—Primero tengo que comprobar una cosa —dije.
Atravesé la habitación y me acerqué al pequeño y apartado marco. Era una fotografía bastante desvaída, como un daguerrotipo, impresa en una placa de cristal. Parecía el tocayo del detective. El general iba con el uniforme completo. En algún momento de la exposición había mirado hacia abajo, quizás a alguna pelusa de su magnífica guerrera. El resultado era un hombre con dos cabezas. La cara más visible miraba con adusta intensidad a la lente, mientras que la otra miraba hacia abajo, sin pensar en la historia.
Me sentí intrigado por la antigua fotografía, por su vulnerabilidad. Era como si el detective quisiera honrar al antiguo general, tanto en la victoria como en la derrota.
—¿Nos vamos, señor Rawlins? —dijo de nuevo Maya Adamant.
Me di cuenta de que le preocupaba que Lee se pusiera furioso si me veía husmeando con demasiada familiaridad en su sancta sanctórum.
—Claro.
En la biblioteca, Maya me entregó una tarjeta de visita.
—Éstos son mis números, de casa y del trabajo.
Se habían olvidado de Saúl. Para ellos, o quizá para ella, debería decir, había sido simplemente un conducto para empalmar con mi barrio, con Watts.
—¿Qué problema tienen usted y su jefe? —le pregunté.
—No sé de qué me habla.
—Pues claro que sí. Se ha molestado en hacer todo ese paripé de librarse de mí porque quería que usted le suplicase. ¿De qué va todo esto?
—Le iría mejor, señor Rawlins, si usara sus habilidades detectivescas para encontrar a Philomena Cargill.
Había una conexión casi física entre nosotros. Era como si nos conociésemos ya de la forma más esencial… tanto, que casi me incliné hacia delante para besarla. Ella se dio cuenta y echó la cabeza atrás apenas un centímetro. Pero aun así, sonreía.
Bajamos a la biblioteca. Le di mi número de teléfono oficial.
—¿Cuándo podré encontrarle ahí? —me preguntó ella.
—En cualquier momento.
—¿Tiene secretaria?
—Electrónica —dije, más para su jefe que para ella misma.
—No le comprendo.
—He unido un grabador de cintas a mi teléfono. Me graba los mensajes y luego me los reproduce cuando vuelvo.
Fuera, el sol era deslumbrante. Una brisa fresca soplaba sobre Nob Hill.
—¿Por qué demonios has hecho eso? —dijo Saúl, en cuanto volvimos a su coche.
—¿El qué?
—No sé. Todo. Hacer que Lee salga a hablar contigo, mirar a Maya de esa manera…
—Tienes que admitir que la señorita Adamant es una buena pieza.
—Tengo que admitir que necesitas ese trabajo.
—Escucha, Saúl. Yo no trabajaría nunca para un tío que se niega a recibirme cara a cara. Ya sabes lo que ocurriría si los polis vinieran, echaran abajo mi puerta y yo ni siquiera pudiera afirmar que había hablado con ese hombre.
—Pero he sido yo quien te ha traído aquí, Easy. Yo no te pondría nunca en peligro.
—No, tú no. Lo sé muy bien porque te conozco. Pero escúchame, amigo: ese hijo negro tuyo tendrá que arreglárselas solo por ahí algún día. Y cuando lo haga, te dirá que cualquier hombre blanco que conozca vendería a un negro inocente antes que meterse con un sinvergüenza blanco.
Aquello silenció a mi amigo un momento. Había esperado muchos años antes de verme capaz de decirle aquello.
—Bueno, ¿y qué piensas de Lee? —me preguntó.
—No confío en él.
—¿Crees que nos engaña?
—No lo sé, pero me parece el típico idiota que te mete en un callejón oscuro y luego se olvida de enviarte refuerzos.
—¿Que se olvida? Bobby Lee no olvida absolutamente nada. Es uno de los hombres más inteligentes del mundo.
—Puede ser —repliqué—, pero cree que es mucho más listo de lo que es en realidad. Y tú y yo sabemos que si un hombre se vuelve demasiado orgulloso, acaba por caer. Y si yo me encuentro en ese momento justo debajo de él…
Saúl me respetaba. Veía en sus ojos que estaba medio convencido por mis argumentos. Ahora que había conocido a Lee también tenía sus propias reservas.
—Bueno —dijo—, creo que vas a hacerlo de todos modos, ¿no? Quiero decir, por tu niña.
Yo moví la cabeza afirmativamente y miré hacia el sur, a un enorme banco de niebla que descendía sobre la ciudad.
—Creo que será mejor volver —dijo Saúl.
—No, ve tú. Yo voy a quedarme un tiempo por la ciudad y ver a la gente de por aquí.
—Pero lo único que necesitan que hagas es encontrar a Philomena Cargill.
—No sé ni siquiera si está en Los Ángeles. Ni Lee tampoco lo sabe.
Saúl tenía que volver a casa. Debía ver a un cliente a la mañana siguiente. Hice que me dejase junto a un solar de alquiler de coches Hertz.
Sólo les costó una hora y media llamar a Los Ángeles y comprobar mi tarjeta BankAmericard.
—¿Siempre llaman al banco para comprobar las tarjetas de crédito? —le pregunté al vendedor blanco, con traje azul marino.
—Desde luego —respondió. Tenía la cara gorda, el pelo ralo y el cuerpo esbelto.
—Pero entonces, ¿qué gracia tiene usar la tarjeta de crédito?
—Nunca se tiene demasiado cuidado —me dijo.
—Yo lo veo justo al revés —le dije—. Para mí, siempre se tiene demasiado cuidado, pero nunca basta.
El hombre me sonrió entonces. Comprendió que me estaba burlando de él… pero no pilló la broma.
En un listín telefónico de Oakland de la oficina de Hertz vi que Axel Bowers vivía en la calle Derby de Berkeley. El mapa callejero de la zona de la bahía de San Francisco que llevaba en la guantera lo situaba a una manzana o así de distancia de Telegraph. Fui en mi Ford alquilado por el Bay Bridge y aparqué a una manzana de distancia de la casa del supuesto ladrón.
La calle Derby resultó muy instructiva para mí. En aquella manzana todo estaba en transición, pero no como suelen cambiar habitualmente los barrios. No llegaban los negros y se iban los blancos, ni había un descenso de la economía local, de modo que las casas que en tiempos ocuparon familias de clase media se estuvieran convirtiendo en pensiones para los trabajadores pobres.
Aquel vecindario se estaba transformando como si sufriera un hechizo mágico.
Las casas habían pasado del blanco y verde o azul y amarillo habituales a una amplia gama de tonos pastel: rosa, aguamarina, violeta, naranjas chillones. Hasta los coches estaban pintados con los colores del arco iris o con imágenes chapuceras o largos discursos dibujados por locos. Música de todo tipo surgía de las ventanas abiertas. Algunas mujeres llevaban vestidos largos teñidos a mano, como princesitas de cuento, y otras casi no llevaban nada en absoluto. La mitad de los hombres iban sin camisa y casi todos llevaban el pelo muy largo, como las mujeres. Llevaban también las barbas sin cortar. Las banderas americanas estaban pegadas a las ventanas y sujetas a las paredes de una forma decididamente poco patriótica. Muchos de los jóvenes llevaban bebés.
Era el vecindario más integrado que había visto en mi vida. Había negros, blancos, marrones, incluso alguna que otra cara asiática.
Me parecía como si hubiese llegado a un país que estaba en guerra y en el cual todas las tiendas y servicios públicos hubiesen cerrado. Un lugar donde la población se hubiese visto obligada a sobrevivir en un estado mucho más primitivo.
Me detuve frente a una casa grande color lavanda porque oí algo que reconocí: Show Me Baby, el blues que era la firma de mi viejo amigo Alabama Slim, surgía atronador por la puerta principal. Bama cantaba y se oía por los altavoces. Bama… No creía que hubiese ni diez blancos en todo Estados Unidos que conociesen su trabajo. Pero allí estaba, cantando para una calle llena de blancos peludos en un país que ya no era su país de nacimiento.
La casa de Bowers era la que tenía el aspecto más normal de toda la manzana. Una caja de madera de un solo piso. Sus paredes de tablones eran todavía blancas, pero las molduras eran de un rojo coche de bomberos y la puerta principal estaba decorada con un mosaico de yeso hecho con trozos de baldosas rotas, cristales, trocitos de mármol, baratijas y piedras semipreciosas: granates sin tallar, cuarzo rosa, turquesa.
Llamé al timbre y luego usé el llamador de latón en forma de calavera, pero nadie respondió. Entonces pasé por la parte lateral de la casa, hacia atrás. Allí encontré una puerta verde de aspecto normal con un panel de cristal. A través de aquella ventana pude ver una habitación pequeña con una escoba apoyada en una esquina y unas botas de goma en el suelo. Un delantal con dibujo de flores colgaba de una percha en la pared.
Llamé a la puerta. Nadie contestó. Volví a llamar. Como no venía nadie, me quité el zapato izquierdo, metí el puño dentro y rompí el cristal.
—¡Eh, tío! ¿Qué estás haciendo? —una voz áspera venía desde la calle.
Yo iba desarmado, cosa que en parte era buena y en parte mala, y me habían cogido con las manos en la masa. El carácter extraño del vecindario me había hecho pensar que podría pasar inadvertido, hacer cualquier cosa que necesitara para realizar mi trabajo. Es un error que un negro jamás se puede permitir.
Me volví para ver al hombre que me había atrapado. Iba caminando por el sendero estrecho y cubierto de hiedra con total confianza, como si fuera el propietario de la casa.
Era bajito, de un metro setenta o así, con el pelo negro y grasiento, largo hasta los hombros. Su rostro estaba cubierto en su mayor parte por unos pelos cortos, erizados y negros. Llevaba una camisa color rojo sangre demasiado larga para su cuerpo delgado, y unos vaqueros negros. No llevaba zapatos y sus pies estaban tan sucios que parecían de cuero. Sus ojos oscuros brillaban en las órbitas. En sus orejas colgaban unos pendientes dorados, una imagen muy femenina que me resultaba ligeramente incómoda.
—¿Sí? —le pregunté, amablemente, como si me dirigiese a un oficial de la ley.
—¿Qué haces intentando entrar en casa de Axel? —preguntó el hippie con una voz rasposa como la lija.
—Un hombre llamado Manly me contrató para que encontrase al señor Bowers —dije—. Me llamó porque mi prima, Canela, trabaja para él.
—¿Eres el primo de Philomena? —preguntó el hombrecillo blanco de aspecto extravagante.
—Sí. Primo segundo. Nos educamos a menos de seis manzanas el uno del otro, allá en Los Ángeles.
—¿Y por qué fuerzas la puerta? —me preguntó el hombre de nuevo. Parecía perturbado, pero su pregunta era como un cuchillo.
—Como he dicho, ese hombre, Manly, de Frisco, me pidió que encontrara a Bowers. Canela también ha desaparecido. He decidido coger el dinero y ver si es que les ha pasado algo malo.
El hombrecillo me miró de arriba abajo.
—A lo mejor llevas la misma sangre de Philomena —dijo—. Pero ¿sabes?, Axel es amigo mío, y no creo que te pueda dejar entrar en su casa así, de esa manera.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Perro Soñador —replicó el hombre, sin alterarse en absoluto y sin cambiar la voz. Como si me hubiese dicho Joe, o Frank.
—Yo me llamo Dupree —afirmé, y nos estrechamos las manos—. Te diré lo que vamos a hacer, Perro Soñador, ¿por qué no entras conmigo? De ese modo, podrás comprobar que lo único que quiero hacer es echar un vistazo para averiguar dónde están.
Cuando el hombre sonrió vi que le faltaban dos o tres dientes. Pero en vez de afearle, aquellos huecos me recordaron más bien a un niño jugando a los piratas con unas patillas pegadas y un traje hecho por su madre con retales.