Me dirigí a casa conduciendo con precaución y comprobando todos los semáforos dos veces.
Una vez en casa me dejé llevar por una especie de agotamiento. No es que estuviera cansado, pero no podía hacer nada. Había hecho todo lo posible por Philomena Cargill. Y aunque había removido las aguas bastante, dudaba de que estuviese viva y pudiese morder el anzuelo.
Bonnie estaba lejos, probablemente con Joguye Cham, su príncipe.
Y Feather moriría si yo no encontraba rápidamente treinta y cinco mil dólares. Y de todos modos podía morir. Igual estaba muerta ya.
No había tomado una copa desde hacía muchos años.
El licor me afectaba mucho. Pero Johnny Walker todavía estaba en el asiento trasero de mi coche, y me dirigí a la puerta principal más de una vez, decidido a recogerlo.
¿Por qué no darse de nuevo a la bebida? No había nadie allí que lo desaprobara. El olvido me llamaba. Podía dejarme llevar y navegar en aquella marea frenética; sería un Ulises negro cantando bajo las estrellas.
Era por la tarde cuando salí y me dirigí hacia mi coche prestado. Miré por la ventanilla y vi la esbelta bolsa marrón en el asiento de atrás. Quería abrir la portezuela, pero no podía. Porque aunque no había ni rastro de Feather, ella todavía seguía allí. Mirando el asiento de atrás pensé en mi hija.
Se reía, inclinándose hacia el asiento de delante, como había hecho la joven hippie, Estrella, contándonos a Jesús y a mí sus aventuras en el patio del colegio y en las aulas. A veces se inventaba historias y decía que Billy Chipkin y ella habían atravesado Olympic y habían ido al Museo de Arte del Condado. Y allí habían visto cuadros de damas desnudas y de reyes.
La recordaba sentada a mi lado en el asiento delantero, leyendo Mujercitas, y quejándose cuando yo la interrumpía y le preguntaba qué quería para cenar o cuándo iba a recoger su habitación.
Docenas de recuerdos se interpusieron entre aquella manilla y yo. Me mareé y me senté en el césped. Me cogí la cabeza con las manos y apreté los diez dedos bien fuerte contra el cuero cabelludo.
«Vuelve de nuevo a casa —decía aquella voz que era yo y no era yo—. Vuelve y quédate ahí hasta que ella esté en su habitación, soñando de nuevo. Luego, cuando esté a salvo, puedes pasar toda la noche con esa botella».
En ese momento sonó el teléfono. Era un timbre débil, casi ausente. Me puse de pie con esfuerzo, tambaleándome, como si Feather estuviese curada ya y yo estuviese borracho después de haberlo celebrado. Tenía los pantalones húmedos por la hierba.
El débil sonido del teléfono subió de volumen cuando abrí la puerta.
—Dígame.
—Bueno, ¿qué va a pasar, Ease? —preguntó el Ratón.
Me hizo reír.
—Tengo que seguir con esto, hermano —continuó—. Las oportunidades no esperan.
—Te llamaré mañana, Ray —le dije.
—¿A qué hora?
—Cuando me despierte.
—Tío, esto va en serio —me dijo.
Aquellas palabras en sus labios habían sido el preludio de la muerte de muchos hombres, pero no me preocupé.
—Mañana —dije—. Por la mañana. —Y colgué.
Puse la radio. Había una emisora de jazz de USC que emitía a John Coltrane las veinticuatro horas del día. Me gustaba el nuevo jazz, pero mi corazón todavía seguía con Fats Waller y Duke Ellington… el sonido típico de la big band.
Encendí la tele. Estaban poniendo alguna serie de detectives. No sé de qué iba, sólo se oían muchos gritos y coches que derrapaban, un disparo de vez en cuando y una mujer que chillaba cuando se asustaba.
Estaba releyendo a Richard Wright últimamente, de modo que cogí el libro de un estante y lo abrí en una página con las esquinas dobladas. Las palabras se confundían y la radio susurraba. De vez en cuando levantaba la vista para ver qué nuevo programa emitían en la tele. Hacia medianoche, todas las luces de la casa estaban encendidas. Las había encendido una por una al ir de vez en cuando a comprobar distintas partes de la casa.
Leía algo de un grupo de chicos que se masturbaba en un cine cuando el teléfono volvió a sonar. Por un momento me resistí a contestar. Si el Ratón se había vuelto loco, yo no sabía si podría tranquilizarle. Si era Bonnie para decirme que Feather había muerto, no sabía si podría sobrevivir.
—Dígame.
—¿Señor Rawlins? —Era Maya Adamant.
—¿Cómo ha conseguido mi número?
—Me lo ha dado Saúl Lynx.
—¿Qué quiere, señorita Adamant?
—El caso Bowers se ha resuelto —dijo.
—¿Han encontrado el maletín?
—Lo único que puedo decirle es que hemos llegado a una conclusión acerca del paradero de los documentos y del señor Bowers.
—¿Ni siquiera desean que les informe de lo que he averiguado? —pregunté.
Eso provocó un momentáneo retraso en mi despido.
—¿Qué información tiene? —me preguntó ella.
—He encontrado a Axel —dije.
—¿De verdad?
—Sí. Vino a L.A. para alejarse de Haffernon. Y también para estar más cerca de la señorita Cargill.
—¿Ella está ahí? ¿La ha visto?
—Pues claro —mentí.
Otro silencio. En aquel momento intenté descifrar la reacción de Maya al hablarle de Canela. Su sorpresa podía ser una pista que indicase que sabía que Philomena estaba muerta. Pero… quizá se le hubiese dado información contradictoria.
—¿Y qué dice el señor Bowers? —me preguntó.
—¿Estoy despedido, señorita Adamant?
—Se le han pagado mil quinientos dólares.
—A cuenta de diez mil —añadí.
—¿Significa eso que está usted reteniendo información al señor Lee?
—No estoy hablando con el señor Lee.
—Yo ostento su autoridad.
—Yo pasé un verano descargando buques de carga en Galveston, allá por los años treinta —dije—. Olía a alquitrán y a pescado, y yo sólo tenía quince años… y la nariz muy sensible. Me dolía la espalda de acarrear bultos de ropa y porcelana fina y todo lo que aquel hombre decía que debía cargar por treinta y cinco centavos al día. Yo ostentaba su autoridad, pero aun así, seguía siendo simplemente un trabajador.
—¿Qué dice Axel?
—¿Estoy despedido?
—No —dijo ella, después de una pausa muy larga.
—Que me llame Lee y me lo diga.
—Robert E. Lee no es hombre con el que se pueda tontear, señor Rawlins.
—Me gusta cuando me llama señor —dije—. Eso demuestra que me respeta. Así que escuche: si estoy despedido, entonces hemos terminado. Si Lee quiere hacerme alguna consulta sobre lo que sé, que me llame.
—Está usted cometiendo un gran error, Easy.
—El error se cometió antes de que yo naciera, querida. Llegué a este mundo llorando y me iré gritando también.
Ella colgó sin decir una palabra más. No podía culparla. Pero tampoco podía apartarme de aquello sin intentar conseguir el dinero de mi hija.
Salteé un ajo picado, un pimiento jalapeño fresco troceado y una chalota picada en manteca derretida. Añadí tres huevos batidos con sal y pimienta. Ésa fue mi cena, aquella noche.
Me dormí en el canapé con todas las luces de la casa encendidas, la tele puesta y John Coltrane gimoteando acerca de sus cosas favoritas.