Capítulo 15

Haffernon, Schmidt, Tourneau y Bowers ocupaba el ático de un moderno edificio de oficinas en la calle California. Había un ascensor especial que conducía solamente a sus pisos.

—¿Qué se le ofrece? —me preguntó una matrona con el pelo blanco, que no parecía ofrecer nada en absoluto. El nombre que figuraba en su placa era Theresa Ponte.

Era muy blanca. Llevaba un anillo con un granate grande en la mano derecha. La gema parecía un goterón de sangre que se hubiese coagulado en su dedo. Una taza de café humeaba junto a su teléfono. Llevaba una chaqueta gris por encima de una blusa amarilla, y estaba sentada detrás de un magnífico escritorio de caoba. Detrás de ella se encontraba una montaña de niebla que descendía perpetuamente sobre la ciudad, pero que raramente la alcanzaba.

—Leonard Haffernon —dije.

—¿Trae usted alguna entrega?

Yo llevaba la misma chaqueta y los mismos pantalones desde hacía dos días. Pero los había planchado en mi habitación del motel, y no olían mal. Llevaba corbata e incluso me había pasado una navaja de afeitar por la barbilla. No llevaba ningún paquete ni sobre.

—No señora —dije, con paciencia—. Tengo que tratar un asunto con él.

—¿Asunto?

—Sí, un asunto.

Ella movió la cabeza como un pájaro, indicando que necesitaba más explicaciones.

—¿Puedo verle? —pregunté.

—¿Qué asunto le trae?

Desde una puerta que había a mi izquierda salió un hombre grandote, rubio, color fresa. Los músculos abultaban en su pecho debajo de una chaqueta color tostado. Quizás alguno de aquellos bultos fuese un arma. Yo llevaba la Luger de Axel en mi cinturón. Pensé en sacarla, y luego pensé en Feather.

Un momento de silencio acompañó todos aquellos pensamientos.

—Dígale que se trata de Axel Bowers —dije—. Me llamo Easy Rawlins, y busco a una persona llamada Cargill.

—Cargill, ¿qué Cargill? —preguntó la recepcionista.

—Éste no es el momento adecuado para afirmar su autoridad, Theresa —le dije.

La combinación de vocabulario, gramática e intimidad desconcertó a la mujer.

—¿Hay algún problema? —preguntó el ario.

—Conmigo no —le aseguré, mirándola a ella.

La mujer cogió el teléfono, apretó un botón, esperó un poco y luego dijo:

—Un hombre llamado Rawlins está aquí, es sobre Axel y alguien llamado Cargill —escuchó y luego levantó la vista y me dijo—: Por favor, tome asiento.

El chico grande vino y se quedó de pie junto a mi silla.

El corazón me latía desbocado. Mi mente se encontraba en una encrucijada de posibles caminos. Quería preguntarle a aquella mujer qué narices pensaba al preguntarme si era un chico de los recados cuando resultaba bastante obvio que no lo era. ¿Intentaba mostrarse desagradable conmigo o acaso el color de mi piel le obnubilaba la razón? Quería preguntarle al guardaespaldas si creía necesario permanecer de pie a mi lado como si yo fuese un prisionero o un criminal, cuando no había hecho absolutamente nada más que preguntar por su jefe. Quería chillar y sacar mi arma y empezar a disparar.

Pero lo único que hice fue quedarme allí sentado mirando al techo.

Pensaba en la capa de pintura que cubría el yeso. Significaba que hubo un momento en que un hombre vestido con un mono blanco se subió a una escalera en medio de aquella habitación con un rodillo, o quizás una brocha, por encima de su cabeza. Era otra habitación y sin embargo era la misma, en otro momento en el que no había tensión, sino sólo trabajo. Aquel hombre probablemente tuviese hijos que le esperaban en casa, decidí. Su trabajo duro se convertía en comida y ropas para ellos.

Aquel techo blanco me hacía feliz. Al cabo de un momento me olvidé del guardaespaldas y de la mujer que no me veía a mí de pie ante ella sino sólo al hombre que le habían enseñado a ver.

—¿Señor Rawlins? —dijo una voz de hombre.

Era alto, esbelto, muy erguido. El traje azul oscuro que llevaba habría servido como entrada para comprar mi coche. Su corbata roja era muy bonita, y el gris de sus sienes le podía recordar a cualquiera a su padre… hasta a mí.

—¿Señor Haffernon? —me incorporé.

El guardaespaldas se puso tenso.

—Eso es todo, Robert —dijo Haffernon, sin dignarse siquiera mirar a su esbirro.

Robert se alejó sin quejarse y desapareció tras la puerta que le había escupido antes.

—Sígame —dijo Haffernon.

Me condujo más allá del ascensor, a través de unas puertas dobles. Entramos en un amplio vestíbulo. Los suelos eran de fresno pulido y las puertas que había por el camino también. Cada una de aquellas puertas se abría a unas salas donde los auxiliares, hombres y mujeres, hablaban, escribían a máquina y a mano. Detrás de cada auxiliar había una puerta cerrada, detrás de la cual, imaginé, los abogados hablaban, escribían a máquina y a mano.

Al final del vestíbulo, pasamos a través de unas puertas amplias de cristal.

Haffernon tenía tres secretarias. Una era una cuarentona bastante pechugona con gafas de concha y un vestido suelto y con vuelos, que se acercó y leyó unos datos de una tablilla que llevaba.

—Los Clark han cambiado la cita para el viernes, señor. Él ha tenido un problema dental, una emergencia. Dice que tendrá que descansar hasta entonces.

—Bien —repuso Haffernon—. Llame a mi mujer y dígale que iré a la ópera al final.

—Sí, señor —dijo la mujer—. El señor Phillipo ha decidido salir del país. Su empresa lo arreglará.

—Bien, Dina. Que no me interrumpa nadie, excepto mi familia.

—Sí señor.

Ella abrió una puerta detrás de los tres escritorios y Haffernon entró. Al pasar capté la mirada de la secretaria y le dirigí una rápida inclinación de cabeza. Ella me sonrió y movió la cabeza a un lado, haciéndome saber así que la contracultura se había infiltrado en todos los poros de la ciudad.

Haffernon tenía un enorme escritorio bajo un ventanal, pero me llevó a una esquina donde había un sofá rosa con una butaca tapizada haciendo juego. Se sentó en la butaca y me señaló el sofá.

—¿Qué quiere usted de mí, señor Rawlins? —me preguntó.

Dudé, disfrutando del hecho de que tenía cogido a aquel hombre por las pelotas. Lo sabía porque le había dicho a Dina que no le molestaran por nada que no fuese la sangre de su sangre. Cuando los hombres blancos poderosos como aquél tienen tiempo para ti, es que está en juego algo gordo.

—¿Qué problema le planteó a usted Axel Bowers? —le pregunté.

—¿Quién es usted, señor Rawlins?

—Detective privado de Los Ángeles —dije, sintiendo que le estaba engañando, aunque sabía que no era así.

—¿Y qué tienen que ver mis… problemas privados, como los llama usted, con su cliente?

—No lo sé. Estoy buscando a Axel y apareció su nombre. ¿Ha visto usted al señor Bowers últimamente?

—¿Para quién trabaja?

—Es confidencial —dije, con la disculpa pintada en el rostro.

—¿Viene usted aquí, me pregunta por mis relaciones personales con el hijo de uno de mis mejores amigos y socio mío además, y se niega a decirme quién quiere saberlo?

—Estoy buscando a una mujer llamada Philomena Cargill —dije—. Es una mujer negra, amante del hijo de su amigo. Él ha desaparecido. Ella ha desaparecido. Me ha llamado la atención que usted y él estuviesen en negociaciones sobre algo que tenía que ver con su padre. He imaginado que si estaba por ahí solucionando ese problema, quizás usted supiera dónde estaba. Él, a su vez, podría saber algo de Philomena.

Haffernon se arrellanó en su butaca y cruzó las manos. Su mirada era algo digno de contemplar. Tenía los ojos muy azules y las cejas negras y arqueadas como aves de presa descendiendo.

Aquél era un hombre blanco al que temían otros hombres blancos. Era rico y poderoso. Estaba acostumbrado a salirse con la suya. Quizá si yo no estuviera luchando por la vida de mi hija habría notado el peso de aquella mirada. Pero tal y como estaban las cosas, me sentía a salvo de cualquier amenaza que supusiera aquel hombre. Mi mayor temor corría por las venas de una niña.

—No tiene ni idea de dónde se está metiendo —me dijo, creyendo que la mirada amenazadora había funcionado.

—¿Conoce usted a Philomena? —le pregunté.

—¿Qué información tiene sobre mí y Axel?

—Lo único que sé es que un hippie que conocí dijo que Axel había pasado un tiempo en El Cairo. Ese mismo hombre me contó que Axel le había preguntado a usted cosas sobre su padre y Egipto.

Su ojo derecho tembló. Estoy seguro de que muchos jueces del Tribunal Supremo no habrían tenido ese efecto en Leonard Haffernon. Yo mismo perdí el control y sonreí.

—¿Para quién trabaja, señor Rawlins? —me volvió a preguntar.

—¿Es usted coleccionista, señor Haffernon?

—¿Cómo?

—Ese hippie me dijo que Axel coleccionaba objetos nazis. Dagas, fotos. ¿Colecciona usted cosas de ésas?

Haffernon se puso de pie en ese momento.

—Por favor, váyase.

Yo también me puse de pie.

—Claro.

Me dirigí hacia la puerta no del todo seguro del motivo por el cual me mostraba tan duro con aquel poderoso hombre blanco. Le había lanzado el anzuelo por puro instinto. Me preguntaba si no habría sido un idiota.

Al salir de aquella oficina pedí a Dina un lápiz y un papel.

Escribí mi nombre y la dirección y teléfono de mi motel y se lo tendí. Ella me miró, sorprendida, con una sonrisa en los labios.

—Ojalá fuese para usted —le dije—. Pero désela a su jefe. Cuando se calme, quizá quiera hacerme una llamadita.