Capítulo 16

Cené muy tarde en un puesto callejero donde servían almejas fritas, en el muelle del Pescador. Era muy bonito. El olor del océano y del mercado de pescado me recordaba a Galveston, cuando era niño. En cualquier otro momento de mi vida, esos pocos fragmentos de harina frita sobre la carne de la gelatinosa almeja me habrían resultado tranquilizadores. Pero no quería sentirme bien hasta que supiera que Feather iba a ponerse bien. Ella y Jesús eran todo lo que me quedaba.

Fui a un teléfono de pago e hice la llamada a cobro revertido.

Benny respondió y la aceptó.

—Hola, señor Rawlins —dijo, un poco jadeante.

—¿Dónde está Bonnie, Benita?

—Ha salido a comprar una silla de ruedas para llevar a Feather. Jesús y yo estamos aquí cuidando a Feather. Está durmiendo. ¿Quiere que la despierte?

—No, cariño. Déjala dormir.

—¿Quiere hablar con Jesús?

—¿Sabes, Benita? Te tengo mucho cariño —dije.

—Yo también a usted, señor Rawlins.

—Y sé lo mal que estabas cuando el Ratón te hizo lo que te hizo.

Ella no respondió nada a aquello.

—Y me preocupo mucho por mis hijos… —dejé que las palabras quedaran en suspenso.

Durante unos minutos la línea quedó silenciosa. Y luego, en un susurro, Benita Flag dijo:

—Le amo, señor Rawlins. Le amo. Es sólo un chico, ya lo sé, pero es mucho mejor que cualquier hombre que haya conocido. Es muy dulce, y sabe tratarme. No quiero hacer nada malo.

—Está bien, mujer —dije—. Ya sé lo que es enamorarse.

—¿Entonces no se enfada?

—Procura no herirle demasiado, si le dejas —dije—. Es lo único que te pido.

—Vale.

—Y dile a Feather que tengo que quedarme un día más, pero que cuando vuelva le llevaré un regalo enorme por haberme tenido que retrasar.

Nos despedimos y volví a mi coche.

En el camino de vuelta al hotel compré un par de periódicos para mantener la mente ocupada.

Vietnam llenaba la mitad del periódico. El ejército había ordenado la evacuación de la ciudad vietnamita de Hue, donde estaban al borde de la sublevación. Da Nang amenazaba con la revolución, y los budistas se manifestaban contra Ky en Saigón.

Jimmy Hoffa se metía con los fabricantes de camiones en nombre de los sindicatos y habían detenido a un pobre diablo en Detroit por asaltar un banco, al confundir los cajeros su coche con el coche en el que huyeron los ladrones. Era un hombre blanco con muletas.

Pero no me podía fijar en las cosas del mundo cuando mi vida estaba tan llena de emociones.

Para distraerme intenté concentrarme en el caso de Lee. El hombre con el que quería hablar estaba muerto. Los documentos que tenía habían desaparecido… no tenía ni idea de dónde estaban. Canela Cargill probablemente también estaba muerta. O quizá fuese ella la asesina. Quizá tomaban drogas juntos y él murió por accidente, y ella lo metió en aquel espacio debajo del elefante de latón.

Tenía los números de teléfono de una residencia de ancianos para gente rica, y un hombre misterioso cuya voz sonaba afeminada, y una postal.

En conjunto había muchas cosas, pero no podía hacer nada de nada hasta la mañana siguiente. Es decir, a menos que llamase a Haffernon. Haffernon sabía en qué lío estaba metido Axel. Incluso es posible que estuviera al corriente de la muerte del joven.

Saqué la Luger nazi que había robado del cofre del tesoro del hombre muerto y la coloqué en la mesita de noche, junto a la cama.

Entonces me recosté pensando en los pocos años buenos que había disfrutado con Bonnie y los niños. Tuvimos picnics familiares y veladas largas y emotivas ayudando a los niños a superar el dolor de hacerse mayor. Pero todo aquello había acabado. Un espectro se había abatido sobre nosotros, y la vida que yo conocía había desaparecido.

Intenté pensar en otras cosas, en otros tiempos. Intenté asustarme por el robo de la nómina que el Ratón quería que le ayudase a cometer. Pero en lo único que podía pensar era en la pérdida de mi corazón.

A las once cogí el teléfono y marqué un número.

—¿Hola? —dijo ella.

—Hola.

—¿Señor Rawlins? ¿Es usted?

—Es usted abogada, ¿verdad, señorita Aubec?

—Ya sabe que sí. Esta mañana ha estado en mi despacho.

—Podía ser simplemente la encargada.

—Sí, soy abogada —dijo ella. No había sueño en su voz, ni enojo por haberla llamado tan tarde.

—¿Cómo trata la ley a un hombre que comete un delito cuando se halla sometido a una gran tensión?

—Eso depende —dijo ella.

—¿De qué?

—Bueno… ¿cuál es el delito?

—Malo —dije—. Robo a mano armada, o quizás asesinato.

—El asesinato sería más sencillo —dijo ella—. Se puede matar a alguien en el acaloramiento del momento, pero un robo es otra cosa muy distinta. A menos que la propiedad que robe le caiga en las manos, como quien dice, la ley lo vería como un delito premeditado.

—Digamos que ese hombre está a punto de perderlo todo, que si no roba ese banco, alguien a quien ama puede morir.

—Los tribunales no son demasiado comprensivos en lo que respecta a los delitos contra la propiedad —indicó Cynthia—. Pero se podría ganar.

—¿En qué situación?

—Bueno, el nivel de la representación legal ayudaría mucho. Un abogado de oficio no conseguiría gran cosa.

Ya sabía lo de los tribunales y su inclinación hacia los ricos, pero su sinceridad supuso un gran consuelo.

—Y también está la raza, por supuesto —añadió.

—Los negros no tienen nunca una oportunidad, ¿no?

—No. En realidad, no.

—Ya me lo imaginaba —dije. Y sin embargo, al oírlo decir me sentía feliz—. ¿Y cómo sabe todas esas cosas una chica blanca como usted?

—He enviado a bastantes hombres inocentes a prisión.

—Ya. Supongo que hay que ser pecador para reconocer el pecado.

—¿Por qué no viene? —me sugirió.

—No sería una compañía demasiado buena.

—No me importa —dijo ella—. Parece muy solo. Y yo estoy sola también, y bien despierta.

—¿Conoce a un hombre llamado Haffernon? —le pregunté entonces.

—Era el socio comercial del padre de Axel. Las dos familias eran amigas desde el siglo XVIII.

—¿Era?

—El padre de Axel murió hace dieciocho meses.

—¿Y qué piensa de Haffernon?

—¿Leonard? Nació con un pan debajo del brazo. Siempre lleva traje, aunque esté en la playa, y la única vez que se ríe es cuando está con sus antiguos compañeros de estudios de Yale. No puedo soportarle.

—¿Y qué pensaba Axel de él?

—¿Cómo que «pensaba»?

—Sí —dije con frialdad, aunque notaba que el sudor me corría por la frente—. Antes de hoy.

—Axel tiene debilidad por su familia —dijo Cynthia, con la voz clara y llena de confianza, todavía—. Cree que todos son como una especie de realeza ilustrada. Pusieron el dinero para nuestra pequeña empresa legal.

—Pero Haffernon no es de la familia —dije—. Él no puso ningún dinero para su despacho, ¿o sí?

—No.

—No, ¿qué?

—Que no nos dio dinero. No siente demasiada simpatía por los pobres. Y no es pariente de Axel… al menos en lo que respecta a la sangre. Pero las dos familias están tan unidas que Axel le trataba como a un tío.

—Ya veo —la calma volvía a mi aliento y el sudor iba desapareciendo.

—¿Y bien? —preguntó Cynthia Aubec.

—¿Y bien qué?

—¿Viene o no?

Noté la pregunta como si fuera un puño en el estómago.

—Bueno, Cynthia, en realidad no creo que sea buena idea para mí, esta noche.

—Ya lo entiendo. No soy su tipo, ¿no?

—Querida, usted es el tipo de cualquiera… Una figura como la suya sólo se encuentra en los museos de arte y en el cine. No es que no quiera ir, es que estoy en un mal momento.

—¿Y quién es ese hombre que puede cometer un delito bajo una gran tensión, pues? —me preguntó, cambiando de tema tan fácilmente como Jesús cambiaba el rumbo de su barco.

—Un amigo mío. Un tipo que tiene muchos problemas.

—Quizá necesite unas vacaciones —sugirió Cynthia—. Unos días fuera, con una chica. Quizás en la playa.

—Sí. Dentro de unos meses eso sería estupendo.

—Estaré aquí.

—Ni siquiera conoce a mi amigo.

—¿Y me gustaría?

—¿Cómo voy a saber lo que le gusta o no le gusta?

—¿Hablando conmigo no cree que me gustaría?

Eso me hizo reír.

—¿Qué le hace tanta gracia? —me preguntó Cynthia.

—Usted.

—Vamos, venga conmigo.

Empecé a pensar que sería buena idea. Era tarde, y no había nada que me retuviera.

Sonó un golpe en la puerta. Fuerte.

—¿Qué pasa? —preguntó Cynthia.

—Alguien llama a mi puerta —dije, cogiendo la automática alemana.

—¿Quién?

—Ya la vuelvo a llamar, Cindy —dije, haciendo con toda naturalidad la abreviatura de su nombre.

—Vivo en la calle Elm, en Daly City —dijo, y luego me dio el número—. Venga a cualquier hora esta noche.

Sonó otro golpe.

—La llamaré —dije, y colgué.

—¿Quién es? —grité ante la puerta.

—El hombre de los cepillos Fuller —replicó una voz sensual.

Abrí la puerta y allí estaba Maya Adamant, envuelta en un abrigo de piel de zorro plateado.

—Vamos, entre —dije.

Ya había atado todos los cabos antes de que se cerrara la puerta.

—Así que los nazis la han sacado del cubil del señor Lee.

Ella caminó de una forma muy femenina hacia el lecho. Su forma de sentarse no la había aprendido en un internado de señoritas.

—Haffernon llamó a Lee —dijo—. Estaba muy preocupado, y ahora Lee también lo está. Yo tenía una cita y él ha llamado a mi servicio de llamadas, y ellos han avisado al club. Se suponía que estaba usted en Los Ángeles buscando a la señorita Cargill.

Me apoyé en el borde de la silla naranja como de sala de espera que había en la habitación. No pude evitar echarle una miradita lasciva. El abrigo de Maya se abrió un poco y vi la falda corta y sus largas piernas. Mi conversación con Cynthia me había predispuesto a disfrutar de una visión como aquélla.

—No había motivo alguno para pensar que Philomena había abandonado la zona de la bahía —dije—. Y aunque lo hubiese hecho, no tenía por qué dirigirse hacia el sur. Están también Portland y Seattle. Demonios, podría estar hasta en Ciudad de México.

—¿Y por qué no fue usted a Ciudad de México?

—Si sabe dónde está, ¿para qué me necesita? —le pregunté.

Levanté mis ojos hacia los suyos con gran esfuerzo. Ella sonrió, apreciando el poder de mi voluntad, con un puchero.

—¿Qué es eso de los recuerdos nazis? —preguntó.

—He conocido a un tío que me ha dicho que Axel coleccionaba cosas de ésas. Simplemente, he imaginado que Haffernon podía saber algo.

—¿Y entonces ha supuesto que Leonard Haffernon es nuestro cliente?

—No he supuesto nada, señorita Adamant. Simplemente hago preguntas y voy adonde me llevan.

—¿Con quién ha estado hablando? —Las aletas de su nariz se hincharon.

—Hippies.

Suspiró y cambió de postura encima de la cama.

—¿Ha encontrado a Philomena?

—Todavía no —confesé—. Abandonó su apartamento con mucha prisa. Dudo de que se llevase una muda de ropa interior siquiera.

—Habría sido bonito conocerle en otras circunstancias, señor Rawlins.

—En eso tiene razón.

Se puso de pie y sonrió ante mi mirada.

—¿Está dispuesto a volver a Los Ángeles?

—Mañana a primera hora.

—Bien.

Salió por la puerta. La vi bajar las escaleras. Era una visión muy agradable.

Había un coche esperándola en la calle. Se subió en el asiento del pasajero. Me preguntaba quién sería su compañero cuando arrancó el sedán oscuro.

Me fui a la cama sin llamar ni a Bonnie, ni a Cynthia, ni a Maya, a propósito. Me tapé hasta la barbilla y me quedé mirando la ventana hasta que la luz del amanecer iluminó el sucio cristal.