Capítulo 13

El Haight, como lo llamaban, hervía de vida hippie. Pero no era como Derby. La mayoría de la gente de aquella manzana de Berkeley todavía tenía un pie en la vida real, un trabajo o la universidad. Pero la mayoría de la gente de Haight ya había salido por completo de los límites. Había más suciedad allí, pero no era eso lo que hacía las cosas diferentes. Allí se podían distinguir varios tipos de hippies. Estaban los «limpitos», que se lavaban el pelo y se planchaban los vestidos hippies. Estaban los barbudos y sucios montados en motos Harley-Davidson. Estaban los drogadictos, los violentos. Estaban los pilluelos jóvenes (muy jóvenes) que habían llegado allí para adherirse a la filosofía del amor libre. Colores vivos y mucho pelo es lo que recuerdo, por encima de todo.

Un joven que llevaba sólo un taparrabos se colocó en medio de un cruce de calles con un letrero en el que ponía: Acabad con la guerra. Nadie le prestaba demasiada atención. Los coches le sorteaban.

—Eh, míster, ¿tiene algo de suelto? —me preguntó una jovencita encantadora con el pelo negro como ala de cuervo. Llevaba un vestido morado que apenas le llegaba a los muslos.

—Lo siento —dije—. Voy mal de pasta.

—Vale, hombre —replicó ella y siguió andando.

En las paredes había pegados carteles psicodélicos de conciertos. Aquí y allá, aguerridos grupitos de turistas pasaban y se maravillaban ante la contracultura que estaban descubriendo.

Me recordaba un día que estalló un proyectil de mortero en la tienda de munición de nuestro campamento base, en el norte de Italia, sin ningún motivo aparente. No murió nadie, pero la conmoción sacudió a toda la compañía. De repente nos olvidamos de todo lo que estábamos haciendo o pensando, de todo lo que había pasado. Un hombre empezó a reírse incontroladamente, otro fue a la cantina y escribió una carta a su madre. Entonces me fijé en cosas que nunca antes había visto; por ejemplo, el letrero pintado a mano encima de la enfermería donde ponía «hospital», todo en mayúsculas excepto la «t». Esa única letra estaba en caja baja. Yo había visto aquel letrero miles de veces, pero sólo después de la explosión lo miré de verdad.

El Haight era otro tipo de explosión, un brote asombroso de intuición que desmontaba todas las ideas que tenías sobre lo que debía ser la vida. En otras circunstancias me habría quedado un poco por allí y hablado con la gente, intentando averiguar cómo habían llegado hasta ese lugar.

Pero no tenía tiempo de vagabundear y explorar.

La operadora de información me había dado la dirección del Centro Popular de Ayuda Legal. En tiempos había sido una tienda con sus escaparates, donde una familia llamada Gnocci vendía verduras frescas. Ni siquiera había puerta, sólo una cortina de lona gruesa que el tendero levantaba cuando abría el negocio.

La tienda estaba abierta, y había tres escritorios instalados en el hueco. Dos mujeres muy profesionales y un hombre estaban allí sentados hablando con sus clientes. El hombre, que era blanco y tenía el pelo corto, llevaba un traje oscuro con camisa blanca y una corbata azul pizarra. Hablaba con una mamá hippie gorda que llevaba un bebé en brazos, y un niño y una niña pequeños agarrados al borde de su vestido con motivos indios.

—Me quieren desahuciar —decía la mujer con un acento texano que yo conocía y temía—. ¿Qué quieren que haga con los niños? ¿Vivir en la calle?

—¿Cuál es el nombre del propietario, señorita Braxton? —le preguntó el abogado.

—Mierda —dijo ella, y la niña soltó una risita.

En aquel momento el niño decidió correr hacia la acera y dirigirse a la calle.

—¡Aldous! —chilló la mamá hippie, intentando coger al niño infructuosamente.

Yo me agaché con un acto reflejo y cogí al niño en brazos como había hecho cientos de veces con Feather cuando era pequeña y con Jesús antes de ella.

—Gracias, señor. Gracias —dijo la madre. Había levantado su cuerpo abultado de la silla plegable del abogado y ahora me cogía al niño sonriente de los brazos. Vi en el rostro del niño que no era lo que otros texanos llamarían un niño blanco.

La mujer me sonrió y me dio unas palmaditas en el brazo.

—Gracias —me volvió a decir.

Su forma de mirarme a los ojos con profunda gratitud iba a ser el momento definitorio de mi experiencia hippie. Su mirada no demostraba ningún miedo, ni condescendencia, aunque su acento denotaba que tenía que haberse educado entre gente que se separaba voluntariamente de la mía. Ella no quiso darme una propina; simplemente, quiso tocarme.

Si hubiese sido veinte años más joven me habría hecho hippie también.

—¿En qué puedo ayudarle? —me preguntó una voz de mujer.

Era bajita y esbelta, pero había algo en ella que recordaba a una valquiria teutona, porque la mujer tenía la figura de una diosa noruega de la fertilidad. Sus ojos eran de un azul intenso, y aunque el rostro no resultaba particularmente atractivo, parecía un ser de otro mundo. En lo que respectaba a la ropa, iba vestida de forma conservadora, con un vestido color arándano que le llegaba bien por debajo de las rodillas y una chaqueta de lana color crema por encima. Llevaba también un hilo de plata en torno al cuello, del cual colgaba una perla alargada con un tono nacarado y oscuro. Sus gafas eran de montura blanca.

En conjunto, era como una Poindexter con el tipo de una Jayne Mansfield.

—Hola. Me llamo Ezekiel P. Rawlins. —Le tendí la mano.

Una sonrisa amplia se dibujó en su rostro serio, pero de algún modo, el regocijo no llegó a sus ojos. Me estrechó la mano.

—¿Y en qué puedo ayudarle?

—Soy detective privado, de Los Ángeles. Me han contratado para encontrar a una mujer que se llama Philomena Cargill… Su familia.

—Canela —dijo la mujer, sin dudar—. La amiga de Axel.

—¿Axel Bowers?

—Sí. Es mi socio aquí.

Miró al local en torno. Yo también lo hice.

—No parece un negocio muy lucrativo —especulé.

La mujer se echó a reír. Era una risa sincera.

—Eso depende de lo que vea como provecho, señor Rawlins. Axel y yo estamos comprometidos en ayudar a los pobres de esta sociedad a recibir un trato justo por parte del sistema legal.

—¿Ambos son abogados?

—Sí —replicó ella—. Yo me licencié en UCLA, y Axel al otro lado de la bahía, en Berkeley Trabajé para el gobierno durante un tiempo, pero no me gustaba el asunto. Cuando Axel me pidió que me uniese a él, aproveché la oportunidad.

—¿Cómo se llama? —le pregunté.

—Ah, perdone, soy una maleducada. Mi nombre es Cynthia Aubec.

—¿Francesa?

—Nací en Canadá. En Montreal.

—¿Ha visto a su socio últimamente? —le pregunté.

—Venga conmigo —replicó ella.

Se volvió y pasó al otro lado de una cortina de lona que hacía de puerta, hacia la trastienda del antiguo colmado.

Allí había dos escritorios, en los extremos opuestos de la larga habitación en la cual entramos. Estaba oscuro y los suelos tenían serrín, como si todavía fuese una tienda de verduras.

—Dejamos el serrín como estaba porque en el garaje que hay en la puerta de al lado a veces usan demasiada agua, y se filtra por debajo de la pared hacia nuestro suelo —dijo ella, al notar mi inspección.

—Ya lo veo.

—Tome asiento.

Encendió una lámpara de escritorio y yo me alejé del mundo hippie de la calle Haight. No estaba en la América moderna, en absoluto. Cynthia Aubec, que era franco-canadiense, pero que no tenía acento, vivía en una época anterior a mi siglo, pisando serrín y trabajando para los pobres.

—No he visto a Axel desde hace una semana —dijo, mirándome directamente a los ojos.

—¿Y dónde está?

—Dijo que se iba a Argelia, pero nunca se sabe.

—¿Argelia? He conocido a un tipo que me ha dicho que Axel ha estado en todo el mundo: Egipto, París, Berlín… y ahora usted me dice que está en Argelia. Tiene que tener mucho dinero…

—La familia de Axel financia esta oficina. Son bastante ricos. En realidad, los padres murieron. Ahora supongo que es el dinero de Axel el que financia nuestra empresa. Pero fue su padre quien nos inició.

Ella todavía me miraba. Con aquella luz, era más Mansfield que Poindexter.

—¿Y sabe cuándo podría volver?

—No. ¿Por qué? Pensaba que estaba buscando usted a Canela.

—Bueno… he oído decir que Philomena y Axel estaban relacionados. De hecho, por eso estoy aquí.

—No lo comprendo —dijo ella, con una sonrisa que estaba muy lejos de Axel y de Philomena.

—Los padres de Philomena son racistas —expliqué—, no son como usted y yo. No creen que blancos y negros deban mezclarse. Bueno… le dijeron a Philomena que estaba expulsada de la familia a causa de la relación que tenía con su socio, pero ahora que ella lleva más de dos meses sin llamar, se lo han pensado mejor. Ella no les habla, y por eso me han contratado para que venga a convencerla.

—¿Es usted detective privado de verdad? —me preguntó ella, alzando una ceja.

Saqué mi cartera y le tendí la licencia. No se la había enseñado a Lee por puro resentimiento. Sólo le echó un vistazo pero vi que se detenía lo suficiente para leer el nombre e identificar la foto.

—¿Por qué no va sencillamente al apartamento de Canela? —sugirió Cynthia.

—Me han dicho que vivía con Axel en Derby. He ido allí, pero no había nadie.

—Tengo su dirección —me dijo Cynthia. Y luego dudó—: No me estará mintiendo, ¿verdad?

—¿Por qué iba a mentirle?

—No lo sé.

Su sonrisa era sugerente, pero sus ojos no habían decidido todavía la naturaleza de la proposición.

—No, señora —dije—. Sólo tengo que encontrar a Philomena y decirle que sus padres están deseosos de aceptarla tal y como es.

Cynthia sacó una hoja de papel y garabateó una dirección con unas letras muy grandes, ocupando casi la página entera.

—Ésta es su dirección —dijo, tendiéndome la hoja—. Yo vivo en Daly City. ¿Conoce la zona de la bahía, señor Rawlins?

—No muy bien.

—Le apuntaré mi número detrás. Quizá si está libre para la cena podría hacerle de cicerone. Bueno… mientras esté en la ciudad.

Sí, señor. Veinte años más joven, y me habría dejado crecer el pelo hasta las rodillas.