Capítulo 12

Yo ya había visto una buena cantidad de cadáveres. Muchos de ellos habían muerto en circunstancias violentas. Pero nunca había visto nada parecido a Axel Bowers. Su asesino había tratado el cuerpo, sencillamente, como una cosa que hay que ocultar, no como un ser humano, en absoluto. Los huesos estaban rotos, y la frente aplastada por el baúl que se había colocado encima.

El hedor era espantoso. Pronto los vecinos empezarían a detectarlo. Me preguntaba si la persona que había registrado el baúl habría encontrado también a Axel. Pero no tenía por qué ser así. Si fue unos días atrás, es posible que no oliera todavía, y por tanto no había motivo alguno para sospechar que había un compartimento secreto.

La visión era horripilante. Pero aun así, en presencia de aquella espantosa violencia y aquella voluntad maligna, pensé en Feather echada en la cama. Quise huir de allí corriendo lo más rápido que pudiera. Pero, por el contrario, hice un esfuerzo por quedarme, esperar y pensar en cómo podía ayudarla aquel espanto.

El cuchillo no valía nada, y no creía tener el tipo de contactos necesarios para vender la firma de Hitler. Además, podía tratarse perfectamente de una falsificación.

Consideré la posibilidad de llevarme un par de los cuadros de Klee de la casa, pero la verdad era que no sabía dónde venderlos tampoco. Y si me pillaban intentando vender cuadros robados, acabaría en la cárcel antes de obtener el dinero que necesitaba.

Durante un rato pensé en quemar todo el ashram. Quería librarme de las pruebas del crimen para no verme implicado por Perro Soñador o cualquier otro hippie de los alrededores.

Incluso llegué a sacar una lata de gasolina del garaje. También cogí unas velitas de la casa para usarlas como mecha lenta. Pero luego decidí que el fuego atraería la atención hacia el crimen, en lugar de desviarla. ¿Y si se extendían las llamas y mataban a alguien del vecindario?

El hedor hacía que me llorasen los ojos y sentía náuseas. Había limpiado bien todos los lugares que había tocado en el ashram y en la casa. Perro Soñador se lo pensaría dos veces antes de informar acerca del allanamiento de la casa de Axel. Además, ni siquiera sabía mi nombre.

En un momento dado me di cuenta de que me resultaba duro irme. Una parte de mí quería ayudar a Axel a encontrar algo de paz. La humillación de su confinamiento me ponía muy nervioso. Quizá fuese el recuerdo del chico alemán al que maté, o la fragilidad de la vida de mi hija adoptiva. Quizá fuese algo más profundo que me habían instilado cuando era niño, entre la gente supersticiosa de Louisiana.

Finalmente, decidí que lo único que podía hacer por Axel era hacerle una promesa.

—No puedo ofrecerle un entierro decente, señor Bowers —dije—. Pero juro que averiguaré quién le hizo esto, y haré todo lo posible para asegurarme de que pague por su crimen. Descanse en paz, y repose en la fe con la que vivió.

Una vez pronunciadas aquellas palabras, cerré el baúl y me alejé del hogar del hombre blanco, más feliz de ser un pobre negro en América de lo que había sido Axel Bowers con toda su piel blanca y su riqueza.

Bajé por Telegraph hacia Oakland y la parte negra de la ciudad. Allí encontré un motel llamado Sleepy Time Inn. Estaba ubicado en una colina con las pequeñas habitaciones de estuco escalonadas como si fuesen los peldaños que condujesen a algún gigante hacia el cielo.

Melba, la conserje nocturna, me dio la habitación de arriba por dieciocho dólares en metálico. No aceptaban tarjetas de crédito en el Sleepy Time. Cuando miré el dinero en efectivo recordé la aguja que llevaba Bonnie en el bolso. Durante un momento no fui capaz de oír lo que me decía Melba. Veía moverse su boca. Era una mujer bajita, con la piel realmente negra. Pero sus rasgos eran más caucásicos que negroides. Labios finos, ojos redondos, pelo planchado y nariz recta.

—… fiestas en las habitaciones —estaba diciendo.

—¿Cómo?

—Que no queremos juergas ni fiestas en la habitaciones —repitió—. Puede traer a algún invitado, pero estas habitaciones son residenciales. No queremos multitudes ruidosas.

—Sólo el ruido que yo haga roncando —aseguré.

Ella sonrió, indicando así que me creía. Aquel sencillo gesto casi me puso al borde de las lágrimas.

El televisor tenía una ranura para las monedas. Costaba un cuarto de dólar por hora. Si Feather hubiese estado allí, me habría ido pidiendo monedas para ver sus series y habría cogido refrescos de la máquina de abajo. Metí una moneda y cambié de canal hasta que encontré Gigantor, sus dibujos animados favoritos de la tarde. Si ponía los dibujos era un poco como si ella estuviese allí conmigo.

Aquello me calmó lo suficiente como para pensar en el lío en el que me había metido.

El hombre al que buscaba Robert E. Lee había sido asesinado. Las iniciales del maletín vacío de su habitación podían pertenecer a él o a alguien relacionado con él. Pero quizás hubiese cambiado de maletín después de sacar los documentos de aquel que había robado.

En otro momento quizás hubiese cogido los mil quinientos y hubiese corrido a casa con Bonnie. Pero yo ya no podía volver a casa, y aunque lo hiciese, Feather necesitaba cerca de treinta y cinco mil dólares, y no mil quinientos.

No podía llamar a Lee. A lo mejor me sacaba del caso si sabía que Axel estaba muerto. Y luego estaba Canela, Philomena, a quien debía encontrar. Quizás ella supiera dónde estaban los documentos. Tenía que encontrar aquellos documentos porque diez mil dólares eran un buen pellizco.

Hojeé la agenda de teléfonos de Axel. No reconocí ningún nombre. Luego leí la carta mecanografiada bajo el encabezamiento de Haffernon, Schmidt, Tourneau y Bowers, una empresa de abogados de San Francisco.

Querido Axel:

He leído tu carta del 12 de febrero y debo decir que la encuentro intrigante. Por lo que yo sé, tu padre no tenía ningún negocio en El Cairo durante el período que tú indicas, y esta firma desde luego no lo tenía. Por supuesto, no estoy al tanto de todos los negocios personales de tu padre. Cada uno de los socios tiene su propia cartera desde antes de la formación de nuestro grupo de inversión. Pero debo decir que tus miedos parecen exagerados, y aunque no lo fuesen, Arthur está muerto. ¿Cómo puede tener algún resultado positivo una investigación semejante? Sólo tu familia, al parecer, tendrá que pagar algún precio.

En cualquier caso, no tengo ninguna información que darte respecto al asunto del maletín que sacaste de la caja de seguridad. Llámame si tienes alguna otra pregunta, y por favor, piensa lo que haces antes de meterte en algún lío.

Tuyo affmo,

Leonard Haffernon.

Algo había ocurrido con el padre de Axel, algo que podía causar todavía dolor al hijo y quizás a otros. Quizás Haffernon supiera algo de ello. Quizás hubiese matado a Axel por ese motivo.

Lee me había dicho que Axel había robado un maletín, pero esa carta indicaba que lo había recibido legalmente. Podía tratarse de otro caso…

La carta escrita a mano tenía un aire totalmente distinto. No había encabezamiento.

Realmente, Axel, no veo motivo alguno para que sigas investigando por ahí. Tu padre ha muerto. Cualquier persona que tuviese algo que ver con ese asunto o bien ha muerto o bien es tan vieja que realmente ya no importa. No puedes juzgarles. No sabes cómo eran las cosas por entonces. Piensa en tu despacho legal en San Francisco. Piensa en todas las cosas buenas que has hecho, y que podrás hacer en el futuro. No lo tires todo por la borda simplemente por algo que ya está muerto y enterrado. Piensa en tu generación. Te lo ruego. Por favor, no saques esos asuntos tan sucios a la luz.

N.

Quienquiera que fuese «N», tenía algo que ocultar. Y ese algo estaba a punto de ser expuesto al mundo por Axel Bowers.

Si hubiese tenido una sensación positiva con Bobby Lee, yo le habría llevado las cartas y adiós muy buenas. Pero no nos gustábamos el uno al otro, y yo no estaba seguro de que él no decidiese coger lo que yo le entregaba, sin más, y dejarme sin mi pago. Mi segunda opción era contárselo a Saúl, pero él entonces se habría sentido dividido entre su lealtad hacia mí y hacia el aficionado a la guerra civil. No. Yo tenía que seguir solo en aquello durante un tiempo más.

Aquella misma noche pedí a la operadora que hiciese una llamada a cobro revertido a una central de Webster en Los Ángeles Oeste.

—¿Diga? —respondió Bonnie.

—Llamada a cobro revertido de parte de Easy —dijo la operadora rápidamente, como si temiese que yo pudiese pasar un mensaje antes que ella y colgar.

—Acepto, operadora. ¿Easy?

Intenté hablar, pero no podía sacar el aire de mis pulmones.

—¿Easy, eres tú?

—Sí —dije, sólo un susurro.

—¿Qué pasa?

—Estoy cansado —dije—. Sólo eso. ¿Qué tal está Feather?

—Se ha sentado un rato y ha estado viendo Gigantor esta tarde —dijo Bonnie, esperanzada, con la voz llena de amor—. Ha intentado permanecer despierta hasta que llamases.

Tuve que ejercer un autocontrol extraordinario para no golpear la pared con el puño.

—¿Has conseguido el trabajo? —me preguntó.

—Sí, sí. Todo va bien. Hay algunos problemillas, pero creo que podré solucionarlos si lo intento.

—Me alegro mucho —dijo ella. Parecía que realmente lo pensaba—. Cuando fuiste a verte con Raymond tenía miedo de que hicieses algo que luego pudieras lamentar.

Me eché a reír. Lamentaba muchas cosas.

—¿Qué ocurre, Easy?

No podía contárselo. Toda mi vida había pasado de puntillas en torno a las dificultades, porque sabía que mi mejor defensa era mantenerme tranquilo. Necesitaba que Bonnie salvase a mi pequeña. Nada podía interponerse en el camino de aquel hecho. Tenía que adoptar un comportamiento civilizado. Tenía que mantenerla de mi lado.

—Estoy muy cansado, cariño —dije—. Este caso va a ser un poco tocapelotas. No hay nadie en quien pueda confiar por aquí.

—Puedes confiar en mí, Easy.

—Ya lo sé, cariño —mentí—. Ya lo sé. ¿Está despierta todavía Feather?

—¿Tú qué crees? —exclamó Bonnie.

Había instalado un cable largo en el teléfono para que el receptor pudiese alcanzar la habitación de Feather. Oí el sonido de pasos de Bonnie dirigiéndose hacia las habitaciones y luego su voz que hablaba suavemente con Feather.

—¿Papá? —susurró al otro lado de la línea.

—Hola, peque. ¿Qué tal va eso?

—Bien. ¿Cuándo vuelves a casa, papi?

—Mañana, cariño. Pero no sé cuándo. Igual antes de que te vayas a dormir.

—Soñaba que te estaba buscando, papá, pero tú te habías ido y Jesús también. Estaba sola en una casita muy pequeña y no había ni tele ni teléfono ni nada.

—Era sólo un sueño, cariño. Un sueño nada más. Tienes una casa muy grande y mucha gente que te quiere. Te quiero —tuve que repetir las palabras dos veces.

—Ya lo sé —dijo ella—. Pero el sueño ese me ha asustado, y pensaba que a lo mejor te habías ido de verdad.

—Estoy aquí, cielo. Vuelvo a casa mañana. Te lo aseguro.

El teléfono hizo un ruido raro y Bonnie se puso otra vez.

—Está muy cansada, Easy. Casi se ha dormido ya, una vez que ha hablado contigo.

—Será mejor que me despida —dije yo.

—¿Quieres hablar del trabajo? —me preguntó Bonnie.

—Estoy derrotado. Mejor me voy a la cama —dije.

Antes de apartar el receptor de mi oído, oí que Bonnie exclamaba: «Oh…».