Capítulo 14

El piso de Philomena estaba en la calle Avery, en Post, en el distrito de Filmore, en el cuarto piso de un edificio de ladrillo que habían bautizado como El Santuario Opalino. Un letrero encima de la puerta principal decía que había apartamentos libres. No había ascensor, de modo que subí a pie hasta el cuarto piso y llamé a la puerta del apartamento 4 E, el número que me había dado Cynthia Aubec.

En el 4 E había un rótulo que rezaba apartamento en alquiler, en letras rojas estarcidas. Debajo habían garabateado: preguntar al conserje en el 12.

El conserje era un hombre de color marrón café con un pelo que parecía algodón teñido. Sonreía al abrir la puerta, y una nube de humo de marihuana le escoltaba.

—¿Sí, señor? —dijo, con una sonrisa traviesa—. ¿Qué se le ofrece?

—El apartamento cuatro E.

—Son cuarenta y cinco al mes, el gas y la electricidad aparte. Tiene que limpiarlo usted mismo, y son diez extra por los perros. Puede tener un gato gratis —sonrió de nuevo y no pude evitar imitarle.

—Creo que aquí vivía una chica que se llamaba Candy o Canela o algo así…

—Canela —dijo él, sonriendo todavía como un coyote—. Esa chica tenía un buen culo, sí, señor. Y por lo que he oído, sabía cómo sacarle partido.

—¿Se ha mudado?

—Más bien se ha largado —respondió—. Llegó el primero de mes y el alquiler no estaba en mi buzón. No volvió. No sé dónde está.

—¿Ha llamado a la policía?

—¿Está loco? ¿La poli? Sólo se llama a la policía si uno es blanco o está entre rejas.

Me gustaba aquel hombre.

—¿Lo puedo ver? —le pregunté.

Buscó algo arriba a la izquierda, junto a la puerta, y sacó una llave de latón unida a un cordón plano multicolor.

Cogí la llave y le sonreí en agradecimiento. Él me sonrió también como para decir: «De nada». La puerta se cerró y volví a subir las escaleras.

Philomena Cargill había dejado el apartamento totalmente amueblado, aunque yo estaba seguro de que el conserje lo había aligerado de dinero suelto, joyas y otros objetos de valor. La mayor parte de las posesiones que a mí me interesaban seguían allí todavía. Tenía una estantería llena de libros y papeles y una pila de The Wall Street Journal en el suelo, junto a la estufa de dos quemadores. Había una pequeña agenda clavada con chinchetas en la pared junto al teléfono, y un montón de facturas y correo en la mesa de la cocina.

Coloqué una silla junto a la mesa y miré por la ventana hacia la calle Post. San Francisco era una ciudad mucho mejor que Los Ángeles, allá por 1966. Tenía edificios grandes y gente que iba andando si podía y que hablaban los unos con los otros.

En la mesa había un oso de cerámica. Estaba medio lleno de miel cristalizada. Había quedado allí encima una taza de té. En ella seguían los restos resecos de un té de jazmín… nada parecido al olor que había quedado en el tocador de Axel.

También había dos libros muy gastados. La riqueza de las naciones y El capital. En la primera página de la obra de Marx, ella había escrito: «Marx parece estar en desacuerdo consigo mismo sobre el efecto que tiene el capitalismo en la naturaleza humana. Por una parte, dice que es la fuerza dialéctica de la historia la que forma el sistema económico, pero por otra, al parecer cree que ciertos seres humanos (los capitalistas) son malos por naturaleza. Pero si se ven impulsados por fuerzas empíricas, ¿no son inocentes acaso? ¿O, al menos, culpables por igual?». Me sentí impresionado por su argumentación. Yo había pensado cosas similares cuando leí acerca del capitalista, «el señor Ricachón» en la obra más importante de Marx.

Había una cama de pino y todos los platos, platillos y vasos eran de cristal rojo. El suelo estaba limpio y las ropas, al menos muchas de ellas, estaban colgadas todavía en el armario. Eso me preocupó. Era como si un día no hubiese vuelto a casa, no parecía un traslado.

La basura estaba vacía.

El armario de la cocina estaba lleno de condones y del mismo lubricante usado por Bowers.

Él había muerto al instante, entre el momento de encender un cigarrillo y la primera calada. Ella, al parecer, había desaparecido de la misma manera.

Decidí registrar todo el apartamento de arriba abajo. El conserje, supuse, seguiría allá abajo con su porro: no tenía que preocuparme, no me molestaría.

Cuanto más exploraba más temía por la seguridad de aquella mujer joven e inteligente. Encontré un cajón con maquillaje y jabones. Tenía docenas de medias y sujetadores en el cajón de la ropa interior. Había también costureros y plumas baratas, compresas higiénicas, gafas de sol… todo lo había dejado.

Afortunadamente, ningún elefante de latón me sonreía en el armario, no había ningún baúl lleno de pornografía ni guarnición bélica.

Al cabo de una hora, estaba convencido de que Philomena Cargill había muerto. Sólo entonces empecé a hurgar entre su correo. Había facturas de varias tiendas de ropa y de muebles, y un extracto bancario en el que decía que tenía doscientos noventa y seis dólares y cuarenta y dos céntimos en una cuenta a su nombre.

Y también una tarjeta postal con la foto de una mujer negra sonriente. Conocía a aquella mujer, Lena Macalister. Estaba de pie delante del Rosa de Texas, un restaurante ya cerrado que estuvo de moda en Los Ángeles en los cuarenta y cincuenta.

Querida Phil,

Tu vida parece muy emocionante. Nuevo hombre. Nuevo trabajo. Y quizás algo más que toda mujer que es verdaderamente mujer desea. Mis esperanzas y plegarias están contigo, querida. Dios sabe que ambas nos merecemos un cambio de aires.

Tommy ha tenido que irse. Estaba muy bien desde las nueve hasta que salía el sol. Pero cuando salía el sol, no era capaz de hacer otra cosa que dormir. Y como ya sabes, no tengo por qué aguantar a ningún hombre que viva de mi dinero. Pero no te preocupes por mí. Sigue con lo tuyo, que vas bien.

Con cariño, L

Ciertamente, era una postal muy cariñosa. Me dio una idea. Examiné las facturas del teléfono de Philomena y busqué todos los números de teléfono con el código de área 213.

Encontré tres. El primero estaba desconectado.

Al segundo respondió una mujer.

—Residencia Westerly —dijo—. ¿En qué puedo servirle?

—Hola —dije, buscando inspiración—. Llamo en nombre de Philomena Cargill. Ha sufrido un ataque de apendicitis repentino…

—Vaya, qué pena —dijo la telefonista.

—Sí. Sí, pero llegamos a tiempo. Soy enfermero aquí y el médico me ha dicho que llame porque se suponía que la señorita Cargill tenía que visitar a su tía en Westerly, pero ahora, ya ve…

—Claro, claro. ¿Cuál es el nombre de la tía de la señorita?

—Sólo sé su nombre —dije—. Philomena Cargill.

—Pues no hay ninguna Cargill aquí, señor…

—Avery —dije.

—Bien, señor Avery, no hay ninguna Cargill aquí, y no soy consciente de que venga a visitarnos ninguna Philomena Cargill. Ya sabe usted que nosotros tenemos una clientela muy selecta.

—Quizá sea pariente de su esposo —aventuré—, el señor Axel Bowers.

—No, no. Tampoco tenemos ninguna Bowers. ¿Está seguro de que llama al lugar correcto?

—Eso pensaba —dije—. Pero volveré a consultar con el doctor. Gracias, me ha ayudado usted mucho.

—¿Síiii…? —respondió la voz masculina del último número, arrastrando la vocal.

—Philomena, por favor —dije con un tono seguro y firme.

—¿Quién es? —preguntó la voz, ya nada juguetona.

—Miller. Miller Jones. Soy empleado de Bowers y quiere que me ponga el contacto con Canela. Me ha dado este número.

—No le conozco —dijo la voz—. Y aunque le conociera, hace meses que no veo a Philomena. Está en Berkeley.

—Estaba —corregí—. ¿Con quién hablo, por favor?

El clic del teléfono en mi oído me obligó a hacer una mueca. Tenía que haber pensado otra historia. Quizá tenía que haber dicho que había encontrado algún objeto en su apartamento.

Me senté en la silla de la cocina de la estudiante universitaria y miré hacia la calle. Aquel trabajo era muy feo, y probablemente las cosas se iban a poner más feas aún. Pero ya me parecía bien: yo tenía una sensación fea también, fea, como una llaga en la frente de un hombre muerto.

Salí del apartamento llevándome los dos libros que ella leía y la postal de Lena. Los metí en mi Ford alquilado y luego volví a devolver la llave. Di unos golpecitos, luego otros más, llamé al conserje y al final me rendí. O bien estaba inconsciente u ocupado en otros asuntos o había salido. De cualquier modo, metí la llave por debajo de la puerta envuelta en un billete de dos dólares.