Capítulo 2

Fui por el caminito delantero que salía del bar Cox y luego doblé a la izquierda en Hooper. Tenía el coche aparcado a tres manzanas de allí debido a la naturaleza de aquella reunión. No se trataba de comprar comestibles o de dejar el coche en el aparcamiento de la escuela donde trabajaba. Aquél era un asunto grave, un negocio que me podía llevar a prisión durante toda la vida de un niño.

El sol brillaba, pero soplaba una brisa ligera que eliminaba el calor. El día era bonito, si uno no miraba hacia las tiendas quemadas y tapadas con tablones, víctimas de los disturbios de Watts de hacía menos de un año. La poca gente que iba andando por la avenida tenía un aspecto apagado y agrio. En su mayoría era gente pobre, parados o casados con alguien que lo estaba, y que se daban cuenta de que California y Misisipí eran estados hermanos de la misma Unión, miembros del mismo clan.

Sabía cómo se sentían porque yo fui uno de ellos durante más de cuatro décadas y media. Quizá yo hubiese conseguido algo más en la vida. Ya no vivía en Watts y tenía un empleo fijo. Mi novia, con quien vivía, era azafata de Air France, y mi hijo tenía un barco propio. Habría sido un éxito considerable, dado mi nivel educativo, pero todo aquello se había acabado. Ya no era más que un fantasma que vagaba por las calles que antes fueron mi hogar.

Notaba como si hubiera muerto y los pasos que daba fuesen los pasos finales hacia el infierno, ineludibles, definitivos. Y aunque era un hombre negro en un país que parecía al borde de una guerra racial, mi color y mi raza no tenían nada que ver con mi dolor.

«El infierno de cada hombre es un club privado —solía decirme mi padre cuando era pequeño—. Por eso cuando miro a todos esos blancos que me desprecian, siempre sonrío y digo: “Claro, jefe”».

Sabía que la maza les caería encima a ellos también. Olvidaba decir que también me caería encima a mí, un día.

Una vez en el coche, tomé una callejuela lateral en zigzag para volver hacia la parte oeste de la ciudad. En cada cruce recordaba a la gente que había conocido en Los Ángeles. Muchos eran los mismos que ya conocía en Texas. Nos habíamos trasladado todos en masa, al parecer, desde el profundo sur hasta el refugio californiano. Joppy el barman, que llevaba muerto muchos años, y Jackson, el mentiroso; EttaMae, mi primer amor de verdad, y el Ratón, su hombre, mi mejor amigo. Llegamos aquí en busca de una vida mejor, el motivo por el que se traslada la mayoría de la gente, y muchos creíamos que la habíamos encontrado.

«… Le pones la pistola en la nuca al que entre el último…»

Me veía a mí mismo, invisible para todos los demás, con una pistola en la mano, planeando el robo de la nómina semanal de una gran empresa petrolífera. Todos aquellos años intentando ser un ciudadano modelo, recibiendo un sueldo digno, y todo desaparecía por unos litros de sangre estropeada.

Con esta idea en mente, levanté la vista y me di cuenta de que una mujer que empujaba un cochecito de bebé, con dos niños pequeños a su lado, estaba en medio de la calle, a menos de tres metros de mi guardabarros. Pisé el freno y viré bruscamente a la izquierda, delante de una ranchera del 48 con adornos de madera. El otro también pisó el freno. Los cláxones trompetearon.

La mujer chilló:

—¡Ay, Dios mío! —Y yo me imaginé a uno de sus niñitos aplastado bajo las ruedas de mi Ford.

Abrí la portezuela y salté fuera, casi antes de que se parase el coche, y corrí hacia delante para ver al niño muerto que tanto temía.

Pero me encontré a la mujer pequeñita de rodillas, apretando a sus tres hijos contra su pecho. Los niños lloraban y ella chillaba invocando al Señor.

Un hombre anciano salió de la ranchera. Era negro, con el pelo plateado y amplios hombros. Cojeaba y llevaba unas gafas con montura metálica. Recuerdo que me tranquilizó mucho la preocupación que vi en sus ojos.

—¡Hijo de puta! —gritó la mujercita menuda, color de cascara de nuez—. ¿Qué mierda te pasa? ¿Es que no ves que llevo niños?

El anciano, que al principio venía hacia mí, se desvió hacia la mujer. Apoyó una rodilla en el suelo, aunque le resultaba difícil por su pierna coja.

—Están bien, cariño —dijo—. Tus niños están bien. Pero vamos a apartarnos de la calle. Salgamos de la calzada, antes de que venga otro coche y los atropelle.

El hombre dirigió a los niños y a su madre a la acera, entre Florence y San Pedro. Yo me quedé allí de pie mirándoles, incapaz de moverme. Había coches parados en todos lados. Algunas personas estaban saliendo para ver lo que había ocurrido. Nadie tocaba el claxon aún porque pensaban que quizás hubiese muerto alguien.

El hombre del pelo plateado se volvió hacia mí con los ojos muy serios. Yo esperaba que me regañase por mi conducta descuidada. Estaba seguro de haber visto la reprimenda en sus ojos. Pero cuando se acercó, vio algo en mí.

—¿Está bien, señor? —me preguntó.

Yo abrí la boca para responder, pero las palabras no me salían. Miré a la madre, que estaba besando entonces a la niña. Vi que todos ellos (la madre, el bebé, el niño y la niñita de unos seis o siete años) llevaban los mismos pantalones color marrón.

—Será mejor que tenga cuidado, señor —dijo el viejo—. A todos nos puede pasar a veces, pero no hay que dejar que pase.

Yo asentí e incluso puede que murmurase algo. Luego volví a mi coche a trompicones.

El motor todavía estaba en marcha. Estaba en punto muerto, pero yo no había accionado el freno de mano.

Yo era un accidente a punto de ocurrir.

Durante el resto del camino a casa, me quedé preocupado por la imagen de la mujer que abrazaba a aquella niñita. Cuando Feather tenía cinco años y estábamos en la playa cerca de Redondo, se cayó por una colina llena de arbustos espinosos. Chillaba mientras Jesús la cogía, besándole la frente. Cuando llegué yo y la cogí entre mis brazos, dijo:

—No te enfades con Jesús, papá. No ha sido él quien me ha hecho caer.

Aparqué junto al bordillo para no tener otro accidente. Me quedé allí sentado, con la frase admonitoria resonando en mis oídos: «A todos nos puede pasar a veces, pero no hay que dejar que pase».