Capítulo 6

Una capa muy fina de nieve recién caída escondía los surcos de la carretera y suavizaba los edificios bombardeados a las afueras de Dusseldorf. El rifle M-1 que acunaba entre mis brazos estaba bien cargado y llevaba el dedo helado en el gatillo. A mi derecha iban Jeremy Wills y Terry Bogaman, dos blancos a los que acababa de conocer aquella mañana.

—No adelantes tanto, hijo —dijo Bogaman.

Hijo.

—Sí, Botas —añadió Wills—. Mantente a nivel.

Botas.

El general Charles Bitterman había dispuesto cuarenta y un grupitos pequeños de hombres aquella mañana. Entre ellos trece negros. Bitterman no quería que los negros formasen grupos aparte. Él habría dicho que no teníamos la experiencia suficiente, pero todos pensábamos que no confiaba en nosotros por si nos encontrábamos con mujeres alemanas.

—Soy sargento, cabo —dije a Wills.

—Sargento Botas —dijo con una sonrisa.

Jeremy Wills era un chico bastante guapo. Tenía unas facciones alimentadas a base de maíz, el pelo rubio, los ojos color ámbar y los dientes grandes y blancos. Para alguna chica granjera habría sido un excelente partido, pero a mí me resultaba repulsivo, más feo que los cadáveres que nos encontrábamos en el camino de la victoria de América. Mi dedo entumecido se tensó y calibré mis oportunidades de matar a ambos soldados antes de que Bogaman, que se reía silenciosamente de la bromita de su amigo, pudiera darse la vuelta y disparar.

No había decidido aún si dejarles vivir cuando una bala levantó el casco de Wills y le partió el cráneo en dos. Vi su cerebro antes de que cayese al suelo. Sólo entonces me di cuenta de que se oían los disparos de una metralleta. Cuando empecé a devolver fuego, Bogaman chilló. Le habían dado en el hombro, pecho y estómago. Yo caí al suelo y me aparté rodando hacia la cuneta de la carretera. Luego fui arrastrándome, como un lagarto, hacia el menguado refugio del bosque sin hojas.

El fuego de la ametralladora destrozaba la corteza y la hierba a mi alrededor. Había avanzado más de cincuenta metros cuando me di cuenta de que por el camino había perdido el rifle. En mi mente, en aquel momento (y en el sueño que tenía) imaginaba que mi odio por aquellos blancos había provocado el ataque alemán.

El rugido de aquel fuego me probaba que los alemanes estaban desesperados. No creo que me vieran, pero seguían disparando de todos modos.

«Chavales», pensé.

Saqué el 45 que me había entregado el gobierno y me arrastré hacia el lugar donde había visto los relámpagos de su arma. Me movía por la nieve, que amortiguaba todos los sonidos, sin notar apenas el frío en mi vientre. No odiaba a los alemanes que intentaban matarme allí, en la carretera. Yo sentía que tuviese que vengar las muertes de los hombres que tan recientemente me habían despreciado y faltado al respeto. Pero sabía que si dejaba que viviesen los ametralladores, tarde o temprano podían darme.

Los nazis querían matarme. Y eso era porque los nazis sabían que yo era americano, aunque Bogaman y Wills no lo supieran.

Avancé quizás unos cuatrocientos metros más a través de los bosques y luego me deslicé al otro lado de la carretera, retrocediendo hacia el montón de ramas que ocultaban el nido. Salté sin pensar y empecé a disparar mi pistola, sujetándola con ambas manos. Di al primer hombre en el ojo, y al segundo en las tripas. El ataque les cogió completamente por sorpresa. Observé, en los dos escasos segundos que me costó matarlos, que sus uniformes eran medio improvisados, y que llevaban las manos envueltas en trapos.

El tercer soldado del nido saltó hacia mí con la bayoneta en la mano. Caímos al suelo, cada uno decidido a matar al otro. Yo le agarré la muñeca y apreté con toda mi alma. Aquel joven de piel lechosa y ojos grises hizo una mueca y con toda su fuerza aria intentó vencerme. Pero yo tenía unos cuantos años más que él y estaba mucho más acostumbrado a la lógica de la violencia sin sentido. Agarré el mango de su bayoneta con la otra mano mientras él perdía el tiempo golpeándome con el puño que le quedaba libre. Cuando se dio cuenta de que la pelea se estaba volviendo en su contra, era demasiado tarde. Usó ambas manos para apartar la hoja de su pecho, pero ésta seguía moviéndose inexorablemente hacia abajo. A medida que los segundos iban pasando, un miedo auténtico apareció en los ojos de aquel soldado adolescente. Quise detenerme, pero no podía hacerlo. Allí estábamos, dos hombres que no nos conocíamos de nada, dirigiéndonos hacia la muerte de aquel muchacho. Él no hablaba inglés, así que no podía suplicarme con palabras que yo comprendiera. Al cabo de quizás un cuarto de minuto, la hoja pasó a través de su abrigo y luego se introdujo en la carne, pero dio en una de sus costillas. Casi me descorazoné del todo, pero ¿qué podía hacer? Era él o yo. Me incliné hacia delante con todo mi peso y el acero alemán rompió el hueso alemán y se hundió profundamente en su corazón.

Lo más terrible fue su último suspiro, un súbito soplo de aire caliente que me dio en la cara. Sus ojos se abrieron mucho, como buscando una vía de escape a la caducidad de su cuerpo… y cayó muerto.

Salí de golpe del sueño en el Rambler de Saúl. Un letrero a un lado de la carretera decía: Capital Mundial de la Alcachofa.

—¿Un mal sueño?

Era un sueño, pero todo aquello había ocurrido hacía más de veinte años. Era real. Aquel chico alemán había muerto, y ninguno de nosotros podía hacer absolutamente nada por evitarlo.

—Sí —dije—. Sólo un sueño.

—Supongo que tendré que contarte alguna cosa de ese tipo, Lee —dijo Saúl—. No es conocido por el público en general, pero en determinados círculos es el detective privado más famoso del mundo.

—¿Del mundo?

—Sí señor. Trabaja en Europa y Sudamérica, y también en Asia.

Observé que no había mencionado África. La gente raramente lo hacía al hablar del mundo, en aquellos tiempos.

—Sí señor —repitió Saúl Lynx—, tiene contactos en todos los medios policiales y en muchos departamentos gubernamentales. Es muy entendido en buenos vinos, mujeres y comida. Habla chino, tanto mandarín como cantones, español, francés e inglés, lo cual significa que puede conversar con al menos una persona de cada ciudad, pueblo o aldea del mundo. Ha leído muchísimo. Cree que es el mejor de todos los hombres, sin tener en cuenta raza o rango. Y eso significa que su racismo incluye a toda la raza rumana.

—Fastuoso —opiné—. ¿Y qué aspecto tiene?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? Pensaba que ya habías trabajado para él antes.

—Y lo he hecho. Pero nunca le he visto cara a cara. Ya ves, a Bobby Lee no le gusta mancharse mezclándose con sus agentes. Trabaja con una mujer, Maya Adamant, quien le representa ante la mayoría de sus clientes y casi todos los detectives privados que le hacen trabajo de campo. Ella es una de las tipas más hermosas que he visto en mi vida. Pasa la mayoría del tiempo escondida en su mansión de Nob Hill.

—¿Has hablado con él alguna vez en chino o en otro idioma cualquiera? —le pregunté.

Saúl meneó la cabeza.

—¿Y has visto su foto?

—No.

—¿Y entonces cómo sabes que ese hombre existe?

—He conocido a gente que le ha conocido… sobre todo clientes. A algunos de ellos les gusta hablar de sus talentos y excentricidades.

—Deberías poder hablar con un hombre para el que trabajas —dije.

—La gente trabaja para la empresa Heinz o la Ford y nunca les conoce —repuso Saúl.

—Pero esa gente tiene miles de empleados. El tipo este tiene un negocio pequeño. Al menos podría saludarnos.

—¿Y qué importa eso, Easy? —preguntó Saúl.

—¿Cómo puedes trabajar para un hombre que ni siquiera tiene la cortesía de salir de su despacho y saludarte?

—Recibí un sobre ayer por la mañana con veinticinco mil dólares dentro —respondió él—. He recibido mil dólares sólo por darte tu dinero y llevarte en coche a Frisco. A veces trabajo dos semanas y no saco ni la mitad de eso.

—El dinero no lo es todo, Saúl.

—Sí lo es cuando tu hija está a las puertas de la muerte y sólo el dinero puede traerla de vuelta.

Ya veía que Saúl lamentaba haber dicho aquellas palabras en cuanto salieron de su boca. Pero yo no dije nada. Tenía razón. No podía permitirme el lujo de criticar a aquel hombre blanco. ¿A quién le importaba si le llegaba a conocer o no? Lo único que necesitaba era su pasta.