Aquella mañana me dirigí hacia el aeropuerto de San Francisco. Justo al entrar en la vía de acceso a la autopista, con el cielo entero a sus espaldas, dos jóvenes hippies sacaban el pulgar. Paré en el arcén y bajé el cristal con la manivela.
—Hey, hola —dijo un joven de unos dieciséis o diecisiete años, con la barba roja y sonriente—. ¿Adónde va?
—Al aeropuerto.
—¿Puede llevarnos hasta allí?
—Claro —afirmé—. Subid.
El chico se sentó en el asiento delantero, y la chica, muy delgadita y rubia, se metió detrás con las mochilas.
Ella era el motivo de que me hubiese parado. Era más joven que él, no mucho mayor que Feather. Sólo una chiquilla, y allí estaba, en la carretera, con su hombre. No podía pasar de largo.
Cuando me metí por el acceso un Chevy azul me tocó la bocina y luego pasó a toda velocidad. No creo que le hubiese cortado el paso, así que imaginé que estaba dando su opinión acerca de los conductores que recogen autoestopistas.
—Gracias, hombre —dijo el hippie—. Llevamos ahí fuera una hora y todo el mundo pasa de largo.
—¿Adónde vais? —pregunté.
—A Shasta —dijo la chica. Se inclinó hacia el asiento delantero, entre su novio y yo. Veía su sonrisa a través del espejo retrovisor.
—¿Vivís allí?
—Hemos oído hablar de esa comuna —dijo el chico. Olía a aceite de pachulí y a sudor.
—¿Y qué es eso?
—¿El qué?
—Una comuna. ¿Qué es?
—¿Pero nunca has oído hablar de las comunas? —preguntó el chico.
—Me llamo Easy —dije—. Easy Rawlins.
—Genial —gorjeó la chica.
Supongo que se refería a mi nombre.
—Eric —se presentó el chico.
—Como el vikingo —dije yo—. Y además tienes el pelo rojo…
Lo tomó como un cumplido.
—Yo soy Estrella —dijo la chica—. Y una comuna es un lugar donde vive todo el mundo y trabajan todos juntos y nadie posee ninguna mierda ni le dice a nadie cómo tiene que vivir.
—Como los kibbutz o las granjas rusas —dije.
—Eh, tío —dijo Eric—, no nos ralles.
—No, hombre, no te rallo nada —respondí—. Sólo intento comprender lo que me dices comparándolo con otros lugares que parecen similares a tus comunas.
—Nunca ha habido nadie como nosotros, tío —dijo Eric, lleno de orgullo por sus propios sueños—. No viviremos como vive la otra gente, como vosotros. Nos vamos a apartar de toda esa mierda de trabajar de nueve a cinco. La gente no tiene que poseerlo todo. Las tierras vírgenes son libres.
—Sí —asintió Estrella. Su tono estaba contagiado del amor de Eric por sí mismo—. En Cresta, todo el mundo vive en su propio tipi y comparte todo lo que tiene.
—¿Cresta es el nombre de vuestra comuna?
—Eso es —dijo Eric, con un entusiasmo tal que yo casi me eché a reír.
—¿Por qué no te vienes con nosotros? —preguntó Estrella, desde el asiento de atrás.
Levanté la vista a sus ojos a través del espejo retrovisor. Había anhelo en aquella mirada, pero no podría asegurar si era suyo o mío. Su sencillo ofrecimiento me conmovió. Yo podría haber seguido conduciendo hacia el norte con aquellos críos, hacia su granja hippie en medio de la nada. Sabía cómo cultivar un jardín, y cómo hacer fuego. Sabía cómo ser pobre y estar enamorado.
—¡Cuidado! —gritó Eric.
Me había desviado hacia el carril izquierdo. Sonó la bocina de un coche. Desvié mi coche alquilado justo a tiempo. Cuando volví a mirar por el retrovisor, Estrella todavía estaba allí mirándome a los ojos.
—Has estado a punto, tío —dijo Eric. Ahora su voz contenía también el orgullo de habernos salvado. En tiempos yo también fui un joven arrogante, como él.
—No puedo —dije, hacia el espejo.
—¿Por qué no? —me preguntó ella.
—¿Qué edad tienes?
—Quince… casi.
—Tengo una hija un poco más joven que tú. Está enferma. Muy enferma. Tengo que llevarla a un médico de Suiza o si no se morirá. Así que de momento no hay bosques para mí.
—¿Y dónde está tu hija? —preguntó Estrella.
—En Los Ángeles.
—A lo mejor es el smog lo que la está matando —dijo Eric—. A lo mejor si la sacas de allí, mejorará.
Eric nunca sabría lo muy cerca que había estado de que le rompiesen la nariz en un coche en marcha. Sólo le salvó la mirada insistente de Estrella.
—Una vez tuve un amigo —dije—. Éramos como vosotros, íbamos a correr vías en Texas y Louisiana.
—¿Correr vías? —dijo Eric.
—Saltar a los vagones vacíos, en los trenes.
—Como hacer dedo.
—Sí. Una noche en Galveston nos fuimos de jarana…
—¿Qué es eso? —preguntó Estrella.
—De juerga, a beber. Bueno, al día siguiente me desperté y Hollister no estaba por ninguna parte. Había desaparecido por completo. Esperé un día o dos, pero luego tuve que irme antes de que las autoridades locales me arrestaran por vagabundeo y me llevaran a una cuerda de presos.
Me di cuenta de que ahora Eric me veía de otro modo. Pero no me preocupaba en absoluto aquel joven idiota.
—¿Y qué le pasó a tu amigo? —preguntó Estrella.
—Veinte años después, iba conduciendo por Compton y le vi andando por la calle. Se había puesto gordo y se le había caído mucho pelo, pero seguía siendo Holly.
—¿Le preguntaste qué le pasó? —preguntó Eric.
—Había conocido a una chica después de que yo me desmayara aquella noche. Pasaron la noche juntos, y también los dos días siguientes, bebiendo todo el tiempo. Un día, Holly se despertó y se dio cuenta de que en algún momento se habían casado… ni siquiera recordaba haber dicho «sí, quiero».
—Uau —dijo Eric, en tono bajo.
—¿Y siguieron juntos? —quiso saber Estrella.
—Fui con Hollister a su casa y la conocí. Tenían cuatro hijos. Era fontanero del ayuntamiento y ella hacía pasteles para un restaurante en la misma calle. ¿Sabéis lo que ella me dijo?
—¿Qué? —preguntaron los dos chicos al unísono.
—Que la noche que conoció a Holly, fui yo quien me la ligué en el tugurio del pueblo. Congeniamos bastante bien, pero yo había bebido demasiado y me quedé inconsciente. Cuando Holly llegó al pequeño cobertizo donde nos alojábamos, Sherry (ése era el nombre de la mujer) le preguntó si podía acompañarla a casa. Y así fue como acabaron juntos.
—¿Te quitó la novia? —dijo Eric, indignado.
Eric frunció el ceño al oír aquello, y me pareció ver la primera sombra en sus maravillosas ideas de vida comunal. Me hizo sonreír.
Les dejé a la salida, a los pies de la rampa que tenía que tomar para ir al aeropuerto.
—No era mía, hermano. Aquel cobertizo era nuestra pequeña comuna privada. Lo único mío era yo mismo, y Sherry entregaba sus cosas a quien ella quería.
Mientras Eric se esforzaba por sacar las mochilas del asiento trasero, Estrella me pasó los delgados bracitos en torno al cuello y me besó en los labios.
—Gracias —me dijo—. Eres estupendo de verdad.
Le di diez dólares y le dije que tuviera cuidado.
—Dios proveerá —dijo ella.
Eric le tendió una mochila entonces y los dos cruzaron la carretera.