Capítulo 7

Un día hermoso en San Francisco es el día más bello de la Tierra. El cielo es azul y blanco. Miguel Ángel en su mejor momento. El aire es tan claro y cristalino que sientes que puedes ver con muchos más detalles de lo que habías visto nunca. Las casas son de madera y blancas con ventanas salientes. No hay basura en las calles, y la gente, al menos entonces, era tan amistosa como los habitantes de un pueblo en medio del campo.

Si no hubiese sido por Feather y por ese alfiler de esmalte clavado en mi mente, habría disfrutado de nuestro viaje a través de la ciudad.

En Lower Lombard pasamos junto a una pareja muy peculiar que caminaba calle abajo. El hombre llevaba unos pantalones desgastados de terciopelo rojo con un chaleco de piel de oveja abierto, que sólo le cubría en parte el pecho desnudo. El pelo largo y castaño caía en cascada sobre unos hombros amplios y huesudos. La mujer que iba junto a él llevaba un vestido suelto de estampado floral y nada debajo. Ella tenía el pelo color castaño claro, y llevaba una docena de flores amarillas entretejidas en sus trenzas irregulares. Ambos caminaban descalzos, lentamente, como si no hubiese ningún sitio adonde ir aquel jueves por la tarde.

—Son hippies —dijo Saúl.

—Ah, ¿son así? —pregunté, asombrado—. ¿Y qué hacen?

—Lo menos posible. Fuman marihuana y viven una docena metidos en una habitación, que llaman «comunas». Y van por ahí cambiando de sitio, diciendo que poseer propiedades está mal.

—¿Como los comunistas? —pregunté. Acababa de leer Das Kapital cuando Feather se puso enferma. Quería comprender cómo eran de verdad nuestros enemigos por ellos mismos, pero no tenía los conocimientos suficientes para comprenderlo de verdad.

—No —dijo entonces Saúl—, no son comunistas. Son más bien como marginados de la vida. Dicen que creen en el amor libre.

—¿Amor libre? ¿Así es como llaman a: «Ese niño no es mío, cariño»?

Saúl se echó a reír y empezamos el ascenso hacia Nob Hill.

Junto a la cima de aquella montaña tan exclusiva se encuentra una calle llamada Cushman. Saúl giró hacia la derecha allí, siguió una manzana más y aparcó frente a una mansión de cuatro pisos que se alzaba en un montículo detrás de la acera.

Las paredes eran tan blancas que tuve que guiñar los ojos para poder mirarlas. Las ventanas parecían mayores que otras de la manzana, y las torretas cónicas que se alzaban encima estaban pintadas de color dorado. El primer piso de la casa se encontraba a sus buenos cinco metros por encima del nivel de la calle, y la entrada, cerrada por una cancela de hierro forjado.

Saúl pulsó un botón y esperó.

Yo miré hacia la ciudad, disfrutando de la vista. Entonces noté una punzada de culpabilidad, sabiendo que Feather yacía moribunda a seiscientos kilómetros al sur.

—¿Sí? —preguntó una sensual voz de mujer a través de un intercomunicador invisible.

—Somos Saúl y el señor Rawlins.

Sonó un timbre. Saúl abrió la cancela y subimos a una plataforma de hierro. En cuanto Saúl cerró la puerta, la plataforma empezó a desplazarse en diagonal hacia una abertura en la parte de abajo de la imponente estructura. Mientras nos movíamos hacia la abertura, un panel que teníamos por encima se deslizó de lado y subimos a una sala grande y bien amueblada.

Las paredes eran estantes de caoba llenos de libros que iban del suelo al techo, que se encontraba al menos a cinco metros de altura. Unos libros bellamente encuadernados ocupaban todo el espacio disponible. Recordé la casa de la playa de Jackson Blue, que tenía estantes baratos por todas partes. Sus libros, en su mayor parte, estaban carcomidos y manchados, pero eran muy bien leídos, y aquella biblioteca probablemente era mayor.

Al ir subiendo, ante nosotros apareció una mujer blanca con la piel bronceada y el cabello color cobre. Llevaba un vestido de estilo chino, de seda azul real. Se adaptaba a sus formas y no tenía mangas. Sus ojos tenían una expresión entre desafiante y provocadora, y en sus brazos desnudos residía la fuerza de una mujer que hacía las cosas por sí misma. Su rostro era redondo y tenía los labios de una negra. Los huesos de su cara hacían que sus facciones apuntasen hacia abajo, como una punta de flecha encantadora dirigida hacia el suelo. Los ojos eran de un castaño claro, y una sonrisa flotó en sus labios al contemplarme observando su belleza.

Habría resultado alta incluso como hombre, casi dos metros. Pero a diferencia de las mujeres altas de entonces, sus hombros no se inclinaban hacia abajo y su espalda estaba muy recta. En aquel preciso momento, allí mismo, decidí que acabaría en la cama con ella si era posible.

Hizo un gesto y sonrió, y creo que me leyó las intenciones en la mirada.

—Maya Adamant —dijo Saúl Lynx—, éste es Ezekiel Rawlins.

—Easy —dije yo, tendiéndole la mano.

Ella retuvo mi mano un momento más de lo necesario, y entonces retrocedió para que pudiésemos salir de la plataforma.

—Saúl —dijo ella—. Vengan. ¿Quieren tomar algo?

—No, Maya. Tenemos un poco de prisa. La hija de Easy está enferma y tenemos que volver lo antes posible.

—Oh —dijo ella, frunciendo el ceño—, espero que no sea grave.

—Es algo de la sangre —dije, sin querer ser demasiado sincero—. No se trata de una infección, pero tampoco de un virus, en realidad. Los médicos de Los Ángeles no saben qué hacer.

—Hay una clínica en Suiza… —dijo ella, intentando recordar el nombre.

—Bonatelle —la interrumpí.

Su sonrisa se ensanchó, como si yo hubiese pasado alguna especie de prueba.

—Sí. Eso es. ¿Ha hablado ya con ellos?

—Por eso estoy aquí, señorita Adamant. Esa clínica necesita dinero en efectivo, y por eso yo necesito trabajo.

Su pecho se expandió entonces y una expresión de deleite invadió su rostro.

—Vengan conmigo —dijo.

Nos condujo hacia una escalinata amplia y alfombrada que se alzaba en el extremo de la biblioteca.

Saúl me miró y encorvó los hombros.

—Nunca había pasado de este piso —susurró.

La habitación de arriba era igual de grande que la que acabábamos de dejar. Pero la biblioteca era oscura y no tenía ventanas, y en cambio aquella habitación tenía un suelo de pino casi blanco y unas ventanas salientes enormes a lo largo de cada pared.

Había quizás una docena de mesas grandes en aquel espacio bañado por el sol, y una escena de una batalla de la guerra civil en cada una. En los dioramas se veían puñados de figurillas diminutas talladas a mano, enfrascadas en la batalla. Los soldados sueltos, sirviendo los cañones, enzarzados en combates cuerpo a cuerpo, abatidos y heridos, o abatidos y muertos, resultaban muy convincentes. Cada figura había sido moldeada para conseguir el máximo efecto emocional. En un cuadro se veía un pelotón de soldados negros de la Unión entablando combate con un grupo de confederados.

—Son asombrosos, ¿verdad? —preguntó Maya desde detrás de mí—. El señor Lee los hace a mano en un taller que tiene en el ático. Ha estudiado todos los aspectos de la guerra civil y ha escrito una docena de tratados sobre el tema. Posee miles de documentos originales de ese período.

—Uno se pregunta cuándo tiene tiempo de ejercer como detective, con todo eso —dije yo.

Por un momento la expresión de Maya quedó apagada. Pensé que había puesto el dedo en la llaga, que quizá Bobby Lee en realidad era producto de la imaginación de alguien.

—Vengan al despacho, señor Rawlins, Saúl.

La seguimos pasando junto a las escenas idealizadas de crímenes y mutilaciones. Me preguntaba si alguien haría alguna vez una figurilla que me representara a mí matando a aquel joven soldado alemán en la nieve a las afueras de Dusseldorf.

Maya nos condujo a través de una puerta amarilla tallada y pintada con imágenes de una mujer isleña desnuda.

—Gauguin —dije, mientras empujaba la puerta y la abría—. ¿Su jefe también pinta?

—Esta puerta es un original —dijo ella.

—Uau —salió de mis labios espontáneamente.

El despacho era una habitación casi vacía, sin ventanas, con el suelo de cerezo. A lo largo de las paredes blancas había una docena de lámparas altas con globos de cristal esmerilado en torno a las bombillas. Dichas lámparas estaban colocadas ante otras tantas vigas de cerezo del suelo al techo, incrustadas en los muros de yeso. Todas las luces estaban encendidas.

En el centro de la habitación se encontraba un escritorio antiguo de laca china roja, con cuatro sillas de asiento muy ancho frente a él y una detrás para nuestro anfitrión ausente.

—Siéntense —dijo Maya Adamant.

Ella se sentó en una de las sillas para los visitantes y Saúl y yo la imitamos.

—Buscamos a una mujer… —empezó ella, eficiente.

—¿Usted y quién más? —pregunté.

Eso provocó un fruncimiento de ceño desaprobador.

—El señor Lee.

—Entonces en singular, no en plural —repliqué.

—Está bien —accedió—, el señor Lee quiere…

—¿Es suya esta casa, señorita Adamant?

Otra vez el ceño.

—No.

—Easy —dijo Saúl, como advirtiéndome.

Yo levanté la mano para silenciarle.

—¿Sabe? Antes de morir, mi madre me dijo que nunca debía entrar en casa de un hombre sin presentarle mis respetos.

—Puede estar seguro de que transmitiré su saludo al señor Lee —me dijo entonces.

—Mi madre tenía dos obsesiones —dije, continuando con mi discurso—. Por una parte, no había que dejar que ningún hombre pensara que uno entraba en su domicilio para hacer algo malo con sus propiedades o con su esposa…

—El señor Lee no está casado —apuntó Maya.

—… y por otra parte —seguí—, si uno es del tipo oscuro, no quiere que le traten como a un esclavo.

—El señor Lee no recibe a ninguna de las personas que trabajan para él —me informó ella.

—Vamos, Easy —añadió Saúl—, ya te lo había dicho.

Ignorando a mi amigo, dije:

—Y yo no trabajo para nadie a quien no conozca.

—Ha cogido su dinero —me recordó Maya.

—Y he recorrido seiscientos kilómetros en coche para darle las gracias.

—No veo cuál es el problema en realidad, señor Rawlins. Yo puedo informarle a usted de cuál es el trabajo.

—Yo podría sentarme con usted en una playa sureña hasta que la tierra completase un círculo entero, señorita Adamant. Estoy seguro de que preferiría hablar con usted antes que con un hombre que lleva el nombre de un general rebelde. Pero usted tiene órdenes de él, y yo tengo las exigencias de mi madre. Mi madre murió, de modo que no puede cambiar de opinión.

Por el rabillo del ojo veía que Saúl levantaba las manos.

—No puedo llevarle a verle —dijo Maya, de forma tajante.

Yo me levanté de la bonita silla china diciendo:

—Y yo no puedo resucitar a los muertos.

Me dispuse a irme sabiendo que estaba haciendo una idiotez. Necesitaba aquel dinero y sabía lo muy prepotentes que pueden ser los hombres blancos. Pero aun así, no pude evitarlo. Demonios, había un furgón blindado esperándome en el estado de Texas.

Pensando en el robo, todo lo que podía salir mal volvió a mi mente. De modo que allí de pie, ante mi silla, estaba desgarrado entre el deseo de salir de allí y el de disculparme.

—Espere ahí —ordenó una voz masculina.

Me volví y vi que un panel de la pared, detrás del escritorio lacado, se había convertido en una puerta.

Salió un hombre de la oscuridad, un hombre muy bajito.

—Soy Robert E. Lee —dijo el hombrecillo.