Después de dejar mi coche de alquiler Hertz en su aeropuerto, fui al mostrador de los billetes. El vuelo desde San Francisco a Los Ángeles en Western Airlines valía 24,95 dólares.
Aceptaron mi tarjeta de crédito sin problemas.
Mientras esperaba mi vuelo, llamé a casa y hablé con Jesús. Le di mi número de vuelo y le dije que fuese a recogerme. Él no hizo ninguna pregunta. Jesús habría cruzado el Pacífico por mí, sin preguntar en ningún momento por qué.
En una tiendecita del aeropuerto donde vendían caramelos, periódicos y cigarrillos, compré un osito marrón grande por 6,95 dólares.
Una vez en el avión, me senté en el asiento del pasillo junto a una mujer blanca y joven que llevaba un vestido con los colores del arco iris que le llegaba a medio muslo. Era muy guapa, pero yo no pensaba en ella.
Me abroché el cinturón de seguridad y abrí el periódico matutino.
Ky había cedido a la presión de los budistas y accedido a realizar elecciones libres en Vietnam del Sur. Sin embargo Estados Unidos, el bastión de la democracia, decía públicamente que todavía respaldaba al dictador.
Una pareja que estaba a punto de perder a un niño que intentaban adoptar había intentado suicidarse… No murieron, pero el niño sí.
Dejé a un lado el periódico.
El capitán nos dijo que nos abrochásemos el cinturón, y las azafatas nos enseñaron cómo hacerlo. El motor del enorme 707 empezó a rugir y a vibrar.
—Hola —me dijo la joven.
—Hey —le dirigí apenas una mirada.
—Me llamo Candice —me tendió la mano.
Habría sido muy poco educado por mi parte ignorar su gesto de amistad.
—Easy Rawlins.
—¿Vuela a menudo, señor Rawlins?
—De vez en cuando. Mi novia es azafata de Air France.
—Yo no. Es la segunda vez que vuelo, y me muero de miedo.
No me soltaba la mano. Yo la apreté y le dije:
—Pues vamos a pasar por todo esto juntos.
Le sujeté la mano mientras despegábamos y durante cinco minutos después del despegue. De vez en cuando ella aumentaba la presión. Yo respondía a la fuerza de su apretón. Cuando llegamos a la altitud definitiva, ella ya se había calmado.
—Gracias —me dijo.
—No hay de qué.
Cogí de nuevo el periódico, pero las palabras se emborronaban ante mis ojos. Pensaba en Perro Soñador y en el karma, luego en Axel Bowers y el humillante trato que había recibido después de la muerte. Pensaba en aquella chica blanca que necesitaba a alguien que la apoyara, fuera cual fuese su color.
Quizá los hippies tuviesen razón, pensé. Quizá debíamos salir todos en ropa interior y protestar por la forma en que funciona el mundo.
La joven y yo no volvimos a dirigirnos una palabra más. No había necesidad.
Cuando salí por la puerta en Los Ángeles, Jesús me estaba esperando.
—Hola, papá —dijo, y me estrechó la mano.
Había traído mi coche hasta el aeropuerto, y le dejé conducir de vuelta a casa.
Cogió por La Ciénaga, mientras que yo habría ido por la autopista, pero me pareció muy bien.
—Feather tenía fiebre otra vez esta mañana —dijo—. Bonnie le dio la medicina de Mama Jo y le volvió a bajar.
—Bien —dije, intentando esconder mi miedo.
—¿Se va a morir, papá?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Bonnie le contó a Benny por qué tenía que quedarse y cuidar a Feather, y Benny me lo dijo a mí. ¿Se va a morir?
Nunca hubo un hermano y una hermana más unidos que Jesús y Feather. Yo le había sacado de una situación muy mala cuando era niño, y cuando llevé a Feather a nuestra casa, él la acogió como una mamá clueca.
—No lo sé —dije—. Quizá.
—Pero si Bonnie la lleva a Suiza quizá puedan salvarla.
—Sí. Han salvado a otras personas con infecciones como la suya.
—¿Quieres que vaya con ellas?
—No. Los médicos les ayudarán. Lo que necesito es el dinero para pagar a esos médicos.
—Puedo vender mi barco.
Aquel barco lo era todo para Jesús.
—No, hijo. Creo que ya sé cómo conseguir ese dinero. Todo irá bien.
Había pensado hablar con él acerca de Benita y la diferencia de edad entre ellos. Pero cuando se ofreció a vender su barco por Feather, no creí que tuviera nada que decirle.
Bonnie había preparado un baúl grande de viaje para Feather. Al parecer, se llevaba todos los juguetes, muñecas, vestidos y libros que mi niña tenía. Cuando llegué allí, ya estaban preparándose para ir al aeropuerto.
Había una silla de ruedas cromada y de lona roja en el salón.
Bonnie salió y me besó, y aunque intenté poner algo de ternura en la caricia, ella se echó atrás y me dirigió una mirada de extrañeza.
—¿Qué te pasa?
—Si te contase las cosas que he visto los dos últimos días, no me preguntarías eso —le dije, con toda sinceridad.
Bonnie asintió, aún con el ceño fruncido.
—¿Puedes meter el baúl en el maletero de mi coche? —me pidió—. La silla de ruedas es plegable, y puede ir encima.
Sabía que tenían que ir pronto al aeropuerto, y por tanto me puse al trabajo. Jesús me ayudó y me hizo ver que la silla de ruedas tendría que ir en el asiento de atrás.
Cuando volví a la casa, Feather chillaba. Yo corrí hacia su habitación y la encontré luchando con Bonnie.
—Quiero que me lleves tú, papá —me rogó.
—Vale, vale —dije, y la cogí en mis brazos.
Bonnie conducía, Feather dormía en mi regazo y yo miraba por la ventanilla preguntándome cuánto tiempo costaría ir hasta Palestine, Texas. Sabía que mi trabajo para Lee había llegado a un callejón sin salida. Axel estaba muerto. Philomena probablemente también. Los documentos habían desaparecido hacía mucho tiempo. Yo había conseguido una Luger y mil quinientos dólares. Podía usar la Luger para apoyarla en el cuello bien dispuesto de Rayford.
Feather se despertó cuando aparcábamos en el parking de empleados del aeropuerto de Los Ángeles. Estaba feliz por tener una silla de ruedas y corrió delante de nosotros hacia la entrada especial de empleados de la TWA. Primero tenían que ir a San Francisco y luego hacer transbordo al vuelo de París. Las acompañé hasta la entrada especial para la tripulación.
Una mujer a quien conocía se reunió con nosotros allí, Giselle Martin.
—¡Tía Giselle! —gritó Feather.
Giselle era una amiga de Bonnie. Era alta y delgada, morena, con una belleza delicada, de porcelana, que no se percibía si uno no le dedicaba la atención suficiente. Trabajaban juntas en Air France. Ella la iba a ayudar con Feather.
—Allo, ma chérie —dijo la ayudante de vuelo francesa a mi niña—. Esos hombres fuertes y grandes te van a subir al avión.
Dos hombres blancos musculosos venían hacia nosotros saliendo de una puerta del edificio de la terminal.
—Quiero que me lleve papá —dijo Feather.
—Son las normas, ma chérie —dijo Giselle.
—Sí, no importa, cariño —dije a Feather—. Ellos te subirán, y luego yo te abrocharé el cinturón de seguridad.
—¿Me lo prometes?
—Te lo juro.
Los dos trabajadores cogieron la silla por delante y por detrás, Feather bien agarrada a los brazos, con aire asustado. Yo también estaba asustado. Les vi subir por la rampa.
Iba a seguirles cuando Bonnie me tocó el brazo y me preguntó:
—¿Qué te pasa, Easy?
Ya había pensado en aquel momento. Había pensado que si nos encontrábamos solos y Bonnie me preguntaba por mi conducta, le contaría los truculentos detalles de la muerte de Axel Bowers. Me volví hacia ella, pero cuando me miró a los ojos, como tantas otras mujeres habían hecho durante los últimos días, no pude mentirle.
—Yo leo mucho, ¿sabes? —le dije.
—Ya lo sé —su piel oscura y sus ojos almendrados eran los más hermosos que había visto jamás. Dos días antes, quería casarme con ella.
—Leo todos los periódicos, todo lo que me interesa. He leído que un grupo de dignatarios africanos ha obtenido una condecoración senegalesa simbolizada por una aguja de bronce con un pequeño dibujo esmaltado… un pájaro rojo y blanco…
No había pánico en el rostro de Bonnie. El hecho de que yo supiera que había recibido recientemente un regalo tan importante de un pretendiente sólo consiguió entristecerla.
—Era el único que podía llevar a Feather a aquel hospital, Easy…
—¿Así que no hay nada entre vosotros?
Bonnie abrió la boca pero esa vez le tocó a ella no mentir.
—Dale las gracias de mi parte… cuando le veas —dije.
Pasé a su lado y subí al avión.
—¿Vendrás a verme a los Alpes, papi? —me preguntó Feather, mientras le abrochaba el cinturón.
El avión todavía estaba vacío.
—Lo intentaré. Pero ya sabes que Bonnie estará allí para cuidarte. Y antes de que te des cuenta, estarás mejor y volverás a casa.
—¿Pero intentarás venir?
—Lo intentaré, cariño.
Pasé junto a Bonnie cuando ella venía por el pasillo.
Ninguno de los dos dijo nada.
¿Qué más quedaba por decir?