel.
—¿Y cómo se llama ese hombre? —pregunté, envalentonado por el anonimato que da la línea telefónica.
—No sé su nombre. Es un hombre blanco con los ojos turbios.
—¿Lleva una chaqueta de piel de serpiente? —le pregunté, por una corazonada.
—Sí.
—¿Dónde estás?
—Escondida. A salvo.
—Iré a verte y los dos juntos arreglaremos este asunto.
—No. Yo no quiero su ayuda. Lo que quiero es que deje de buscarme.
—Nada me haría más feliz que dejar esto, pero ya estoy metido. Completamente metido —dije, pensando en las caderas de Axel—. Así que o bien lo solucionamos juntos, o bien hablo con el hombre que me paga mi salario.
—Probablemente es uno de los que han estado intentando matarme.
—No lo sabes.
—Axel me lo dijo. Dijo que la gente mataría por esos documentos. Y luego ese hombre… él…
—¿Qué?
Ella colgó el teléfono.
Me quedé con el receptor en la mano durante un minuto entero, al menos. Sentado allí, pensé de nuevo en mi sueño, en el cadáver que intentaba resucitar. Philomena había descrito a un asesino que había estado ante mi propia puerta. De repente, la perspectiva de robar un camión blindado no me parecía tan peligrosa.
Era muy divertido. Allí estaba yo, solo, de noche, y un montón de ladrones y asesinos acechando fuera, en la oscuridad.
Saqué mi 38 del armario y me aseguré de que estaba cargada. Luego fui recorriendo la casa y apagando las luces.
En la cama, me venció una sensación de vértigo. Notaba como si me hubiese librado por los pelos de sufrir un accidente fatal. Al cabo de un rato, la infidelidad de Bonnie y la grave enfermedad de Feather volverían a perturbar mi descanso, pero en aquel preciso momento me encontraba en paz en mi lecho, solo y a salvo.
Y entonces sonó el teléfono.
Tuve que ir a contestar. Podía ser Bonnie. Podía ser mi niña, que quería asegurarme que todo iba a salir bien. Podía ser el Ratón, o Saúl, o Maya Adamant. Pero sabía que no era ninguno de ellos.
—Hola.
—Estoy en el Pixie Inn de Slauson —dijo ella—. Pero estoy muy cansada. ¿Vendrá por la mañana?
—¿Cuál es la habitación?
—La seis.
—¿Qué talla de vestido llevas? —le pregunté.
—La dos. ¿Por qué?
—Nos veremos a las siete.
Colgué y me sorprendí por el funcionamiento de mi propia mente. ¿Por qué acceder a verla justo en el momento en que me sentía agradecido por tener un momento de respiro?
«Porque eres hijo de un idiota y padre de nadie», dijo la voz que me había abandonado hacía tantos años.