Capítulo 4

Jesús, Feather y yo estábamos en un parque pequeño en Santa Mónica al que nos gustaba ir cuando ellos eran más jóvenes. Yo llevaba a Feather en brazos y ella se reía y jugueteaba con Jesús. Su risa se iba haciendo más y más ruidosa hasta que se convirtió en chillidos, y yo me di cuenta de que la estaba apretando demasiado. La dejé en la hierba, pero se había desmayado.

—La has matado, papá —decía Jesús. No era una acusación, sino simplemente la constatación de un hecho.

—Ya lo sé —decía yo, y la hierba crecía de repente y empezaba a tragarse a Feather, mezclándola con sus hojas, y la tierra que había debajo la engullía.

Yo me inclinaba, pero la hierba crecía tan deprisa que cuando mis labios llegaban a ella, sólo podía besar el suelo.

Noté una vibración y un zumbido contra mis labios y di un salto hacia atrás, intentando evitar que me picase el avispón que se escondía entre la hierba.

Cuando ya estaba medio fuera de la cama me di cuenta de que el avispón era mi despertador.

Noté como si tuviese una grieta en el corazón. Respiré hondamente, pensando, medio aturdido, que el aire que aspiraba de algún modo llenaría las venas y arterias.

—Easy.

—¿Sí, cariño?

—¿Qué hora es?

Miré el reloj con sus manecillas luminosas color turquesa.

—Las cuatro y veinte. Vuélvete a dormir.

—No —dijo ella, levantándose a mi lado—. Voy a ver cómo está Feather.

Ella sabía que yo no me atrevía a acercarme a la habitación de Feather a primera hora de la mañana. Temía encontrarla allí muerta. Odiaba su sueño, y odiaba también el mío. Cuando era niño, me quedé dormido una vez y cuando me desperté supe que mi madre había muerto durante la noche.

Fui al mostrador de la cocina y enchufé la cafetera. No tenía que mirar si había agua y café dentro, Bonnie y yo habíamos establecido unas normas por entonces. Ella preparaba los ingredientes del café la noche anterior, y yo ponía en marcha la cafetera por la mañana.

Me senté pesadamente en una sillita de cocina cromada y de vinilo amarillo. Las vibraciones del avispón todavía me cosquilleaban los labios. Empecé a pensar en lo que podía pasar si una abeja picaba a alguien en la lengua. ¿Se hincharía ésta y asfixiaría a la víctima? ¿Es eso lo único que hace falta para acabar con una vida?

La mano de Bonnie me acarició la nuca.

—Está durmiendo y fresca —susurró.

La primera burbuja de agua salió por el tubito en la parte superior de la cafetera. Suspiré con fuerza y mi corazón se ablandó.

Bonnie colocó una silla junto a mí. Llevaba unos pantaloncitos de encaje blanco que llegaban hasta la mitad de los muslos, de un marrón oscuro. Yo iba en calzoncillos.

—Estaba pensando —dije.

—¿Sí?

—Te quiero y deseo estar contigo y sólo contigo.

Como ella no dijo nada, coloqué mi mano encima de la suya.

—Primero, que Feather se ponga bien, Easy. No tienes que tomar estas decisiones tan importantes cuando estás tan agobiado. No tienes que preocuparte… estoy aquí.

—Pero no es eso —protesté.

Ella me acarició el cuello con la nariz y la cafetera empezó a gorgotear en serio. Me levanté a hacer tostadas y comimos en silencio, cogidos de las manos.

Después de desayunar, fui a dar un beso al rostro dormido de Feather, y me fui con mi coche antes de que saliera el sol.

Entré en el aparcamiento al aire libre a las cinco y diecinueve, según mi reloj. Una luz de un amarillo anaranjado se filtraba por debajo de una masa de nubes negras, que se encontraban detrás de las montañas orientales. Con mi llave abrí la cancela de los peatones y luego la volví a cerrar después de entrar.

Yo era supervisor jefe de los conserjes del Instituto Sojourner Truth Junior; un empleado con una excelente posición en el Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles. Tenía una docena de personas trabajando directamente a mis órdenes, y también era responsable de todos los fontaneros, pintores, carpinteros, electricistas, cerrajeros y vidrieros que venían a atender nuestro edificio. Yo era la persona negra con el rango más elevado en un instituto que, en un noventa y ocho por ciento, era negro. Había leído los planes de estudio de casi todas las clases, y a menudo ejercía como tutor de unos chicos y chicas que acudían a mí y no soñaban siquiera con buscar ayuda entre los profesores blancos. Si un muchacho joven decidía intimidar a una profesora menuda, yo le arrastraba abajo, al despacho de mantenimiento donde se reunían los conserjes, y le hacía saber en términos muy claritos qué le podía ocurrir si yo perdía los estribos.

Mi relación con Ada Masters, la diminuta y adinerada directora, era excelente. Entre ambos conseguíamos que el instituto fuera como la seda.

Entré en el edificio de mantenimiento e inicié mi ronda por los vestíbulos, en busca de posibles problemas.

La conserje nocturna, la señorita Arnold, se había dejado una papelera sin vaciar, y se habían fundido dos bombillas en el vestíbulo del tercer piso. El primer piso necesitaba un fregado. Tomé nota mentalmente de aquellas tareas y luego me dirigí hacia el campus inferior.

Después de comprobar los patios y los bungalows que había allí, me dirigí hacia el edificio de los conserjes para sentarme y pensar un poco. Me gustaba mucho aquel trabajo. Podía parecer un cargo muy humilde para mucha gente, tanto negros como blancos, pero era un buen empleo, y conseguí muchas cosas buenas mientras lo realizaba. A menudo, cuando un padre tenía problemas con un hijo suyo o con el instituto, yo era la primera persona a quien acudía. Como procedía del sur, yo podía traducir las normas y expectativas de la institución que muchos negros sureños, sencillamente, no comprendían. Y si el subdirector o los profesores transgredían sus límites, siempre podía acudir a la señorita Masters. Ella me escuchaba porque sabía que yo conocía muy bien todo lo que pasaba entre la población de Watts.

—«De eso nada» es una expresión coloquial, pero es correcta, sobre todo si nunca te han dicho antes que no se debe usar por escrito —le dije una vez cuando una profesora de lengua, la señorita Patterson, bajó dos puntos enteros a un estudiante por haber usado la expresión «de eso nada» en un trabajo escrito.

La señorita Masters me miró como si yo procediera de otro planeta, y aun así hablase su misma lengua.

—Tiene razón —dijo, sorprendida—. Se lo agradezco, señor Rawlins, ha sido usted muy franco.

—No, es que no soy blanco —repliqué, dejándome llevar por la rima y la ironía.

Nos reímos, y a partir de aquel día tuvimos reuniones semanales en las cuales ella me interrogaba sobre lo que llamaba mi «pedagogía del gueto».

Me pagaban nueve mil dólares al año por aquel servicio. No bastaba para pedir un préstamo que cubriese los treinta y cinco mil extra que necesitaba para intentar salvar a mi hija.

Yo poseía dos edificios de apartamentos y una casita pequeña con un patio grande, todo en Watts. Pero después de los disturbios, el valor de las propiedades en el vecindario negro había caído en picado. Las hipotecas subían mucho más de lo que valían las propiedades.

Los últimos días había llamado a John, a Jackson, a Jewelle y al banco. A nadie salvo al Ratón se le había ocurrido ninguna idea. Me preguntaba si en el juicio tendrían en cuenta todas mis buenas obras en el Truth.

A las siete menos cuarto más o menos salí para acabar mis rondas. Ace, el conserje de la mañana, habría pasado ya por allí para abrir las puertas y dejar salir a los estudiantes, profesores y personal.

A mitad de camino, en las escaleras hacia el campus superior, pasé junto al patio del almuerzo. Me pareció ver movimiento allí y me desvié por puro hábito. Un chico y una chica se estaban besando en uno de los bancos. Tenían los rostros muy pegados, él le había puesto una mano en la rodilla y ella su propia mano encima. No veía si le estaba animando o rechazando. Quizá ninguna de las dos cosas.

—Buenos días —dije alegremente.

Los dos chicos se echaron hacia atrás y se alejaron el uno del otro como si un potente muelle hubiese saltado entre ambos. Ella llevaba una faldita plisada corta y una blusa blanca debajo de un jersey verde. Él llevaba los mismos vaqueros y camiseta que llevaban casi todos los chicos. Los dos se me quedaron mirando sin habla… exactamente de la misma forma que me habían mirado antes Jesús y Benita.

Mi conmoción fue casi tan grande como la de aquellos chicos. Jesús con dieciocho años, y Benita con veintitantos… Pero mi sorpresa desapareció rápidamente.

—Id a vuestras taquillas o lo que sea —dije a los chicos.

Mientras se escabullían, pensé en el muchacho mexicano al que había adoptado. Ya era un hombre desde que tenía diez años y nos cuidaba a Feather y a mí como una mamá osa silenciosa y orgullosa. Benita era una joven descarriada, y mi chico tenía un buen trabajo en un supermercado y un barco que había construido con sus propias manos.

Pensando en Feather moribunda en su lecho no podía enfadarme con ellos por correr detrás del amor.

El resto del campus estaba todavía vacío. Me reconocí a mí mismo en los patios desiertos y los vestíbulos y aulas. Cada paso que daba o cada puerta que cerraba era una salida y un adiós.

—Buenos días, señor Rawlins —dijo Ada Masters cuando aparecí en su puerta—. Vamos, entre. Entre.

Estaba sentada encima de su escritorio, sin zapatos y frotándose el pie izquierdo.

—Esos malditos zapatos nuevos me han destrozado los pies sólo desde el coche hasta el despacho.

No nos andábamos con ceremonias ni con falsos cumplidos. Aunque era blanca y rica, era como muchas mujeres negras pragmáticas que yo conocía.

—Voy a coger un permiso —dije, y noté el corazón oprimido otra vez.

—¿Cuánto tiempo?

—Puede ser una semana o un mes —respondí. Pero pensaba que podían ser diez años, con buena conducta.

—¿Cuándo?

—Pues desde ahora mismo.

Sabía que Ada sentiría curiosidad por mi declaración. Pero ella y yo nos respetábamos mutuamente, y pertenecíamos a una generación que no solía hacer preguntas.

—Prepararé los documentos —dijo—. Y haré que Kathy le envíe todo lo que tenga que firmar.

—Gracias. —Me volví para irme.

—¿Puedo ayudarle de alguna forma, señor Rawlins? —me preguntó cuando ya estaba medio vuelto.

Era una mujer rica. Muy rica, a juzgar por las ropas y la joyería que llevaba. Quizá si yo hubiese sido un hombre distinto, podría haberme quedado y pedirle algo prestado. Pero en aquel momento de mi vida era incapaz de pedir ayuda. Me convencí de que Ada no sería capaz de conseguirme ese tipo de préstamo.

Y una negativa más me habría hundido.

—No, pero gracias de todos modos —dije—. Es algo de lo que tengo que ocuparme personalmente.

La vida es tan complicada que hoy en día todavía no sé si tomé la decisión adecuada al rechazar su ofrecimiento.