No medía más de metro y medio de alto. Quizás incluso menos. Llevaba unos pantalones azul marino y una chaqueta negra cortada como las casacas de los generales del siglo XIX. Tenía el pelo negro y corto y las patillas ralas; la cabeza completamente redonda y los enormes ojos oscuros de un niño con una sabiduría impropia de su edad.
Se encaminó hacia la silla que había detrás del escritorio y se sentó con un aire que sólo podía describirse como pomposo.
Resultaba obvio que nos había estado observando desde que entramos en el despacho. Sospeché que probablemente había escuchado toda nuestra conversación desde el momento en que llegamos a la casa. Pero el pequeño general no parecía sentirse violento por verse descubierto. Tocó algo en su escritorio y la puerta que quedaba tras él se deslizó y se cerró.
—Es como la casa del futuro de Disneylandia —dije.
—Nunca he estado allí —replicó él, con una sonrisa insincera en los labios.
—Debería ir alguna vez. Le puede dar algunas ideas.
—Ya me ha conocido, señor Rawlins —dijo Robert E. Lee—. Hemos tenido una charla insustancial. ¿Basta eso para su madre?
Una rabia instantánea me oprimió el corazón. Nunca había amado en mi vida a nadie como amé a mi madre… al menos hasta que nació mi hija, y luego, cuando Jesús y Feather aparecieron en mi hogar. La idea de que aquel arrogante hombrecillo se refiriese a mi madre en ese tono me dio ganas de abofetearle. Pero me controlé. Después de todo, era yo quien había mencionado la recomendación de mi madre, y Feather necesitaba todos mis esfuerzos si quería vivir.
—Bueno, ¿por qué estoy aquí, pues? —pregunté.
—Necesitaría a un filósofo existencialista para que le respondiera una pregunta como ésa —dijo él—. Lo único que puedo hacer yo es explicar el trabajo que tenemos entre manos. Señor Lynx…
—Sí, señor —dijo Saúl—. Debo decir que es un honor conocerle.
—Gracias. ¿Responde usted por el señor Rawlins?
—Es de los mejores, señor. Y el mejor en determinadas zonas de la ciudad, especialmente si esa ciudad es Los Ángeles.
—¿Se da cuenta de que se le hará responsable a usted de sus acciones?
Lee se refería a mí como si yo no estuviese allí. Un momento antes aquello me habría irritado, pero ahora me sentía divertido. Su esfuerzo era mezquino. Me volví hacia Maya Adamant y le guiñé un ojo.
—Confiaría mi vida a Ezekiel Rawlins —replicó Saúl.
Había una profunda certeza en su voz.
—Yo trabajo por mi cuenta, señor Lee —dije—. Si quiere usted trabajar conmigo, estupendo. Si no, tengo cosas que hacer en Los Ángeles.
—O en Montreux —añadió él, probando así que eran ciertas mis sospechas acerca de las escuchas ocultas en toda la casa.
—El trabajo —le pinché yo.
Lee frunció los labios formando un puchero y luego los volvió a su sitio. Me miró con sus ojos infantiles y se decidió.
—He sido contratado por un hombre rico que vive a las afueras de Danville para descubrir el paradero de su socio, que desapareció hace cinco días. Ese socio suyo se ha fugado con un maletín que contiene determinados documentos que deben ser devueltos antes del próximo viernes, a más tardar. Si consigo localizar a ese hombre y devolver el contenido de ese maletín antes de la medianoche del viernes, recibiré una bonita recompensa, y usted, si ha resultado vital en la recuperación de esa propiedad, recibirá diez mil dólares además de lo que ha cobrado ya.
—¿Quién es el cliente? —pregunté.
—Su nombre no importa —replicó Lee.
Supe, por la forma en que levantó la barbilla, que mi posible contratador quería demostrarme así quién era el jefe. Aquello no era nada nuevo para mí. Yo había discutido con casi todos los jefes que había tenido por las condiciones de mi empleo y la conservación de mi dignidad.
Y casi todos los jefes que había tenido eran blancos.
—¿Qué hay en el maletín?
—Papeles blancos impresos con tinta y sellados con lacre rojo.
Volví la cabeza y miré a Saúl. Más allá de donde estaba él, en la pared más alejada, junto a una lámpara, había una pequeña foto enmarcada. No podía captar bien los detalles desde aquella distancia. Era el único elemento decorativo de las paredes, y estaba situado en un lugar bastante extraño.
—¿Y su cliente es el propietario original de esos papeles blancos, impresos con tinta y sellados con lacre rojo?
—Por lo que yo sé, mi cliente es el propietario del maletín en cuestión y de todo su contenido.
Lee estaba aguardando el momento oportuno, esperando algo. En mi opinión actuaba como un bufón, pero aquellos ojos me hacían recelar.
—¿Cómo se llama el hombre que robó el maletín?
Lee se mostró reacio entonces. Unió los dedos formando un triángulo.
—Me gustaría saber un poco más de usted antes de divulgar esa información —dijo.
Me arrellané y levanté las manos.
—Adelante.
—¿De dónde es usted?
—De un pueblecito perdido de negros allá en Louisiana, un lugar donde nunca supimos que había Depresión, porque no teníamos trabajos que perder.
—¿Educación?
—Leí La montaña mágica de Thomas Mann el mes pasado. El mes anterior leí El hombre invisible.
Con eso conseguí una sonrisa.
—¿De H. G. Wells?
—De Ellison —repliqué.
—¿Luchó usted en la guerra?
—En ambos frentes.
Lee frunció el ceño e inclinó la cabeza.
—¿En Europa y Japón? —preguntó.
Yo meneé negativamente la cabeza y sonreí.
—Me dispararon unos cuantos blancos —dije—. La mayoría eran alemanes, pero también hubo algún americano o dos por ahí en medio.
—¿Casado?
—No —dije, quizá con un exceso de énfasis.
—Ya veo. ¿Tiene usted licencia de investigador privado, señor Rawlins?
—Sí, señor, la tengo.
Levantando una mano infantil, preguntó:
—¿Puedo ver su permiso?
—No lo llevo encima —dije—. Está enmarcado en una pared de mi despacho.
Lee asintió, se inclinó hacia delante como pensando algo y luego asintió de nuevo, escuchando a un ángel invisible posado en su hombro derecho. Luego se puso en pie, apenas más alto que sentado.
—Buenos días —dijo, intentando hacer una reverencia con poco éxito.
Entonces comprendí. Desde el momento en que le había obligado a salir de su escondite, había intentado desechar mis servicios. Lo que no podía comprender es por qué no me había dejado marchar cuando quise hacerlo la primera vez.
—Por mí de acuerdo —me puse de pie, a mi vez.
—Señor Lee —dijo Maya entonces. Ella también se puso de pie—. Por favor, señor.
Por favor. El conflicto no era entre Lee y yo… era una pugna entre él y su ayudante.
—No tiene licencia —dijo Lee, haciendo un gesto como quien tira algo a la basura.
—Sí que tiene licencia en vigor —dijo ella—. He hablado con el alcalde en persona esta mañana. Me ha dicho que el señor Rawlins tiene el pleno apoyo de la policía de Los Ángeles.
Me volví a sentar.
Era demasiada información para intentar asimilarla de pie. Aquella mujer podía hablar con el alcalde de Los Ángeles por teléfono, el alcalde conocía mi nombre y la policía de Los Ángeles aseguraba con entusiasmo que confiaban en mí. Ni uno solo de esos hechos me resultaba cómodo.
Lee suspiró.
—El señor Lynx siempre ha sido nuestro mejor agente en Los Ángeles —dijo Maya— y ha sido él quien nos ha traído al señor Rawlins.
—¿Cuánto tiempo hace que vino usted aquí por primera vez, señor Lynx? —preguntó Lee.
—Hace seis años, creo.
—¿Y nunca intentó forzar las cosas para verme?
Saúl no dijo nada.
—¿Por qué iba a poner a un hombre a quien no conozco en un caso de tanta importancia? —preguntó Lee a Maya.
—Porque es el único que puede hacer el trabajo y, por tanto, es el mejor —dijo ella, con certeza.
—¿Por qué no llama al jefe Parker para que encuentre a la chica?
—Para empezar, es un funcionario público, y éste es un asunto privado —noté que aquellas palabras tenían un significado oculto—… y usted sabe tan bien como yo que los policías blancos con calcetines blancos y zapatos negros no encontrarán nunca a Cargill.
Lee miró a su empleada un momento y luego se sentó. Maya dejó escapar un hondo suspiro y volvió a sentarse, con movimientos felinos, en su silla.
Saúl nos miraba con sus ojos color esmeralda bien visibles. Para un tipo con cara de póquer como Saúl, su expresión era casi de asombro.
Lee se miraba sus propias manos entrelazadas encima del escritorio de laca roja. Tuve la sensación de que no solía discutir con la gente a quien se dignaba recibir. Le costaría unos momentos tragarse su orgullo.
—El hombre que buscamos se llama Axel Bowers —dijo Lee, al fin—. Es un abogado liberal que vive en Berkeley de una familia adinerada. Tiene un local abierto en San Francisco, donde él y su socia intentan ayudar a los bellacos a eludir la ley. Fue él quien robó a mi cliente.
—¿Y qué más hay?
—Bowers tiene una empleada de color llamada Philomena Cargill, conocida generalmente como Canela… por el color de su piel, me han dicho. Esta tal Canela trabajaba para Bowers como asistenta, al principio, pero tenía algunos estudios y empezó a hacer de secretaria y administrativa, también. Cuando mi cliente supo que Bowers le había robado, llamó a su casa para que le devolvieran lo suyo. Contestó la señorita Cargill y dijo que Bowers se había ido del país.
»El cliente vino a verme, pero cuando mi gente apareció por allí, la señorita Cargill había volado también. Se sabe que llegó a Berkeley desde Los Ángeles, y que había crecido cerca de Watts. También se sabe que ella y Axel estaban muy unidos, de forma contraria a la ética profesional.
»Lo que necesito que haga usted es encontrar a la señorita Cargill y localizar a Bowers y el contenido del maletín.
—¿Así que también quiere a Bowers?
—Sí.
—¿Por qué? No parece que le vaya a denunciar.
—¿Acepta usted la tarea tal y como se la he indicado? —me preguntó.
—Me gustaría saber dónde vivía esa gente en San Francisco y en Berkeley.
—Ninguno de los dos están en la zona de la Bahía, eso se lo puedo asegurar —dijo el pequeño Napoleón—. Bowers ha salido del país, y Cargill está en Los Ángeles. Hemos intentando ponernos en contacto con su familia, pero todos los intentos han fracasado.
—Puede que tenga amigos aquí que sepan adónde ha ido —sugerí.
—Estamos siguiendo esa pista, señor Rawlins. Usted debe moverse por Los Ángeles y buscar a la chica.
—Chica —repetí—. ¿Qué edad tiene?
Lee echó una mirada a Maya.
—Veintipocos —respondió, categórica.
—¿Algo más? —preguntó Lee.
—¿Familia? —dije—. ¿Dirección anterior, foto, costumbres o rasgos distintivos?
—Usted es el mejor en Los Ángeles —dijo Lee—. El señor Lynx nos lo ha asegurado. Maya le dará la información que considere necesaria. Aparte de eso, estoy seguro de que encontrará las respuestas a todas sus preguntas y a las nuestras también. ¿Acepta?
—Claro —afirmé—. ¿Por qué no? Philomena Cargill, también conocida como Canela, en algún lugar de las calles de Los Ángeles.
El panel secreto se abrió y Robert E. Lee se levantó de su silla. Se volvió de espaldas a nosotros y se dirigió hacia el hueco de la pared. El panel se cerró tras él.
Me volví a Maya Adamant y dije:
—Vaya jefe más increíble que tiene usted.
—¿Nos vamos? —Fue su única respuesta.