Mi primer destino fue el supermercado Safeway en Pico. Compré tortitas, chuletas de cerdo, hígado de ternera, brécol, coliflor, lechuga, dos botellas de leche y tomate frito en lata. Luego fui a la tienda de licores y compré una botella de Johnny Walker Black de tres cuartos.
Después de comprar, volví a L.A. sur.
Lena Macalister vivía en un edificio de pisos de un rosa sucio, a tres manzanas de Hooper. Subí las escaleras y llamé a su puerta.
—¿Quién es? —preguntó una dulce voz con acento de Houston.
—Easy Rawlins, Lena.
Sonó una cadena, tres cerrojos se descorrieron. La puerta se abrió y la restauradora de rostro ancho me sonrió como la había visto hacer muchas veces en el Texas Rose.
—Vamos, entre.
Se apoyaba en un bastón retorcido y sus gafas llevaban unos cristales de grosor diferente. Pero su presencia todavía resultaba majestuosa.
La casa olía a medicamentos.
—Siéntese.
La alfombra era azul y roja, con dibujos de flores entretejidas. Los muebles pertenecían a un barrio mejor, a una habitación mayor. En una pared colgaban unos cuadros al óleo de sus padres de las Indias Occidentales, del marido de Tennessee, ya fallecido, y del hijo. La mesita baja estaba muy cuidada y la luz del sol procedente de la ventana lo bañaba todo.
Cuando hube dejado los comestibles en la mesa me di cuenta de que me había olvidado el whisky en el asiento trasero de mi coche.
—¿Qué es esto? —me preguntó, señalando la bolsa.
—Me he tropezado con su nombre recientemente y me he dado cuenta de que tenía que hacerle un par de preguntas. Así que he pensado, mientras venía hacia aquí, que igual necesitaba algunas cosas.
—Qué bueno es usted.
Ella se apoyó en la silla tapizada para asegurarse bien mientras estaba de pie, y luego se sentó.
—Ya lo guardaremos todo más tarde —dijo, con un profundo suspiro—. ¿Sabe?, últimamente me cuesta mucho hasta abrir la puerta.
—¿Está enferma?
—Si llama enfermedad a hacerse vieja, pues sí, estoy enferma —sonrió y yo dejé el tema.
—¿Cuánto tiempo hace que cerró el Rose?
—Ocho años —dijo ella, sonriendo—. Qué tiempos aquéllos. Hubert estaba vivo todavía, y Brendon creció en la cocina. Todos los negros importantes del país, y del mundo, venían a comer a nuestro restaurante.
Hablaba como si fuese un reportero o un biógrafo que relatase la historia de su vida.
—Sí —afirmé—. Era algo especial.
Lena sonrió y suspiró.
—El Señor sólo te deja respirar durante un tiempo breve. Tienes que aprovecharlo mientras dura.
Asentí, pensando en Feather y luego en Jesús por ahí en su barco con Benita.
—Alva me ha llamado hace un rato. ¿Por qué viene a verme, señor Rawlins?
Espiré y pensé en mentirle. Aspiré con fuerza y luego solté el aire.
—Creo que Philomena Cargill está en peligro. Unas personas me contrataron para encontrarla en Frisco, y aunque no la encontré, lo que encontré me hace pensar que ella podría necesitar ayuda.
—¿Por qué busca esa gente a Cindy? —preguntó Lena.
—Su jefe se largó con algo que no le pertenecía. Al menos, eso es lo que me han contado. Él desapareció y ella, dos días después, también.
—¿Y por qué viene a verme a mí?
—Encontré una postal suya en el apartamento de Philomena.
—¿Se coló en su piso?
—No. De hecho, ése es uno de los motivos por los que estoy preocupado por ella. Su apartamento se alquila. Ella se lo dejó todo allí.
Dejé que aquellas palabras fuesen penetrando en su ánimo. Lena me miró por encima de las gafas, como para obtener una visión más precisa de mi corazón. No tengo ni idea de lo que vieron sus ojos casi ciegos.
—No sé dónde está, Easy —dijo Lena—. Lo último que supe de ella es que estaba en San Francisco trabajando para un hombre llamado Bowers.
—¿Están aquí sus padres?
—Cuando su padre murió, su madre se trasladó a Chicago a vivir con una hermana suya.
—¿Hermanos? ¿Hermanas?
—Sus hermanos están en el ejército, en Vietnam. Su hermana se casó con un chino y se fueron a Jamaica.
Lena no me lo contaba todo.
—¿Cómo es ella, Canela?
—Mire en ese cajón, en la mesa de ahí —dijo, señalando con la mano en aquella dirección.
El cajón estaba lleno de papeles, bolígrafos y lápices.
—Debajo de todo —dijo—. Está enmarcada.
El pequeño marco dorado contenía una foto de nueve por doce de una jovencita muy guapa con la toga y el birrete de la graduación. Sonreía como me habría gustado que lo hiciese mi hija el día de su graduación. La foto era en blanco y negro, pero casi se podía distinguir el tono rojizo de su piel por debajo del sombreado. En sus ojos había una gran certeza. Ella sabía muy bien lo que quería.
—Es de ese tipo de mujer al que los hombres odian porque no tiene miedo de salir ahí, al mundo de los hombres. Rompió todos los récords del Instituto Jordán. Era la primera de su clase en la Universidad de California, en Berkeley. Esa chica está dispuesta a volar…
—¿Y es… honrada?
—Déjeme decirle algo, jovencito —dijo Lena—. El motivo por el que la conozco es que trabajó en mi restaurante los últimos dos años. Era sólo una cría, pero inteligente y honrada. Le encantaba trabajar y aprender. Me habría gustado que mi propio hijo fuese tan inteligente como ella. Cuando cerró el restaurante venía a verme cada semana para aprender todo lo que yo sabía. No era ninguna sinvergüenza.
—¿Tiene algunos amigos aquí?
—Yo no conocía a sus amigos. Salía con chicos, pero nunca era nada serio. Los jóvenes de por aquí no valen la pena para una mujer con cerebro y talento.
—¿Sabe cómo puedo encontrarla? —pregunté, abandonando toda sutileza.
—Pues no.
Quizás estuviese mintiendo, porque lo único que podía ver era la superficie reflectante de sus gafas.
—Si tiene noticias de ella, ¿le dirá que estoy buscando los documentos que se llevó Bowers?
—¿Qué documentos?
—Lo único que sé es que se llevó unos documentos que llevaban sellos rojos. Pero no me preocupan, lo que me preocupa es la seguridad de la señorita Cargill.
Lena asintió. Si sabía dónde se encontraba Philomena, estaba seguro de que le daría el recado. Le escribí los números de mi casa y del despacho. Y luego ayudé a Lena a guardar los comestibles.
Su nevera estaba vacía, sólo contenía dos huevos duros.
—Tengo las piernas tan mal que me cuesta mucho ir a comprar —dijo, disculpándose por sus menguadas provisiones.
Yo asentí y sonreí.
—Yo vengo a mi despacho al menos dos veces a la semana, Lena. Puedo traerle cosas del supermercado siempre que venga.
Ella me dio unos golpecitos en el brazo y dijo:
—Dios le bendiga.
Hay muchos tipos de libertad en América: libertad de expresión, derecho a poseer armas… pero cuando los años se han acumulado en tal cantidad a su espalda que no pueden mantenerla ya recta, muchos americanos averiguan que también tienen la libertad de morirse de hambre.
Busqué un número de teléfono en una cabina que había debajo de casa de Lena e hice una llamada.
—¿Diga? —contestó un hombre.
—¿Billy?
—Hey, Easy. No, ella no está.
—¿Sabes cuándo podré encontrarla?
—Esta trabajando, tío.
—¿En sábado?
—Le pagan por estar sentada en la oficina mientras los músicos van allí a ensayar. Abre el estudio a las nueve y lo cierra a las tres. Así se saca un dinerillo extra.
—Está bien —dije—. Iré a verla allí.
—Ok, Easy. Cuídate.
El Instituto Jordán tenía un campus muy extenso. En él estudiaban más de tres mil estudiantes. Yo entré por la puerta de atletismo y me dirigí hacia la habitación de la caldera. Allí era donde tenía su despacho privado Helen McCoy. Era la supervisora de conserjería del instituto, un cargo dos grados por encima del que yo acababa de dejar.
Helen era bajita y con el pelo rojo, más lista que el hambre y más dura que muchos hombres. Yo la había visto matar a un hombre en Third Ward una noche. Le dio un bofetón en la cara y luego un puñetazo. Cuando le metió diez centímetros de cuchillo texano en el pecho, el otro se quedó sentado en el suelo… muriéndose.
—Hola, Easy —dijo, con una sonrisa.
Estaba sentada a una larga mesa junto a la caldera, escribiendo en una tarjeta blanca pequeña. Tenía un montón de tarjetas en blanco a su izquierda y otra pila más pequeña a la derecha. Las de la derecha ya estaban escritas.
—¿Una fiesta? —le pregunté.
—Mi hija Vanessa se casa. Son las invitaciones. Te daré una.
Me senté y esperé.
Cuando Helen acabó de escribir la tarjeta, se arrellanó en su asiento y sonrió indicando que ya tenía toda su atención.
—Philomena Canela Cargill —dije—. Me han dicho que estudió aquí hace unos años.
—Un poco joven para ti —indicó Helen.
—Es mi otro trabajo —dije—. La estoy buscando por cuenta de alguien.
—Grapevine dice que has dejado el trabajo.
—Año sabático.
—No me jodas, Easy. Lo has dejado.
No discutí con ella.
—Una chica muy lista, Philomena —dijo Helen—. Muy buena en atletismo y tiro con arco. Hizo el discurso de su graduación. También era bastante alocada.
—¿Cómo que alocada?
—Bueno, no era tímida con los chicos, precisamente. Una vez la encontré en el vestuario de taquillas a deshora con Maurice Johnson. Con las bragas bajadas y las manos ocupadas. —Helen sonrió. Ella misma también había sido alocada.
—Me han dicho que su padre murió y su madre se fue a Chicago —dije—. ¿Conoces a alguien con quien pudiera estar en contacto?
—Tenía un amigo llamado Raphael Reed. Era un chico rarito, bueno, ya me entiendes, o sea que nunca se ponía celoso por las correrías de ella.
—¿Y eso es todo?
—Lo único que se me ocurre.
—¿Crees que podrías conseguir que alguien me buscara los datos de Reed en la oficina principal? Me gustaría hablar con él.
Helen consideró mi petición.
—Nos conocemos hace mucho tiempo, ¿verdad, Easy?
—Pues claro.
—Fuiste tú quien me consiguió este trabajo.
—Y tú me superaste en categoría en dos años.
—No tengo un trabajo extra que me distraiga —dijo ella.
Yo asentí, cediendo a su lógica.
—Sabes que se supone que no debo dar información sobre los estudiantes o el personal.
—Ya lo sé.
Ella se rio entonces.
—Supongo que todos hacemos cosas que se supone que no deberíamos hacer, a veces.
—No podemos evitarlo —accedí.
—Espera aquí —dijo, dando unos golpecitos en la mesa con el mango del cuchillo—. Volveré dentro de unos minutos.