Capítulo 5

Yo había cambiado el letrero de la puerta de mi despacho y en lugar de Easy Rawlins, Notificaciones y entregas, ponía sencillamente Investigaciones. Lo cambié cuando el Departamento de Policía de Los Ángeles me concedió una licencia de detective privado por mi participación a la hora de evitar que los disturbios de Watts se incendiasen más aún, pues sofoqué el feo rumor de que un hombre blanco había asesinado a una mujer negra en el corazón más oscuro de ese hervidero que era nuestra ciudad.

Había acudido a mi despacho en el cuarto piso del edificio entre Central y la Ochenta y seis para escuchar los mensajes del contestador que me había regalado Jackson Blue. Pero allí encontré pocas esperanzas. Bonnie había dejado un mensaje diciendo que había llamado a la clínica en Montreux y que le habían dicho que admitirían a Feather, en el supuesto de que les entregásemos el resto del dinero próximamente.

Próximamente. La gente de aquel vecindario tenía enfermedades cardíacas e hipertensión arterial, cáncer de todos los tipos y un odio profundo hacia sí mismos por verse obligados a ponerse de rodillas todos los días. Se estaba luchando en una guerra en el extranjero, y en su mayoría los que combatían eran jóvenes negros que no tenían absolutamente nada en contra del pueblo vietnamita. Todo aquello estaba ocurriendo, pero no tenía tiempo para pensarlo. Yo sólo pensaba en una buena racha en las Vegas, o que quizá tendría que salir a robar un banco yo solo.

Próximamente. El dinero llegaría próximamente, claro que sí. Rayford tendría un arma apoyada en su nuca y yo me aseguraría de llevar un 44 bien cargado en mi mano sudorosa.

Alguien había colgado. Por aquel entonces, en 1966, la mayoría de la gente no estaba acostumbrada a los contestadores. Poca gente sabía que Jackson Blue había inventado aquel aparato para competir con el control de los teléfonos de las empresas del centro por parte de la mafia. Por eso el hampa tenía puesto precio a su cabeza desde aquel mismísimo día.

Los edificios que había al otro lado de la calle estaban cubiertos con tablas, todos y cada uno de ellos. Los disturbios habían conseguido clausurar todo el barrio South Central de Los Ángeles como un ataúd. Los negocios propiedad de blancos habían cerrado, y las tiendas de los negros abrían y cerraban cada semana. Sólo quedaban algunas tiendas de licores y pequeñas oficinas de cambio de cheques, en lugar de bancos. Las pocas tiendas que habían sobrevivido tenían cancelas con barras de metal que protegían unos dependientes armados.

Al menos el panorama hacía juego con mi desolación interior. La economía de Watts era como la infección que Feather tenía en la sangre: ambos futuros parecían desprovistos de esperanza.

No podía apartarme de la ventana. Y es que sabía que lo siguiente que tendría que hacer sería llamar a Raymond y decirle que estaba dispuesto a dar un paseíto hacia el sur.

Cuando llamaron a la puerta me sobresalté. Supongo que mi pena me había hecho sentir solo e invisible. Pero al mirar por el cristal esmerilado supe a quién pertenecía aquella silueta. La enorme nariz informe y el cuerpo delgado eran reveladores.

—Entra, Saúl —dije.

Él dudó. Saúl Lynx era un hombre precavido. Pero tenía sus motivos. Era un detective privado judío casado con una mujer negra. Tenían tres niños café con leche y la enemistad de al menos una de cada dos personas con las que se encontraban.

Pero él y yo éramos amigos, y por tanto, abrió la puerta.

El mejor atractivo profesional de Saúl era su rostro, casi completamente anodino, a pesar de su larga nariz. Normalmente tenía los ojos entrecerrados, pero alguna vez los abría mucho con un gesto de sorpresa o de apreciación, y se veía un relampagueo esmeralda que sólo se podía calificar de bello.

Raramente parecía sorprendido.

—Hola, Easy —dijo, sonriendo con rapidez y mirando a su alrededor para ver si había algo anormal.

—Saúl.

—¿Qué tal está Feather?

—Bastante mal. Pero está esa clínica de Suiza que ha obtenido muy buenos resultados con casos como el suyo.

Saúl se dirigió hacia la silla que yo tenía para los clientes. Yo me coloqué detrás del escritorio, dándome cuenta al sentarme de que notaba los latidos de mi propio corazón.

Saúl se rascó la comisura de un labio y movió el hombro como un gato que se despereza.

—¿Qué ocurre, Saúl?

—Decías que necesitabas trabajo, ¿verdad?

—Sí. Me vendrá bien, si está bien pagado.

Saúl llevaba una chaqueta de un color marrón oscuro y unos pantalones marrón claro. El marrón era su color favorito. Se llevó la mano al bolsillo del pecho y sacó un sobre de papel manila. Lo dejó encima del escritorio.

—Mil quinientos dólares.

—¿Por qué? —pregunté, sin coger el dinero.

—Hice correr la voz cuando me llamaste. Hablé con todo el mundo que podía necesitar a alguien como tú para algún trabajo.

«Como yo» significaba un hombre negro. En otros tiempos me habría puesto furioso que alguien se refiriese a mí de ese modo, pero yo conocía a Saúl, y sólo intentaba ayudarme.

—Al principio nadie tenía nada que valiese la pena, pero entonces oí hablar del tipo ese de Frisco. Es un tío algo raro, pero… —Saúl se encogió de hombros sin acabar la frase—. Estos mil quinientos son un adelanto de un posible total de diez de los grandes.

—Lo cojo.

—Ni siquiera sé en qué consiste el trabajo, Easy.

—No necesito saberlo —dije—. Diez mil dólares me ayudarán bastante para lo que necesito. Incluso puede que pida prestado el resto, si no hay más remedio.

—Puede…

—Es lo único que puedo decir por ahora, Saúl… puede.

Saúl hizo una mueca y asintió. Era un buen hombre.

—Se llama Lee —dijo—. Robert E. Lee.

—¿Como el general de la guerra civil?

Saúl asintió.

—Sus parientes eran patriotas de Virginia.

—Vale, muy bien. Iría a ver hasta al mismísimo mago imperial del Ku Klux Klan, si ésta es su forma de decirme hola. —Cogí el sobre y me abaniqué la cara con él.

—Yo también trabajaré en este caso, Easy. Quiere que tú estés a mis órdenes. Pero eso no es problema. No me interpondré en tu camino.

Dejé el sobre y tendí la mano. Durante un momento, Saúl no se dio cuenta de que quería estrechársela a él.

—Como si quieres ir a caballito a mi espalda, Saúl. Lo único que me preocupa ahora es Feather.

Aquel día volví tarde a casa. Mientras Bonnie hacía la cena, me senté a la cabecera de la cama de Feather. Iba durmiéndose y despertándose, y yo quería estar allí cuando abriese los ojos. Cuando se despertaba siempre me sonreía.

Jesús y Benny llegaron y cenaron con Bonnie. Yo no cené. No tenía hambre. Lo único que pensaba era en cómo hacer un buen trabajo para el hombre que llevaba el nombre de uno de mis enemigos entre descendientes de mis enemigos en la tierra de la esclavitud de mi gente. Pero nada de eso importaba. No me importaba si él me odiaba a mí y a todos los de mi raza. No me importaba si le hacía ganar un millón de dólares trabajando para él. Y si quería un agente negro que trabajase en contra de los negros, bueno… pues lo haría también, si no me quedaba más remedio.

A las tres de la mañana seguía a la cabecera de Feather. Me quedé allí toda la noche porque Saúl iba a venir a las cuatro a llevarme con él en coche hacia la costa. No quería dejar a mi niña. Temía que muriese mientras yo estaba fuera. Lo único que podía hacer era quedarme allí sentado con ella, esperando que mi voluntad la hiciese respirar.

Y fue una suerte quedarme, porque empezó a quejarse y a retorcerse en sueños. La frente le ardía. Corrí al botiquín a buscar una de las bolitas de brea de Mama Jo.

Cuando volví, Feather estaba sentada y respiraba pesadamente.

—Papá, te habías ido —gimoteó.

Me senté junto a ella y le metí la bola en la boca.

—Mastica, cariño —dije—. Tienes fiebre.

Ella me cogió el brazo y empezó a masticar. Lloraba y masticaba, intentando contar el sueño en el cual yo había desaparecido. Recordando yo mi propio sueño, intenté no apretar demasiado al abrazarla.

En menos de cinco minutos la fiebre había bajado y ella se durmió de nuevo.

A las cuatro, Bonnie entró en la habitación y dijo:

—Ya es la hora, cariño.

Justo al decir aquellas palabras sonó un golpecito en la puerta delantera. Feather suspiró, pero no se despertó. Bonnie me puso una mano en el hombro. Sentía como si cada movimiento y cada gesto que hacía tuviesen una importancia tremenda. Y al final resultó que era así.

—Le he dado una bolita de brea de Mama Jo —dije—. Sólo quedan dos.

—Bien —me tranquilizó Bonnie—. Dentro de tres días estaremos en Suiza, y Feather tendrá cuidados médicos las veinticuatro horas del día.

—Ha estado sudando —dije, como si no hubiese oído la promesa de Bonnie—. No le he cambiado las sábanas porque no quería dejarla.

Saúl llamó otra vez.

Fui hacía la puerta y le dejé entrar. Llevaba unos pantalones marrones y un jersey rojizo con una camisa amarilla debajo. También llevaba una gorra verde hecha con tiras de cuero.

—¿Estás preparado? —me preguntó.

—Entra.

Fuimos a la cocina, donde Saúl y Bonnie se besaron en las mejillas. Bonnie me tendió el abrigo, una bolsa de la compra marrón con unos bocadillos y un termo lleno de café.

—Tengo un poco de fruta en el coche —dijo Saúl.

Miré hacia la casa, sin querer irme.

—¿Tienes dinero, Easy? —me preguntó Bonnie.

Yo le había entregado a ella el adelanto de mil quinientos dólares.

—Supongo que puedo usar unos pocos.

Bonnie cogió su bolso del respaldo de una silla. Buscó un minuto, pero llevaba demasiadas cosas dentro y no encontraba el dinero. Así que derramó todo el contenido del bolso en nuestra mesita de cocina.

Llevaba un monedero de piel, pero nunca guardaba dinero dentro. También había cajitas de cosméticos y un estuche con joyas, dos libros de bolsillo y un llavero grande casi con tantas llaves como yo tenía en el Truth. Luego sacó unas pequeñas bolsitas de tela y un broche o alfiler pequeño esmaltado. El broche era del tamaño de una moneda de cuarto de dólar, decorado con la imagen de un pájaro blanco y negro volando ante un fondo de un rojo intenso.

Si no hubiese estado ya acostumbrado al dolor, me habría roto y habría muerto en aquel preciso instante.

—Easy —me decía Bonnie.

Me tendía un rollo de billetes de veinte que llevaba en la mano.

Yo cogí el dinero y me dirigí hacia la puerta.

—Easy —dijo Bonnie, de nuevo—, ¿no me vas a dar un beso de despedida?

Me volví y la besé, y mis labios vibraban como había ocurrido en el sueño en el que un avispón se escondía en la tumba herbosa de Feather.