Desde el edificio de la terminal yo podía distinguir el lazo blanco que llevaba Feather en el pelo, a través de la ventanilla del avión. Y aunque ella iba mirando afuera de vez en cuando, no me vio decirle adiós. Su piel estaba caliente cuando le abroché el cinturón, pero no tenía los ojos febriles. Bonnie llevaba la última bola de medicina de Mama Jo, yo me había asegurado de ello. Bonnie no dejaría morir a Feather, no importaba a quién perteneciera su corazón.
Los pasajeros fueron subiendo. Se anunció el fin del embarque. El jet fue rodando por la pista de despegue y finalmente, después de un largo retraso, se abrió camino por encima de la ambarina capa de contaminación que cubría la ciudad.
Me quedé junto al ventanal observando una docena de aviones que se alineaban y despegaban.
—¿Señor?
La mujer debía de tener más de sesenta años, con el pelo gris y un abrigo grande rojo de algodón: la versión del sur de California del abrigo del este. Se leía la preocupación en su cara blanca y arrugada.
—¿Sí? —mi voz raspaba.
—¿Está usted bien?
Y entonces me di cuenta de que me corrían las lágrimas por las mejillas. Intenté hablar, pero tenía la garganta cerrada. Asentí y toqué el hombro de la señora. Y me fui, tambaleante, entre las miradas de docenas de viajeros.
No puse la llave en el contacto de inmediato.
—Tienes que sacudirte esto, Easy —decía una voz que sólo en parte era mía—. Ya sabes que si un hombre se rompe, el desastre total no está lejos. No tienes tiempo para regodearte. No puedes hacerlo, como si fueras un chico rico que puede compadecerse de sí mismo.
Fui conduciendo por unas calles suburbiales sin destino alguno en la mente. Al día siguiente no recordaba la ruta que seguí. Pero mi instinto era dirigirme hacia mi oficina.
Estaba en Avalon, cruzando, cuando oí dos bocinas. Levanté la vista justo cuando mi coche golpeaba el Chrysler blanco. Lo siguiente que hice fue comprobar la luz del semáforo: estaba en rojo para mí.
Salté del coche y corrí hacia el Chrysler, que era como un barco.
En el asiento delantero había una pareja negra de mediana edad. El hombre, que llevaba un traje color marrón, se agarraba el brazo, y la mujer, que era más o menos del doble de tamaño que el hombre, sangraba por un corte encima del ojo izquierdo.
—Nate —decía ella—, Nate, ¿estás bien?
El hombre se sujetaba el brazo izquierdo entre el codo y el hombro.
Yo abrí la puerta.
—Venga, le voy a sacar de ahí, hombre —dije.
—Gracias —murmuró él, con el rostro retorcido por el dolor.
Cuando le tuve fuera y apoyado en el capó de su coche di la vuelta hacia el lado del pasajero. Entonces fue cuando oí la primera sirena, un aullido distante.
—¿Está bien mi marido? —preguntó la mujer.
Ella y Nate tenían la piel oscura, y rasgos faciales amplios. La boca de la mujer era ancha, y también las aletas de su nariz. La sangre le corría por el rostro, pero ella no parecía notarlo.
—Sólo se ha hecho daño en un brazo —le dije—. Está de pie al otro lado.
Me quité la camisa y la rasgué por la mitad, y apreté la tela contra la herida de ella.
—¿Por qué me aprieta la cabeza?
—Está sangrando.
—¿Ah, sí? —exclamó ella, y el pánico fue llenando sus palabras.
Cuando se miró las manos, sus ojos, aletas de la nariz y boca crecieron hasta proporciones extraordinarias.
Lanzó un chillido.
—¡Alicia! —exclamó Nate. Iba arrastrando los pies en torno al coche.
Una mujer larguirucha vino a tranquilizarle.
Había gente a nuestro alrededor, pero la mayoría permanecían apartados.
Tres sirenas ululaban no lejos de allí.
—Está bien, señora —le informaba yo—. Ya he parado la sangre.
—¿Pero estoy sangrando? —preguntaba ella—. ¿Estoy sangrando?
—No —le dije—. Ya he parado la sangre con esta venda.
—¡Muy bien, todo el mundo atrás! —exclamó una voz.
Dos hombres blancos vestidos todos de blanco excepto los zapatos aparecieron corriendo.
—Dos, Joseph —dijo un hombre—. Una camilla para cada uno.
—Vale —exclamó el otro.
El sanitario más cercano me cogió la camisa desgarrada de las manos y empezó a hablar con la mujer.
—¿Cómo se llama, señora? —le preguntó.
—Alicia Román.
—Tiene que echarse, Alicia, así podremos meterla en la ambulancia y curarle ese corte para que deje de sangrar.
Había autoridad en la voz de aquel hombre blanco. Alicia le dejó que la tumbara en el asfalto. El otro sanitario, Joseph, vino corriendo con una camilla. La colocó junto a ella.
La mujer delgada ayudaba a Nate a subir a la parte trasera de la ambulancia. Era muy menuda y color marrón. No había expresión alguna en su rostro. Simplemente, estaba haciendo lo que debía.
Me miré las manos. La sangre de Alicia me había manchado las palmas y los antebrazos. También me había salpicado la camiseta.
—¿Está usted herido? —me preguntó un hombre.
Era un policía que apareció entre la multitud. Vi que otros policías desviaban el tráfico y mantenían a los viandantes apartados de la calzada.
—No —le dije—. La sangre es de ella.
—¿Iba usted en el coche de ellos? —El policía era rubio, pero tenía una piel que los blancos calificarían de morena. La mezcla racial no le había sentado demasiado bien. Recuerdo que pensé que la parte superior de su cabeza parecía de Suecia, mientras que en su rostro se reflejaba Grecia.
—No —le dije—. Choqué con ellos.
—¿Se han saltado el semáforo?
—No. He sido yo.
Una mirada de sorpresa apareció en su rostro.
—Venga por aquí —dijo, indicándome la acera.
Hizo que me tocara la nariz y luego caminara en línea recta, diese la vuelta y volviese de nuevo.
—Está sobrio —me dijo.
La ambulancia se alejaba.
—¿Se pondrán bien? —pregunté.
—Pues no lo sé. Ponga las manos a la espalda.
Me quitaron el cinturón, y creo que hicieron bien. Me sentía tan desconsolado en aquella celda que me habría suicidado. Jesús no estaba en casa. Tampoco Raymond, ni Jackson, ni Etta, ni Saúl Lynx. Si me quedaba en la cárcel hasta el juicio, expulsarían a Feather de la clínica y moriría. Me pregunté si Joguye Cham, el príncipe africano de Bonnie, ayudaría a mi pequeña. Sería padrino de su boda si hacía aquello por mí.
Finalmente conseguí localizar a Theodore Steinman en su zapatería, en la misma calle de mi casa. Le dije que fuese llamando a EttaMae.
—Voy ahora mismo a recogerle, Ezekiel —dijo Steinman, decidido.
—No, espere a Etta —repliqué—. Ella hace esto mismo con el Ratón una vez cada pocos meses.
—¿Un cigarrillo? —me ofreció mi compañero de celda.
No sabía si me lo estaba ofreciendo o era que quería uno, pero no contesté. No había pronunciado más de tres frases desde el arresto. La policía era sorprendentemente amable conmigo. No hubo bofetones ni insultos. Hasta me llamaban señor y me corregían con respeto cuando iba por el lugar equivocado y no comprendía sus órdenes.
El oficial que me había arrestado, Briggs, se acercó incluso a la celda para informarme de que Nate y Alicia Román estaban bien y se esperaba que saliesen del hospital aquel mismo día.
—Aquí lo tiene —me dijo mi compañero de celda.
Me tendía un cigarrillo liado a mano. Lo cogí y lo encendí. El humo en mis pulmones devolvió mi mente a la celda.
Mi benefactor era un hombre blanco de unos diez años menos que yo, treinta y cinco o treinta y seis. Llevaba el pelo negro desgreñado y largo hasta los sobacos, y una barba rala. Su camisa estaba hecha de diversos retales de colores vivos. También sus ojos eran de distinto color.
—Bob el Canuto —dijo.
—Easy Rawlins.
—¿Por qué te han cogido, Easy?
—He chocado con otro coche donde iban dos personas. Me he saltado un semáforo en rojo. ¿Y a ti?
—Me han pillado con un saco de arpillera en un campo de marihuana arriba, en las colinas.
—¿De verdad? ¿En pleno día?
—Era medianoche. Supongo que tenía que haber apagado la linterna.
Lancé una risita y luego sentí que una oleada de risa histérica me invadía el pecho. Di una honda calada al cigarrillo para frenar el impulso.
—Sí —decía Bob el Canuto—. He sido un idiota, pero no pueden retenerme.
—¿Por qué no?
—Porque el saco estaba vacío. Mi abogado les dirá que yo sólo buscaba el camino para salir del bosque, que soy un naturalista en busca de hongos.
Sonrió y pensé en Perro Soñador.
—Pues qué suerte tienes —dije.
—¿Quieres colocarte, Easy?
—No, gracias.
—Tengo un poco de hierba en un par de cigarrillos de éstos.
—¿Sabes, Bob? —dije—. Los polis meten espías en estas celdas. Y nada les gustaría más que cogerte aquí pasando material.
—¿Eres un espía, Easy? —me preguntó.
—No. Un espía nunca te diría lo que yo te digo.
—Me estás calentando la cabeza, tío —dijo—. Me estás calentando la cabeza.
Se agazapó en la litera inferior de nuestra celda de dos metros por tres. Yo me quedé echado de cara en la superior, mirando a través de los barrotes de acero cruzados. Recordaba el mediodía, cuando abroché el cinturón de Feather.
Axel Bowers estaba muy lejos de mi mente.
Notaba como si, de alguna manera, me hubiesen derrotado por mi falta de corazón.
Los guardias vinieron a medianoche, exactamente. La celda estaba oscura, pero llevaban linternas para indicar el camino. Cuando llegaron a la celda, Bob el Canuto chilló:
—¡Él ha matado a Axel! Me lo ha dicho cuando creía que no le estaba escuchando. Le ha matado y luego le ha metido en el culo de un elefante.
Me dijeron que me levantara y yo obedecí. Me preguntaron si necesitaba esposas, y yo negué con la cabeza.
Fuimos caminando por el largo pasillo hacia una luz lejana.
Cuando llegamos a la habitación me di cuenta de que era el día de mi ejecución. Me ataron a la silla de la cámara de gas. En la pared estaba el cronómetro que usaba Jesús para controlar sus carreras cuando estaba en el instituto.
Me quedaba un minuto de vida cuando cerraron la puerta de la cámara.
Un avispón zumbaba en la puerta. Volaba hacia mis ojos. Moví la cabeza a un lado y otro para evitar el aguijón en mi rostro. Cuando finalmente se alejó volando, volví a mirar el cronómetro: sólo me quedaban tres segundos de vida.