—¡Rawlins! —el grito del guardián me despertó de golpe.
Me había adormilado unos momentos nada más.
—¡Sí! —salté al suelo de cemento.
Bob estaba hecho un ovillo en el rincón más alejado de su litera. Me preguntaba si realmente pensaba que yo era un espía. Si era así, habría arrojado la droga al oxidado váter de metal. Le había ahorrado tres años de malos tragos.
EttaMae Harris estaba en la sala de tránsito cuando me llevaron allí.
Era una mujer grande, pero no más gorda que a finales de los años treinta, cuando nosotros nos hacíamos mayores en Fifth Ward, Houston, Texas. En aquella época era todo lo que me gustaba en una chica, excepto por el hecho de que era la mujer del Ratón.
Me abrazó y me besó la frente mientras yo me abrochaba el cinturón.
Etta no dijo más de tres palabras en la comisaría. No hablaba con los polis. Era una vieja costumbre que nunca abandonó. A sus ojos, la policía era el enemigo.
Y no andaba equivocada.
Fuera, frente al edificio de la comisaría, LaMarque Alexander, el hijo de Raymond y de Etta, estaba sentado al volante del El Dorado rojo de su padre. Era un joven larguirucho, con los mismos ojos de su padre. Pero mientras el Ratón ostentaba en su semblante una absoluta seguridad en sí mismo, su hijo resultaba enfurruñado y algo mezquino. Aunque ya rondaba los veinte, todavía no era más que un niño.
Cuando Raymond tenía la edad de su hijo ya había matado a tres hombres… que yo supiera.
Me dejé caer en el asiento de atrás. Etta subió delante y se volvió a mirarme.
—¿A tu despacho? —me preguntó.
—Sí.
Estaba sólo a unas manzanas de la comisaría. LaMarque se apartó del bordillo.
—¿Qué tal la universidad, LaMarque? —pregunté al muchacho taciturno.
—Bien.
—¿Qué estudias?
—Nada.
—Está aprendiendo cosas de electrónica y ordenadores, Easy —dijo Etta.
—Si quisiera saber algo de ordenadores, debería hablar con Jackson Blue. Jackson lo sabe todo de ordenadores.
—¿Has oído eso, LaMarque?
—Sí.
Cuando aparcó delante del edificio de mi despacho, en la esquina de 86 y Central, Etta dijo:
—Espera a que vuelva.
—Pero yo me iba a ver a Craig, mamá —se quejó.
EttaMae ni siquiera le respondió. Lanzó un gruñido y abrió la portezuela. Yo salté y la ayudé a bajar. Juntos subimos las escaleras hasta el cuarto piso.
La hice entrar en mi despacho y le acerqué la silla que tengo para los clientes.
Sólo cuando estuvimos los dos bien instalados Etta creyó que era el momento de hablar.
—¿Qué tal le va a tu niña? —me preguntó.
—Bonnie se la ha llevado a Europa. Hay unos médicos allí que tratan ese tipo de enfermedades de la sangre.
Etta percibió algo más en mi tono y me miró con los ojos entornados. Por mi parte, yo notaba como si estuviera flotando en una marea de pánico. Me quedé muy quieto, mientras el mundo parecía moverse a mi alrededor.
Etta se me quedó mirando durante medio minuto o así, y luego esbozó una sonrisa. La sonrisa se convirtió en risa.
—¿De qué te ríes? —pregunté.
—De ti —dijo, con mucho énfasis.
—No le veo la gracia.
—Ah, sí, sí que la tiene.
—¿Y dónde está?
—Easy Rawlins —dijo—, si fueses andando por un campo de minas, saldrías por el otro lado como si tal cosa. Podrías dormir con una chica llamada Tifoidea y levantarte sólo con la nariz tapada. Si te cayeras por una ventana, seguro que abajo, en el suelo, habría un arbusto y no te romperías la crisma. Sí, a lo mejor tendría espinas, pero ¿qué son unos pocos arañazos comparados con la muerte?
Tuve que echarme a reír. Viéndome a mí mismo a través de los ojos de Etta, me quedaba una pequeña esperanza en medio del vacío. Supongo que yo tenía suerte, comparado con aquellos a quienes conocía y que habían muerto de enfermedad, heridas de bala, linchamiento y alcoholismo. Quizá me protegiese una buena estrella. Débil… pero estrella, al fin y al cabo.
—¿Qué tal le va a ese tipo, Peter? —pregunté.
Peter Rhone era un hombre blanco a quien yo había salvado de la policía de Los Ángeles cuando querían colgarle un asesinato de alguien de su mismo color. Su único crimen era haber amado a una mujer negra. Aquel amor la había matado. Y cuando todo acabó, Peter sufrió una crisis nerviosa y Etta se hizo cargo de él.
—Pues mejor —dijo ella, con un rastro de sonrisa todavía en los labios—. Ha estado viviendo en el porche de atrás. Me hacía la compra y las chapuzas que yo necesitaba.
—¿Y al Ratón no le importaba?
—Bah. El primer día, cuando lo llevé a casa, él llamó a Raymond «señor Alexander». Ya sabes que Ray siempre ha tenido debilidad por los chavales blancos bien educados.
Ambos nos echamos a reír.
Etta rebuscó en su bolso y sacó la Luger que yo tenía debajo del asiento del Ford. La dejó encima del escritorio.
—Primo ha sacado tu coche del depósito. Ha dejado su Pontiac aparcado ahí fuera —sacó una llave plateada y la colocó junto a la pistola—. Dice que tendrá listo tu Ford dentro de dos semanas.
Yo tenía buenos amigos en este mundo. Por un momento, tuve la breve sensación de que las cosas podían salir bien.
Etta se puso de pie.
—Ah, bueno —dijo—. Espera.
Buscó otra vez en su bolso y sacó un rollo con veinte billetes de dólar.
—Raymond me ha dicho que te dé esto.
Cogí el dinero aunque sabía que se lo tomaría como un adelanto para el golpe que pretendía que diese con él.
El Pontiac del 56 que me había dejado Primo era de color verde agua con unas llamas rojas pintadas en el asiento del pasajero y por el capó. No era el tipo de coche con el que pudiera pasar inadvertido, pero al menos tenía ruedas.
Sentado muy erguido en el asiento del pasajero iba el osito de peluche que yo había comprado en San Francisco. Se me había olvidado con el follón del aeropuerto. Primo debió de encontrarlo junto con la pistola.
Cuando volví a casa, había una nota en la mesa de la cocina de Benny. Ella y Jesús se iban dos días a la isla Catalina. Dormirían en el barco, pero me dejaban el número del capitán de puerto del muelle donde iban a atracar. Podía llamarles si había alguna emergencia.
Me duché y me afeité, me limpié los zapatos y me hice unos huevos revueltos con salchichas ahumadas cortadas a rodajas. Después de comer y de una buena limpieza me sentía ya preparado para encontrar cualquier rastro que pudiese haber dejado Canela Cargill. Me puse unos pantalones negros y una camisa hawaiana color melocotón y me senté junto al teléfono.
—¿Dígame? —respondió ella después de tres timbrazos.
—¿Alva?
—Ah —hubo una breve pausa.
Sabía lo que significaba aquella duda. Yo había salvado a su hijo evitando que muriera en una emboscada policial, unos años atrás. Por aquel entonces estaba casada con John, uno de mis más viejos y queridos amigos.
Para salvar a Brawly tuve que dispararle en la pierna. Los médicos dijeron que le quedaría una cojera para el resto de su vida.
—Hola, señor Rawlins. —Ya había dejado por imposible intentar que me llamase Easy.
—Tengo que hablar con Lena Macalister. Es amiga suya, ¿verdad?
Más silencio al otro lado de la línea. Y luego:
—Pues no suelo dar los números de mis amigos sin su permiso, señor Rawlins.
—Necesito su dirección, Alva. Es un asunto grave.
Ambos sabíamos que ella no podía negarse. Su chico había sobrevivido e iba por ahí zumbando gracias a mí. Ella carraspeó y dudó unos minutos más, pero al final me dio la dirección.
—Gracias —dije, cuando finalmente transigió—. Salude a Brawly de mi parte.
Me colgó sin más.
Me dirigía hacia el coche trucado del este de Los Ángeles cuando me llamó el vecino de la puerta de al lado, Nathaniel Pulley.
—Señor Rawlins…
Era un hombre blanco y bajito, con el vientre redondo y ningún músculo visible. Su cabello rubio había mantenido el color, pero de todos modos le iba clareando. Nathaniel era subdirector del Banco de Palms en Santa Mónica. Era un puesto modesto en una institución financiera minúscula, pero Pulley se veía como un león de las finanzas. Era liberal, y debido a su gran generosidad, me trataba como a un igual. Estoy seguro de que alardeaba ante su mujer y sus hijos de lo maravilloso que era tener un conserje entre sus amigos.
—Buenas tardes, Nathaniel —dije.
—Ha venido un hombre preguntando por usted hace unas horas. Daba un poco de miedo.
—¿Era negro?
—No. Blanco. Llevaba una chaqueta de piel de serpiente, me parece. Y los ojos… No sé. Parecía malo.
—¿Y qué ha dicho?
—Sólo si sabía cuándo iba a volver. Le he preguntado si tenía algún mensaje. Pero ni siquiera me ha contestado. Se ha ido como si yo no estuviera ahí.
A Pulley le asustaba hasta el petardeo de un tubo de escape. Una vez me dijo que no podía ver películas del oeste porque esa violencia le producía pesadillas. Aquel que le había asustado podía ser un agente de seguros o un vendedor.
Sin embargo, me llamaron la atención sus palabras: «Como si yo no estuviera ahí». Pulley era nuevo en el barrio. Llevaba en aquella casa sólo un año o así. Yo llevaba más de seis años… arraigado por completo, según los cánones de Los Ángeles. Pero seguía siendo un nómada porque todo el mundo a mi alrededor estaba siempre yéndose o viniendo. Aunque yo me quedase en el mismo sitio, mi vecindario cambiaba sin cesar.
—Gracias —le dije—. Ya le buscaré.
Nos estrechamos la mano y me fui pensando que nada en el sur permanece siempre igual.