—¿Dónde está? —chillaba—. ¿Qué han hecho con ese pobre hombre? ¿Le han arrancado la lengua? ¿Le han asado a fuego lento? ¿Dónde está, pregunto?
Venía por el pasillo gritando como un condenado. Pude oír que a su lado corrían varias personas intentando calmarle; cosa que nunca había conseguido nadie y ellos tampoco lo consiguieron. Yo no le había visto en mi vida; sólo le había oído un par de veces por radio, pero sabía que era él. Creo que habría adivinado su presencia, aun sin oírle. No era preciso verle ni oírle para saber que andaba cerca Billy Boy Walker. Se intuía.
Se detuvieron ante mi habitación, y Billy Boy empezó a aporrear la puerta como si se hubiese perdido la llave y quisiese echarla abajo.
—¡Señor Ford! ¡Mi pobre amigo! —chilló y apuesto que se le oyó en toda Central City—. ¿Me oye? ¿No le han reventado los tímpanos? ¿Está demasiado débil para hablar? ¡Anímese, amigo!
Siguió desgañitándose y aporreando la puerta. La escena podía resultar divertida, pero lo cierto es que no lo era en absoluto. Ni siquiera a mi, aunque no me habían tocado un pelo, me resultaba divertida. Por un momento llegué a creer efectivamente que me habían pegado una paliza.
Al fin consiguieron abrir la puerta y el hombre irrumpió en la habitación. Su apariencia era tan cómica como sus gritos, pero no sentí el menor deseo de reír. Era bajo y gordo, barrigón, a la camisa le faltaban un par de botones, por lo que se le veía el ombligo. Llevaba un traje negro, grande y lacio, curiosamente ladeado. Todo en él era desproporcionado y deforme, pero no me incitaba a la risa. Y por lo visto, lo mismo les ocurría a la enfermera, a los dos auxiliares y al doctor.
Billy Boy me dio un abrazo llamándome «su pobre amigo» y quiso darme una palmadita cariñosa en el cogote. Tuvo que ponerse de puntillas y ni aun así llegaba. Pero a nadie le pareció risible.
Bruscamente se volvió, asiendo a la enfermera por el brazo.
—¿Ha sido ella, señor Ford? ¿Le azotó con cadenas? ¡Oh! ¡Indigno! ¡Abominable!
La miró de hito en hito, frotándose la mano en los pantalones.
Los auxiliares se apresuraron a ponerme mi ropa. No puede decirse que perdieran el tiempo. Pero la escena parecía muy distinta oyendo los gritos del abogado.
—¡Perversos! ¿Cuándo se saciarán vuestros deseos sádicos? ¿Hasta cuándo os deleitaréis admirando vuestro valor? ¿Qué esperáis para vestir a esa pobre carne torturada, a esa criatura rota que fue en otro tiempo un hombre hecho a imagen y semejanza de Dios?
La enfermera tosía hasta casi sofocarse. Su cara adquirió sucesivamente todos los colores del arco iris. Las mejillas del médico estaban sacudidas por tics espasmódicos, Billy Boy Walker sacó el orinal de debajo de la cama y se lo puso bajo la nariz al doctor.
—¿Eh? ¡Me lo imaginaba! ¡Pan y agua servidos en un inmundo orinal! ¡Vergonzoso, vergonzoso! ¡Infame! ¿Lo hizo usted? ¡Respóndame, negrero! ¿No lo hizo? ¡Indignante! ¡Perjuro, sobornador! Responda, sí o no…
El doctor negó con la cabeza, pero luego asintió. Billy Boy puso el orinal en el suelo y me tomó del brazo.
—No se preocupe por su reloj de oro, señor Ford. No se preocupe por el dinero y las joyas que le han robado. Le han devuelto el traje. Confíe en mí para recuperar el resto… y más. Mucho más, señor Ford.
Me hizo salir por la puerta delante de él, y entonces se dio media vuelta despacio y recorrió la habitación con el índice, señalando uno por uno a todos los presentes.
—Usted, usted y usted están perdidos. Esto será su ruina. En fin.
Les miró fijamente. Ninguno de ellos articuló palabra ni se movió. Me asió de nuevo y nos fuimos por el pasillo. Las tres puertas que cruzamos estaban ya abiertas para dejarnos pasar.
El abogado comprobó con la mano la presión de los neumáticos traseros del coche que había alquilado en Central City. Arrancó brutalmente entre chirridos del cambio de marchas y sacudidas, y salimos por el portón hasta la carretera, donde había letreros en ambas direcciones que pregonaban:
¡PRECAUCIÓN! ¡PRECAUCIÓN!
Los autoestopistas pueden ser fugados
LOCOS PELIGROSOS
Se incorporó en el asiento, y metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón para sacar una bolsa de tabaco. Me ofreció, pero rehusé. Se puso a mascar un poco.
—Es una costumbre asquerosa —declaró con tono apacible—, pero la arrastro desde joven y supongo que no me la quitaré ya de encima.
Abrió la ventanilla, se limpió la barbilla con la mano, y la mano con los pantalones. Encontré los accesorios de fumador del manicomio y empecé a liar un cigarrillo.
—En lo que respecta a Joe Rothman, sepa, señor Walker. Que no he dicho nada sobre él.
—Lo daba por supuesto, señor Ford. Ni por un momento lo pensé —aseguró. Fuese verdad o mentira, su tono era convincente—. ¿Sabe usted una cosa, señor Ford? La comedia que hice ahí dentro no tenía el menor sentido.
—¿No?
—No, señor. Ni pizca. Llevo cuatro días removiendo cielo y tierra. No hubiera luchado más para bajar a Cristo de la cruz. Probablemente es una vieja costumbre, como la de mascar tabaco… lo sé, pero sigo fiel a ella. Señor Ford, yo no le he puesto en libertad. No he tenido nada que ver. Me han concedido la libertad provisional y me han permitido dar con usted. Por eso está en este coche, señor Ford, y no ahí dentro.
—Lo sé. Me lo imaginaba.
—¿Lo comprende? No le van a poner en libertad. Han llegado demasiado lejos para retroceder.
—Lo comprendo muy bien.
—¿Tienen algo claro contra usted? ¿Algo que no pueda refutar?
—Sí, lo tienen.
—Tal vez será mejor que me lo cuente todo.
Vacilé, y después de pensarlo, negué con la cabeza.
—No lo creo, señor Walker. No puede usted hacer nada. Ni yo. Perdería el tiempo miserablemente. Joe y usted podrían verse comprometidos.
—Vamos, eso ya lo sé —volvió a escupir por la ventanilla—. Creo que soy mejor juez de ciertas cosas que usted, señor Ford. Me parece usted… algo pesimista, ¿eh?
—Sabe muy bien que no lo soy —repliqué—. Pero no quiero perjudicar a nadie más.
—Comprendo. Entonces, plantéelo como si se tratase de un caso hipotético. Diga simplemente que cierto conjunto de circunstancias puede acabar con usted… si le parece. Explíqueme un caso, como si no tuviese nada que ver con el suyo.
Le conté el arma de que disponían y la forma en que pensaban utilizarla. Siguiendo el método indicado por él. Me equivoqué muchas veces, porque eso de describir mi situación, la prueba de que disponían y lo demás, como si se tratase de un hecho hipotético, resultaba muy difícil. Sin embargo, lo comprendió todo. No tuve que repetir ni una sola palabra.
—¿Es eso todo? —preguntó—. O sea, que no tienen… que no pueden obtener un testimonio formal.
—Estoy casi seguro de ello —dije—. Tal vez me equivoque, pero estoy convencido de que no pueden sacar nada de esa… de esa prueba.
—Bien. Entonces, muy bien, en tanto que usted no…
—Lo sé —asentí—. Y no van a pillarme por sorpresa como se imaginan. Yo… quiero decir, ese sujeto de quien le hablaba.
—Siga, señor Ford. Siga empleando la primera persona. Le resultará más fácil explicarse.
—Bueno, no cederé ante ellos. No lo creo. Pero tarde o temprano acabará por ocurrirme con alguien. Y es mejor que sea cuanto antes y terminar de una vez.
Se volvió un momento para mirarme. El viento le hacía temblar el sombrero.
—¿Decía que no quiere perjudicar a nadie? ¿Hablaba en serio?
—Sí. Es imposible perjudicar a quien ya está muerto.
—Muy bien.
No sé si realmente había comprendido mi plan y le satisfacía. Su concepto del bien y del mal no se ajustaba precisamente mucho al de los libros.
—Me revienta arrojar la esponja —gruñó—. Nunca he tenido la costumbre de rendirme, ¿sabe?
—No se rinde usted. ¿Ve ese coche que nos sigue? ¿Y ese otro que se nos puso delante hace un rato? Son coches del condado, señor Walker. No arroja usted la esponja. La partida está perdida hace tiempo.
Echó una mirada al retrovisor y luego escrutó la carretera. Escupió y se limpió mano en los pantalones.
—Todavía nos queda bastante, señor Ford. Unos cincuenta kilómetros, ¿no?
—Más o menos. Tal vez un poco más.
—No sé si querrá contármelo todo. Entiéndame, no quiero forzarlo, pero podría ser útil. Quizá le pueda ser útil a otro.
Hizo pasar el tabaco de una mandíbula a la otra, mascó un momento y siguió:
—Yo nunca estudié derecho en la Facultad, señor Ford. Aprendí leyes a fuerza de leer en el despacho de un fiscal. La única educación superior que recibí fueron un par de cursos en un instituto agronómico. Lo único que hacíamos era perder el tiempo. Allí aprendí sólo dos cosas que me hayan sido de utilidad. Una, que era imposible hacerlo peor que los que ocupan el poder, y que me convenía derribarles y conseguir su puesto. La otra era una definición que encontré en los libros de agronomía y que creo significó un descubrimiento más importante que el que acabo de explicar. Transformé más profundamente mi forma de pensar, si es que entonces pensaba. Antes, lo veía todo blanco o negro; había lo bueno y lo malo. Pero ahí aprendí que la etiqueta que se le pone a una cosa depende de la posición en que estés tú y de la posición de la cosa. Y… la definición que saqué de los libros de agronomía era ésta: «Una mala hierba es una planta que no está en su lugar». Si encuentro una amapola en un campo de trigo, es una mala hierba. Si la encuentro en mi jardín es una flor… Está usted en mi jardín, señor Ford.
… Le conté lo que había ocurrido. El iba asintiendo con la cabeza, escupiendo, atento al volante, divertido enano panzudo que sólo tenía una cualidad: la comprensión, pero la tenía hasta tal punto, que no olvidaba el resto. Me comprendía mejor de lo que me comprendía yo mismo.
—Sí, sí —murmuró—. Tenía la obligación de persuadirse de que era capaz de amar. Lo necesitaba para compensar ese sentimiento de culpabilidad oculto en su subconsciente.
Y después:
—Y, por supuesto, sabía que nunca se marcharía de Central City. El exceso de protección de que le rodeó su padre produjo en usted un pánico al mundo exterior. Y, lo que es más importante, el hecho de quedarse aquí, sufriendo, formaba parte de la carga que tenía usted que soportar.
Lo comprendía muy bien, sin duda.
Apuesto a que Billy Boy Walker debe ser el tipo más odiado del país en las altas esferas. Pero es el mejor hombre que conocí en mi vida.
Supongo que los sentimientos que me inspira dependen también de lado en que se encuentre uno.
Detuvo el coche delante de mi casa; no tenía ya más que contarle. Pero se quedó unos minutos inmóvil, escupiendo, en actitud de reflexión.
—¿Le importa que entre un momento, señor Ford?
—No creo que sea conveniente. Me temo que esto no va a durar mucho ya.
Sacó un viejo reloj del bolsillo y lo miró.
—El tren no pasa hasta dentro de dos horas, pero… bueno, tal vez tenga razón. Lo lamento, señor Ford. Confiaba, a falta de solución mejor, en que viniese conmigo.
—No podría acompañarle en ningún caso. Como usted decía, estoy atado aquí. Nunca seré libre mientras viva…