Capítulo 3

Cuando llegué a la puerta delantera, encontré a Jesús, mi hijo adoptivo, y a Benita Flag sentados en el sofá del salón. Ambos levantaron la vista para mirarme, pero tenían una expresión muy rara.

—¿Está bien? —pregunté, notando que mi corazón daba un vuelco.

—Bonnie está con ella —dijo Jesús.

Benita asintió y yo corrí hacia la habitación de Feather, atravesando el pequeño vestíbulo, y entré por la puerta del cuarto de mi niña.

Bonnie estaba sentada allí, dando toquecitos a la frente de mi hija, de un color claro, con alcohol para friegas. Se suponía que la evaporación en la piel bajaría la fiebre.

—Papá… —me llamó Feather débilmente.

Me acordé de los viejos tiempos, cuando ella gritaba mi nombre y corría hacia mí como un pequeño tanque acorazado. Era la niña de mis ojos. Habría luchado, riendo a carcajadas y entre chillidos. Pero ahora estaba postrada con una infección en la sangre que nadie en todo el continente americano parecía capaz de curar.

—La prognosis no es buena —había dicho el doctor Beihn—. Pónganla cómoda y procuren que beba muchos líquidos…

Yo habría secado toda la presa Hoover para salvar su vida.

Bonnie también tenía una expresión muy rara. Era alta y de piel oscura, caribeña y adorable. Se movió como el océano, levantándose de aquella silla y echándose en mis brazos. Su piel estaba caliente, como si de algún modo hubiese intentado arrancar la fiebre de la niña y quedársela dentro de su propio cuerpo.

—Voy a por una aspirina —susurró Bonnie.

Yo la solté y ocupé su lugar en la silla plegable que había junto a la camita rosa de mi niña. Con la mano derecha apreté la esponja contra la frente de Feather. Ella me cogió la mano izquierda entre las dos suyas y me apretó el índice y el meñique todo lo fuerte que pudo.

—¿Por qué estoy tan enferma, papá? —gimoteó.

—Es sólo una infección, cariño —le respondí—. Tendrás que esperar a que tu organismo la vaya eliminando.

—Pero llevo mucho tiempo.

Habían pasado veintitrés días desde el diagnóstico, una semana más de lo que pensaba el doctor que sobreviviría.

—¿Ha venido alguien a visitarte hoy? —pregunté.

Eso la hizo sonreír.

—Sí, Billy Chipkin.

La familia de aquel chico blanco, con el pelo rubio platino y los dientes saltones, había llegado desde Iowa después de la guerra. Billy era el quinto hijo, el más pequeño. Su devoción hacia mi hija huérfana a veces me ensanchaba el corazón de tal modo que me dolía. Era cinco centímetros más bajito que Feather, y se sentaba junto a ella todos los días después del colegio. Le traía los deberes y le contaba los cotilleos del patio.

A veces, cuando pensaban que nadie los miraba, se cogían de las manos y hablaban de algún castigo injusto del profesor a sus revoltosos amigos.

—¿Y qué te ha contado Billy?

—Le han puesto una división larga de deberes, y yo le he enseñado cómo tenía que hacerla —dijo, orgullosamente—. No le sale demasiado bien, pero si se lo enseñas, lo recuerda hasta mañana.

Toqué la frente de Feather con el dorso de tres dedos. Ella pareció enfriarse un poco en aquel momento.

—¿Puedo tomar una de las bolas de brea de Mama Jo? —preguntó Feather.

Ni siquiera la curandera, Mama Jo, había sido capaz de curarla. Pero nos había dado una docena de bolas negras de brea, cada una envuelta en una hoja de eucalipto.

«Si la fiebre sube más de treinta y nueve, dadle una de éstas para que la mastique —nos había dicho la mujer alta y negra—. Pero nunca más de una al día, y después de estas doce, no le podéis dar ninguna más».

Sólo quedaban tres bolitas.

—No, cariño —le dije—. Ahora te ha bajado la fiebre.

—¿Qué has hecho hoy, papi? —me preguntó Feather.

—He ido a ver a Raymond.

—¿El tío Ratón?

—Sí.

—¿Y qué has hecho con él?

—Pues nada, hablar de los viejos tiempos.

Le conté aquella vez, hacía veintisiete años, que el Ratón y yo habíamos salido a cazar mariposas monarca amarillas que él quería regalarle a su novia en lugar de flores. Habíamos llegado a un pantano que estaba lleno de esos bichos majestuosos, pero no teníamos red para atraparlas, y Raymond llevaba un poco de licor ilegal que había destilado Mama Jo. Nos emborrachamos tanto que los dos nos caímos en el barro más de una vez. Al final, el Ratón sólo consiguió coger una mariposa. Y aquella noche, cuando llegamos a casa de Mabel, los dos sucios por nuestras travesuras, ella echó un vistazo a la monarca amarilla y negra que llevábamos en el bote de cristal y la soltó.

—Es demasiado bonita para tenerla atrapada en ese bote —nos dijo.

El Ratón se enfadó tanto que salió como un rayo de casa de Mabel y no le habló durante una semana entera.

Feather normalmente se reía de aquella historia, pero aquella tarde se quedó dormida antes de que yo llegase a la mitad.

Me horrorizaba cuando se quedaba dormida, porque no sabía si volvería a despertarse.

Cuando volví al salón, Jesús y Benita estaban en la puerta.

—¿Adónde vais vosotros dos? —les pregunté.

—Hum —gruñó Jesús—, íbamos a la tienda a buscar comida.

—¿Qué tal te va, Benita? —le pregunté a la joven.

Ella me miró como si no me comprendiera, o quizá pensando que le había hecho una pregunta extremadamente personal que ningún caballero le haría jamás a una dama.

Benny tenía veintitantos años. Había tenido un lío con el Ratón que le había roto el corazón, y luego intentó suicidarse. Bonnie y yo la cuidamos durante un tiempo, pero ahora ya tenía su propio piso. Seguía viniendo para comer en plan casero de vez en cuando. Bonnie y ella se habían hecho amigas. Y ella adoraba a los niños.

Últimamente estaba muy bien eso de tener a Benny por allí, porque cuando Bonnie y yo teníamos que salir, ella se quedaba con Feather.

Jesús lo habría hecho si se lo hubiésemos pedido, pero tenía dieciocho años y le encantaba salir con el barco que él mismo se había construido y navegar arriba y abajo por la costa de California. No le habíamos contado lo muy enferma que estaba su hermana en realidad. Estaban tan unidos que no queríamos preocuparle.

—Bien, señor Rawlins —dijo, con un tono demasiado alto—. He conseguido un trabajo en una tienda de ropa en Slauson. La señorita Hilda diseña todo lo que vende. Dice que me va a enseñar.

—Muy bien —dije, aunque en realidad no quería saber nada de la esperanzadora nueva vida de la joven. Quería que fuese Feather la que me hablase de sus aventuras y sus sueños.

Cuando Benny y Jesús se fueron, Bonnie salió de la cocina con un cuenco lleno de sopa de buey muy aromática.

—Tómate esto —dijo.

—No tengo hambre.

—No te he preguntado si tenías hambre.

Nuestro salón era tan pequeño que sólo teníamos sitio para un canapé, en lugar de un sofá en toda regla. Me dejé caer allí y ella se sentó en mi regazo, metiéndome la primera cucharada en la boca.

Estaba muy bueno.

Ella me alimentó durante un rato, mientras me miraba a los ojos. Yo sabía que estaba pensando algo muy serio.

—¿Qué? —le pregunté al fin.

—Hoy he hablado con el hombre de Suiza —dijo.

Esperaba que yo le preguntase qué le había dicho, pero no lo hice. No podía oír ni una sola mala noticia más sobre Feather.

Me aparté de su mirada. Ella me tocó el cuello con los dedos.

—Hizo unas pruebas con la muestra de sangre que Vicki le llevó —dijo—. Cree que es una buena candidata para el proceso.

Oí las palabras, pero mi mente se negó a comprenderlas. ¿Y si significaban que Feather iba a morir? No podía permitirme la posibilidad de saberlo.

—Cree que puede curarla, cariño —añadió Bonnie, comprendiendo el curso de mi dolor—. Ha accedido a atenderla en la clínica Bonatelle.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿En Montreux?

—Sí.

—Pero ¿por qué aceptar a una niñita negra allí? ¿No has dicho que era el sitio adonde iban los Rockefeller y los Kennedy?

—Ya te lo he dicho —explicó Bonnie—. Conocí al doctor en un vuelo de ocho horas desde Ghana. Hablé con él de Feather todo el tiempo. Supongo que se sintió obligado a decir que sí. No lo sé.

—¿Y qué tenemos que hacer a continuación?

—No es gratis, cariño —dijo, pero yo ya lo sabía. El motivo por el que me había reunido con el Ratón era para conseguir el dinero que podíamos necesitar si los doctores accedían a atender a mi pequeña.

—Necesitarán treinta y cinco mil dólares antes de que empiece el tratamiento, y al menos quince mil sólo para admitirla. Son ciento cincuenta dólares al día de manutención en el hospital, y luego las medicinas, que son especiales, hechas de encargo y basándose en su sangre, sexo, edad, tipo corporal y otras quince categorías más. Hay cinco doctores y una enfermera por cada paciente. Y el proceso entero puede durar más de cuatro meses.

Ya lo habíamos hablado todo antes, pero Bonnie encontraba un cierto consuelo en los detalles. Pensaba que si iba poniendo los puntos sobre las íes, todo acabaría bien.

—¿Cómo sabes que se puede confiar en ellos? —le pregunté—. Podría ser un simple engaño.

—Yo estuve allí, Easy. Visité el hospital. Ya te lo dije, cariño.

—Pero quizá te engañaron —dije.

Temía sentir alguna esperanza. Cada día rogaba para que ocurriese un milagro con Feather. Pero en toda la vida que llevaba ya vivida, nunca había ocurrido un solo milagro. Según mi experiencia, una sentencia de muerte era una sentencia de muerte.

—No soy ninguna idiota, Easy Rawlins.

La certidumbre de su voz y su mirada eran las únicas oportunidades que tenía.

—El dinero no es problema —dije yo, decidido a ir a Texas y robar ese furgón blindado. No quería que muriesen Rayford ni su compañero. No quería pasar doce años entre rejas. Pero haría eso y mucho más por salvar a mi pequeña.

Salí por la puerta de atrás y me dirigí al garaje. Del estante trasero saqué cuatro latas de pintura etiquetada como «látex azul». Todas estaban bien selladas y llenas en su cuarta parte con cojinetes de acero engrasado, para darles el peso de latas de pintura llenas. Encima de las bolitas, envueltos en plástico, se encontraban cuatro fajos de dinero libre de impuestos que yo había ido guardando a lo largo de los años. Era el dinero para la universidad de mis hijos. Doce mil dólares. Llevé el dinero a Bonnie y se lo puse en el regazo.

—¿Y ahora qué? —le pregunté.

—Dentro de unos pocos días tomaré un vuelo con Vicki a París y luego haremos transbordo a Suiza. Llevaré a Feather al doctor Renee.

Inspiré hondamente, pero todavía notaba el ahogo del miedo.

—¿Cómo conseguirás el resto? —me preguntó.

—Lo conseguiré.