Capítulo 10

—¿Sabes algo del karma, hermano? —me preguntó Perro Soñador mientras yo metía la mano por la abertura para abrir el pestillo.

—Es algo de la religión hindú —dije, recordando la conversación que había tenido con Jackson Blue en la cual él me explicó lo muy en desacuerdo que estaba con el sistema indio de interpretar la responsabilidad moral. «Ya sabes, me había dicho en aquella ocasión el diminuto genio, no existe ninguna posibilidad en el mundo de que los negros hayan hecho cosas tan malas como para atraer siglos enteros de dolor sobre sus cabezas».

Perro Soñador sonrió.

—Sí. Hindú. Todo eso de que lo que haces luego te vuelve otra vez.

—¿Es de Canela ese delantal? —le pregunté.

Estábamos en la puerta.

—Pues sí. Pero ¿sabes?, ella no era en realidad una criada ni nada por el estilo. Tenía un título de empresariales de Berkeley y quería ir a Wall Street. Sí, esa Philomena le echaba muchas agallas.

—Sabía que había ido a la universidad —dije—. Toda la familia está muy orgullosa de ella. Por eso están tan preocupados. ¿Te dijo adónde iba?

—No —dijo Perro Soñador mientras evaluaba mis palabras.

El office conducía a una gran cocina que tenía un largo mostrador con un fregadero de cobre en un lado y una cocina con seis fogones y horno al otro lado. Era una cocina bien equipada, con ollas de cobre colgando de las paredes y armarios de cristal llenos de todo tipo de alimentos envasados, especias y porcelana fina. Todo estaba muy limpio y ordenado, incluso la taza de té colocada en el fregadero de cobre hablaba del sentido del orden del propietario.

Perro Soñador abrió un armario y sacó una caja de galletitas Oreo. Sacó tres y volvió a colocar la caja en su sitio.

—Axel me las guarda —dijo—. Mi madre no puede comerlas porque tiene alergia al aceite de coco y a veces usan aceite de coco para hacerlas. Pero ¿sabes?, a mí me gustan mucho. Y Axel me las guarda en ese estante de ahí.

Había reverencia y orgullo en las palabras de Perro Soñador… y algo más.

En el salón había tres divanes tapizados de terciopelo colocados en cuadro, con un lado vacío. Esos sofás sin respaldo estaban encima de una docena de alfombras persas, por lo menos. Las alfombras las habían colocado sin ningún orden especial, una encima de otra, y daban a la habitación un sabor muy árabe. El aroma a incienso ayudaba también a crear el clima, así como los mosaicos de piedrecitas que colgaban en las paredes. Esas imágenes eran muy antiguas, eso era evidente, probablemente originales, procedentes de Roma o quizá de Oriente Medio. Una representaba a un lobo de larga lengua, gruñendo y acosando a una joven desnuda y morena; otra era una escena de una bacanal con hombres, mujeres, niños y perros bebiendo, bailando, besándose, fornicando y saltando de alegría.

En cada una de las cuatro esquinas había unas urnas griegas de metro y medio de alto, vidriadas, de color negro y marrón rojizo, y festoneadas con las imágenes de hombres desnudos en diversas competiciones.

—Me encantan estos sofás, tío —me dijo Perro Soñador. Se había echado en el de en medio—. Valen mucho dinero. Le dije a Axel que alguien podría venir y robarle los muebles mientras estaba fuera de la ciudad, y entonces me dijo que vigilara la casa.

—¿Sale mucho de la ciudad?

—Sí. El año pasado fue a Alemania, y Suiza y El Cairo. ¿Sabes? El Cairo está en Egipto, y Egipto está en África. Lo dijo un hermano que hablaba en el campus antes de que actuase la banda de percusión del Congo.

—¿Crees que estará en El Cairo ahora? —le pregunté.

—No, siempre está en el campus los domingos, hablando de historia de la percusión.

—No, el tío de la universidad no —expliqué, pacientemente—, Axel.

Perro Soñador saltó del sofá y me tendió una galletita Oreo.

—¿Una galleta?

No me gustan mucho los dulces, pero aunque hubiese sido un goloso como la copa de un pino no habría comido nada procedente de sus zarpas asquerosas.

—No, estoy a régimen —dije.

En una mesita auxiliar situada en la confluencia entre dos sofás había dos vasos chatos de licor. Ambos habían contenido brandy, pero las bebidas se habían evaporado, dejando una película dorada en el fondo de cada vaso. Junto a los vasos vi un cenicero en el cual se había dejado un cigarrillo encendido que se había consumido hasta el filtro.

También vi la foto de un hombre que rodeaba con los brazos a una mujer mayor; ambos miraban a la cámara.

—¿Quién es? —le pregunté a mi compañero.

—Son Axel y su mamá. Murió hace años —respondió Perro Soñador—. Su padre murió de pena un año y medio después.

Bowers, más joven entonces, no debía de tener más de treinta años, quizá menos. Tenía el pelo castaño claro y una bonita sonrisa. Por sus ropas y por las joyas que llevaba su madre se deducía que ahí había dinero. Pero también había pesar en las sonrisas de ambos, y pensé que quizás una niñez pobre en el sur de Louisiana no era el peor lugar del que podía proceder un hombre.

—Le dije que debía abrir las cortinas —decía entonces Perro Soñador—. Quiero decir que Dios nos da la luz del sol para calentarnos y para que veamos.

—¿Dónde está el dormitorio? —le pregunté.

—Axel es muy majo —dijo mi nuevo amigo mientras me conducía a través de una doble puerta que había al otro lado de la habitación—. Su familia tiene dinero y todo eso, pero él sabe que la gente vale más que el dinero, y que debemos compartir las riquezas, que un barco hecho de oro se hundiría…

Dio a un interruptor que había en la pared y nos encontramos en un vestíbulo amplio forrado de madera. En un extremo había grabados japoneses enmarcados con unas molduras sencillas de madera de cerezo. Cada uno de aquellos grabados (que parecían originales) representaba la luna en un aspecto u otro como tema. Había guerreros y poetas, pescadores y damas. En el otro lado se veían unos cuadros más pequeños. Reconocí uno que había visto en un libro de arte en la librería de Paris Minton, en la avenida Florence. Era una obra de Paul Klee. Examinándola más de cerca, vi que todos los cuadros de aquella pared eran del mismo autor.

—Yo también pinto un poco —dijo Perro Soñador cuando me acerqué a examinar la firma—. Sobre todo animales. Perros, gatos y patos. Le dije a Axel que podía poner algunos de mis dibujos cuando se cansara de todo esto.

El dormitorio era grande. El enorme lecho parecía como una balsa en un amplio río de moqueta azul. Las sábanas y colchas eran de un blanco amarillento, y las ventanas quedaban sombreadas por una enorme secuoya que dominaba el patio trasero.

Un periódico, el Chronicle, permanecía doblado a los pies de la cama. La fecha era 29 de marzo.

Había unos vasos de whisky junto a la cama deshecha. También el brillo del licor reseco. Las almohadas olían a perfume, un aroma dulce y penetrante. Tuve la impresión de que allí hubo enérgico sexo antes del final, pero quizás aquélla fuese una sensación persistente que me había dejado Maya Adamant.

La habitación era tan grande que tenía un rincón dedicado a vestidor. Pensé que era un toque muy femenino para un hombre, pero quizá los anteriores propietarios fuesen una pareja, y aquél podía ser el rincón de la mujer.

Había una maleta vacía junto al escabel marrón tapizado situado allí, entre tres espejos. Junto al asa había una plaquita brillante de latón con las iniciales ANB grabadas.

Vi un frasco de colonia en el pequeño tocador, pero no olía en absoluto como las almohadas.

—¿Axel tiene muchas novias? —pregunté a mi guía hippie.

—Uf, sí, tío —dijo Perro Soñador—. He visto tres y cuatro mujeres aquí al mismo tiempo. Axel curraba como un loco. Y compartía también. A veces me llamaba y nos poníamos tan ciegos que nadie sabía lo que estaba haciendo ni a quién… no sé si me entiendes.

En realidad no lo sabía, pero no necesitaba ninguna explicación.

En el tocador había tres cajones. Uno contenía dos bolsas de plástico con unas hojas secas; marihuana, por el olor. En otro cajón había condones y diversos lubricantes, y en el cajón inferior, una agenda y un diario personal. Debajo había una carta mecanografiada, con encabezamiento oficial, de un hombre llamado Haffernon. También vi un sobre escrito a mano con el nombre de Axel garabateado. No había ni sello ni dirección ni matasellos en aquella carta.

—Me voy a llevar estas cartas y la agenda —le dije a mi acompañante—. Quizá pueda localizar a Axel o a Canela a través de alguno de estos papeles.

—Pero ¿te vas a dejar la droga? —Perro Soñador parecía casi decepcionado.

—No soy ningún ladrón, hermano.

El hombrecillo sonrió y me di cuenta de que su actitud hacia mí era muy distinta de la de la mayoría de los blancos. Estaba protegiendo a su amigo de la invasión, pero no importaba nada que yo fuese negro. Aquello era una experiencia muy rara para mí, en aquellos tiempos.

Había una taza de té en el tocador. También se había resecado. Por el olor, supe que la bebida que contuvo era fuerte.