Cuando volvimos a la acera, noté como si me hubiesen quitado un peso de encima. Había algo en la casa, como si estuviese congelada en una foto instantánea, que me hacía pensar que allí había ocurrido algo súbito y violento.
—¿Pasabas mucho tiempo con Bowers? —le pregunté al hippie.
—Daba unas cenas tremendas y tu prima también estaba y algunos otros tíos de por ahí, de Frisco. Axel compraba un vino muy bueno, en botellas grandes, y pagaba a Hannah's Kitchen para que prepararan festines vegetarianos.
Perro Soñador también debía de tener unos treinta años, pero parecía más viejo a causa del pelo de la barba y la piel desgastada por muchos días y noches a la intemperie.
Yo fumaba Parliaments por aquel entonces. Le ofrecí uno y lo cogió. Encendí los dos cigarrillos y nos quedamos allí de pie en Derby rodeados por todo tipo de hippies y música y coches multicolores.
—Tomábamos muchos tripis —dijo Perro Soñador.
—¿Qué es eso?
—Ácido en gotas.
—Pero ¿qué tipo de ácido?
—LSD. ¿De dónde sales tú? Ácido. Tripis.
—Ah —exclamé—. O sea que tomabais drogas juntos.
—No, drogas no, tío —dijo Perro Soñador con desdén—. Ácido. Las drogas te cierran la mente. Te dan sueño. El ácido te abre los chakras. Deja que entre Dios… o el diablo.
Yo no sabía gran cosa de psicodelia, por aquel entonces. Había oído hablar de las Fiestas de Ácido que hacían en determinados clubes en el Sunset Strip, pero ese rollo no iba conmigo. Yo ya conocía demasiados adictos a la heroína, gente que aspiraba pegamento y fumetas. Aquello, en cambio, parecía distinto.
—¿Y qué ocurría cuando tomabais uno de esos trepis? —pregunté.
—Tripis —me corrigió.
—Vale. ¿Qué ocurría?
—Una vez fue muy extraño. Él puso un álbum de Yusef Lateef, Rites of Spring, pero en plan jazz. Y luego estaba esa chica, que se llamaba Polly o Molly… algo así. Los tres hicimos el amor y nos comimos unas magdalenas que vendía por las casas. Recuerdo que hubo un momento en que Axel y yo le chupábamos un pezón cada uno y yo me sentía como si fuese un bebé, y ella era grande como la luna. Yo me eché a reír y quería irme pero tenía que ir a gatas porque era un bebé y todavía no sabía andar.
Perro Soñador recordaba las alucinaciones. Su mueca desdentada era beatífica.
—¿Y qué hizo Axel? —le pregunté.
—Entonces empezó su mal viaje —dijo Perro Soñador. Su sonrisa se desvaneció—. Se acordó de algo de su padre y se puso fatal. Estaban su padre y dos amigos de su padre. Les llamaba buitres, que se alimentaban de carroña. Corría por el ashram con un palo. Me rompió estos dientes. —Perro Soñador encogió el labio y señaló el hueco.
—Pero ¿por qué se puso tan mal? —le pregunté.
—Siempre es por algo que tienes dentro —explicó el hippie—. O sea, que siempre está ahí, aunque tú nunca lo mires, o quizá con el tripi ves lo que siempre habías sabido de una manera distinta.
»Cuando me pegó, Polly le echó los brazos y le besó la cabeza. Ella le empezó a decir que las cosas iban a ir bien, que podía apartar a los buitres y enterrar a los muertos…
—¿Y él se calmó?
—Hizo una regresión, tío. Todo el camino de vuelta al feto en el útero. Hizo todo el viaje, como si volviera a nacer. Salió y empezó a llorar y yo y Polly lo cogimos. Pero entonces ella y yo empezamos a tocarnos y antes de que te dieras cuenta ya estábamos otra vez haciendo el amor. Y entonces Axel se quedó sentado sonriendo. Nos dijo que se le había ocurrido un plan.
—¿Qué plan?
—No lo explicó —Perro Soñador meneó la cabeza y sonrió—. Pero estaba feliz, y todos nos fuimos a dormir. Dormimos veinticuatro horas, y cuando me desperté, Axel estaba tranquilo y seguro. Fue entonces cuando empezó a viajar y todo el rollo.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —le pregunté.
—Un año quizás. Un poco más.
—¿Más o menos cuando murió su padre? —inquirí.
—Ahora que lo dices… sí. Su padre murió dos semanas antes… por eso nos tomamos los tripis.
—¿Y dónde está esa tal Polly o Molly?
—¿Ella? Y yo qué sé, tío. Iba por las casas vendiendo brownies. Axel y yo estábamos a punto de comernos los tripis y le preguntamos si quería también. Axel le dijo que si lo hacía, le compraba todas los brownies.
—Pero pensaba que decías que estabais en ese otro lugar, ¿cómo has dicho? ¿Asham?
—El ashram —dijo Perro Soñador—. Es el templo de plegarias que construyó Axel allá detrás de los árboles, en su patio trasero. Es su lugar sagrado.
—¿Dónde vives? —le pregunté a Perro Soñador.
—En esta manzana, sobre todo.
—¿En qué casa?
—Bueno, hay cinco o seis que me dejan dormir de vez en cuando. Ya sabes, depende de cómo vaya el rollo y si llevo el dinero suficiente para la sopa.
—Si quiero encontrarte, ¿hay alguien por aquí que sepa dónde puedo ponerme en contacto contigo?
—Sadie, ahí en la casa morada, al final de la manzana. Llaman a ese sitio la Playa de Derby por la calle y porque mucha gente acaba recalando ahí. Ella normalmente sabe dónde estoy. Sí, Sadie.
La mirada de Perro Soñador vagó por la calle, y acabó prendida en una joven que llevaba un vestido rojo cruzado y un pañuelo color morado. Iba descalza.
—¡Eh, Ruby! —la llamó Perro Soñador—. Espera.
La chica sonrió y le saludó con la mano.
—Una cosa más —dije, antes de que él se alejase.
—¿Qué quieres, Dupree?
—¿Sabes dónde está el despacho de Axel en San Francisco?
—En el Centro Popular de Ayuda Legal. Baja por ahí hasta Haight-Ashbury y luego pregunta a cualquiera.
Le tendí a Perro Soñador un billete de veinte dólares y la mano. Él sonrió y me dio un oloroso abrazo. Luego corrió a unirse a Ruby, la del vestido rojo.
La idea del karma todavía me bailaba por la cabeza. Pensaba que quizá si era amable con Perro Soñador, alguien, en algún lugar, sería amable con mi niña.
Di la vuelta alrededor de la manzana cuando Perro Soñador se hubo ido. No quería que ni él ni nadie más me vieran investigar el ashram, de modo que me metí por uno de los caminitos de los vecinos y me dirigí hacia el patio trasero de Axel Bowers.
Era un pabellón de jardín que se alzaba entre dos sauces llorones. Casi no se veía hasta que tropezabas con el edificio, porque las paredes y las puertas estaban pintadas de verde como las hojas y el césped.
La puerta estaba abierta.
El lugar sagrado de Axel era una sola habitación con los suelos de pino desnudo y sin barnizar, y un hueco en una de las paredes donde se encontraba un enorme elefante de latón con seis brazos. De la barba le sobresalían muchísimos palitos de incienso a medio quemar. Su aroma dulzón llenaba la habitación, pero, aun así, apestaba.
Una alfombrilla de bambú de metro y medio en cuadro marcaba el centro exacto del suelo; aparte de eso, no había ningún mueble.
Todos los olores, tanto los buenos como los malos, emanaban del elefante de latón. Medía metro y medio de alto, y lo mismo de ancho. A sus pies se encontraba un baúl de viaje con los adhesivos de muchos países pegados.
Alguien había abierto ya el cerrojo y lo único que tuve que hacer fue abrir la tapa. A causa del espantoso hedor que se escondía debajo del dulzón olor a incienso, había pensado que encontraría un cuerpo en el baúl. Era demasiado pequeño para contener un ser humano, pero quizá, pensé, hubiese algún animal sacrificado en el ashram sagrado.
Y si no era ningún cadáver de animal, pensaba que encontraría quizás algún otro objeto artístico, como las piezas que decoraban la casa.
Lo último que esperaba encontrar era un montón de recuerdos nazis.
Y no sólo las típicas baratijas de cuadros de Adolf Hitler y banderas nazis. Había una daga con una esvástica de granates incrustada en la empuñadura, y un ejemplar encuadernado en piel del Mein Kampf, firmado por el propio Hitler en persona. El contenido del baúl estaba todo revuelto, cosa que abonaba la teoría de que alguien ya lo había registrado. Bobby Lee decía que había enviado a alguna gente a buscar a Philomena… quizás aquello fuese obra de los suyos.
Había un par de guantes de motorista en el baúl. Agradecí la previsión y me los puse. Me había asegurado de tocar las menos superficies posibles en la casa, pero era mucho mejor ir con guantes.
Había una caja con una baraja de cartas que en lugar de las figuras del póquer mostraba fotos de un hombre a quien no reconocí posando con Mussolini, Hitler, Goering y Hess. Por un momento pensé en el chico que maté en Alemania después de que asesinaran a los americanos blancos que se habían burlado de mí. También recordé el campo de concentración que liberamos y los cuerpos esqueléticos y hambrientos de los escasos supervivientes.
Había un puñado de cartas escritas en alemán, dirigidas a un hombre llamado J. Ponzell. Me las guardé en el bolsillo.
El olor pútrido era mucho peor en el interior del baúl, pero no había ni rastro de nada, ni siquiera de una rata muerta. Había un uniforme nazi de capitán y varias armas, incluyendo una Luger bien aceitada con tres recambios de munición. También encontré, escondidas debajo de un paquete que parecía contener jabón, un grueso fajo de postales pornográficas caseras. Eran fotos del mismo hombre robusto que posaba con los líderes nazis. Allí aparecía en diversas posturas sexuales con mujeres jóvenes y chicas. Tenía un pene muy grande, y en todas las fotos se le veía penetrando a las mujeres por delante o por detrás. Una foto se centraba en el rostro adolescente de una chica… chillaba de dolor mientras él la penetraba desde atrás.
Cogí la Luger y los recambios de munición e intenté desplazar el baúl, pero vi que estaba sujeto al suelo de alguna manera. Me arrodillé y olisqueé un poco la base. El hedor, definitivamente, procedía de debajo. Después de mirar en torno a la base, decidí apartar la alfombra que rodeaba el baúl. Allí vi un cerrojo de latón. Lo levanté y el baúl se deslizó hacia atrás, revelando el cadáver de un hombre apretado en un rectángulo casi perfecto, el tamaño del espacio que había debajo del baúl.
La cabeza del hombre quedaba con la cara hacia arriba, enmarcada por los antebrazos.
Era la cara del joven que abrazaba a su madre… Axel Bowers.