Capítulo 1

—… Así que es muy sencillo —decía el Ratón. Cuando sonreía, el diamante incrustado en su diente incisivo brillaba en la oscuridad.

El bar Cox estaba siempre oscuro, hasta en una soleada tarde de abril. La débil luz y las sillas vacías lo convertían en un lugar perfecto para el asunto que teníamos entre manos.

—… Sencillamente nos presentamos allí sobre las cuatro y media de la mañana y esperamos —continuó el Ratón—. Cuando esos hijoputas asomen la jeta, tú le pones una pistola en la nuca al último que pase. Será el que lleve la pistola. Le dices que la suelte y…

—¿Y si se pone chulo? —le pregunté.

—No hará tal cosa.

—¿Y si se asusta y se le dispara el arma?

—No pasará eso.

—¿Y cómo cojones lo sabes, Raymond? —pregunté a mi amigo del alma—. ¿Cómo sabes lo que hará un dedo determinado en Palestine, Texas, dentro de tres semanas?

—Chicos, ¿queréis alguna cosita para la lengua? —preguntó Ginny Wright. Había un punto lascivo en la voz de la propietaria del bar.

Era una sorpresa ver aparecer a una mujer tan grandota en la oscuridad del salón vacío.

Ginny tenía la piel muy oscura y llevaba una peluca de color dorado. No rubio sino más bien dorado, como de metal.

Nos estaba preguntando si queríamos algo para beber, pero Ginny era capaz de incluir una insinuación sexual hasta a la hora de ofrecer un poco de sal, cuando hablaba con hombres.

—Una cola —dije bajito, preguntándome si habría oído algo del plan del Ratón.

—Y un whisky de malta en un vasito helado para el señor Alexander —añadió Ginny, que conocía los gustos de su mejor cliente. Guardaba cinco vasitos pequeños en el congelador en todo momento, listos para complacerle.

—Gracias, Gin —dijo el Ratón, dejando que su empaste de un quilate se incendiase para ella.

—A lo mejor deberíamos hablar de este asunto en otro sitio —sugerí, mientras Ginny se alejaba para servirnos las bebidas.

—Mierda —murmuró él—. Éste es mi despacho, igual que ése que tienes tú en Central, Easy. No debes preocuparte por Ginny. Ella no oye nada, y tampoco dirá nada.

Ginny Wright tenía más de sesenta años. Cuando era jovencita había sido prostituta en Houston. Raymond y yo la conocimos por entonces. Ella había conservado su debilidad por el joven Ratón durante todos aquellos años. Y ahora era su mejor amiga. Cuando le miraba, uno tenía la sensación de que deseaba algo más. Pero Ginny tenía suficiente dejando espacio en su nidito para que Raymond hiciese sus negocios.

Aquella tarde ella había puesto un cartel especial en la puerta de delante: Cerrado. Fiesta privada. Aquel cartel permanecería allí plantado hasta que yo vendiese mi alma por un saco lleno de dinero robado.

Ginny nos trajo las bebidas y luego volvió a la elevada mesa que usaba como barra.

El Ratón seguía sonriendo. Con su piel clara y sus ojos grises parecía un espectro en la oscuridad.

—No te preocupes, Ease —dijo—. Cogeremos a ese mamón desprevenido, ni se enterará.

—Lo único que digo es que no sabes cómo va a reaccionar un tío que lleva una pistola cuando te acercas por detrás y le apoyas el cañón frío de un arma en el cuello.

—Para empezar, Rayford no llevará ninguna bala en el cargador ese día, y lo único en lo que pensará será en el momento en que tú te le eches encima. Porque sabe que en cuanto tú saques la pistola, su socio, Jack Minor, se volverá a ver qué pasa. Y justo cuando lo haga, yo le daré un coscorrón a Jackie y entonces tú y yo tendremos que currar de lo lindo. Habrá un mínimo de doscientos cincuenta mil en el furgón blindado… la mitad, nuestro.

—Crees que es muy astuto saber los nombres de todos esos tíos —dije, alzando la voz más de lo que hubiese querido—. Pero si tú les conoces a ellos, ellos te conocen a ti.

—Ellos no me conocen, Easy —afirmó el Ratón. Pasó el brazo alrededor del respaldo de su silla—. Y aunque me conocieran a mí, a ti no te conocen.

—Pero tú sí que me conoces.

Se dibujó una sonrisa de suficiencia en los labios de Raymond. Se inclinó hacia delante y cruzó las manos. Muchos hombres que conocían a mi amigo el asesino habrían temblado de miedo al ver aquel gesto. Pero yo no tenía miedo. No es que yo sea un hombre tan valiente que no conozca el miedo ante una muerte cierta. Y Raymond Alexander el Ratón, era la muerte personificada, ciertamente. Pero entonces tenía problemas que iban más allá de mí mismo y mi mortalidad.

—No estoy diciendo que me vayas a delatar, Ray —insistí—. Pero los polis saben que trabajamos juntos. Si yo voy a Texas y robo ese furgón blindado contigo, y Rayford canta, vendrán a por mí. Eso es lo que digo.

Recuerdo que sus cejas se levantaron, quizá medio centímetro. Cuando uno se enfrenta a ese tipo de peligro se fija mucho en los pequeños detalles como ése. Ya había visto en acción a Raymond. Podía matar a un hombre y luego echarse una siestecita sin sentir la menor preocupación.

Las cejas significaban que sus sentimientos estaban aliviados; que no tendría que perder los nervios.

—Rayford no me conoce —dijo, echándose atrás en la silla de nuevo—. No sabe ni mi nombre, ni de dónde soy, ni adónde iré cuando coja el dinero.

—¿Y por qué ha confiado en ti? —le pregunté, notando que estaba hablándole como solía hacerlo cuando era un gallito en Fifth Ward, Houston, Texas. Quizás en lo más hondo de mi ser sabía que no colaría toda aquella bravuconería.

—¿Recuerdas cuando estaba en el trullo por el asunto aquel del homicidio? —preguntó entonces él.

Había pasado cinco años en una prisión de máxima seguridad.

—Fue una época muy dura, tío —aseguró—. Ya sabes que no quiero volver allí en la vida. Quiero decir que los polis tendrían que matarme antes de hacerme volver. Pero aunque fue malo, saqué algo bueno de aquello.

El Ratón dio un golpe con el chupito triple de malta helada y levantó el vasito. Oía a Ginny trastear preparando la siguiente copa gratis.

—Ya sabes que conocí a un grupo muy especial cuando estuve allí. Era lo que tú llamas un sindicato.

—O sea, ¿como la mafia?

—No, tío. Es sólo un club. Son negocios limpios. Hay un hermano en Chicago que tiene a unos hombres que van por ahí, por el país, buscando posibilidades. Bancos, furgones blindados, partidas de póquer privadas… cualquier cosa donde se muevan grandes cantidades de dinero, doscientos cincuenta mil o más. Ese tío manda a sus chicos para que hagan los contactos, y luego le da el trabajito a alguien en quien confía —el Ratón volvió a sonreír. Se decía que el diamante se lo había regalado una estrella de cine blanca y muy rica a la que había sacado de un buen lío.

—Aquí tienes, cariño —dijo Ginny colocando su vasito helado en la mesita redonda y baqueteada que se encontraba entre nosotros dos—. ¿Necesitas algo más, Easy?

—No, gracias —respondí yo, y ella se alejó. Sus pisadas eran silenciosas. Lo único que se oía era el roce de sus pantalones de algodón negro.

—O sea que ese tío te conoce…

—Easy —exclamó el Ratón, con un gemido exasperado—, has sido tú quien ha venido a verme y me ha dicho que necesitabas cincuenta mil, ¿no? Bueno… pues ahí los tienes, y probablemente más. Cuando yo deje fuera de combate a Jack Minor, Rayford te dejará que le des un golpe en la cabeza. Nos llevamos el dinero y ya está. Te daré tu parte esa misma tarde.

Se me secó la lengua en aquel momento. Me bebí toda la cola de un solo trago, pero la sequedad no desapareció. Me metí un cubito de hielo en la boca, pero era como si lo chupase con una tira de cuero en lugar de carne.

—¿Y cómo vas a pagar a Rayford? —pregunté, y las palabras gorgotearon en torno al hielo.

—¿Por qué te importa tanto ése?

—Quiero saber por qué confiamos en él.

El Ratón meneó la cabeza y luego se echó a reír. Era una risa sincera, amistosa y jovial. Por un momento pareció una persona normal en lugar de un tipo malo y enormemente frío del gueto, que se había vuelto tan duro que apenas parecía inmutarse, como si no fuera un ser humano.

—El hombre de Chi siempre elige a alguien que tenga algo que esconder. Les amenaza con echarles la mierda encima y luego les paga su parte por adelantado. Y les hace saber que si resultan ser unos chivatos, están muertos.

Era un rompecabezas perfecto. Todas las piezas encajaban. El Ratón tenía todo cubierto, todas las respuestas a mis preguntas. ¿Y por qué no? Era el criminal perfecto. Un asesino sin conciencia, un guerrero sin miedo… Su coeficiente intelectual podía quedar por debajo de todos los gráficos, de eso no tenía ni idea, pero aunque fuera así, toda su mente prestaba una atención tan exagerada a su profesión que pocos podían superar sus ideas, en lo que respectaba a transgredir la ley.

—No quiero que muera nadie en este asunto, Raymond.

—No va a morir nadie, Ease. Sólo un par de dolores de cabeza, nada más.

—¿Y si Rayford es un idiota y empieza a gastar dinero como si fuese agua? ¿Y si la poli sospecha que está metido en esto?

—¿Y si los rusos tiran la bomba H en Los Ángeles? —replicó—. ¿Y si vas conduciendo tu coche por la carretera costera del Pacífico, y te da un ataque al corazón y te caes por un precipicio? Mierda, Easy… Puedo seguir diciendo «y si, y si» hasta que te mueras, pero tienes que tener fe, hermano. Y si Rayford es un idiota y la quiere joder, no tendrá nada que ver con lo que te preocupa ahora.

Por supuesto, tenía razón. Lo que me preocupaba era por qué estaba yo allí. No quería que me cogieran, y no quería que muriese nadie, pero ésos eran riesgos que tenía que correr.

—Déjame pensarlo un poco, Ray —dije—. Te llamo mañana por la mañana a primera hora.