Llevaba ocho días en la cárcel, pero nadie me había interrogado, ni habían intentado otro truco como el de la voz del disco. Ya lo esperaba, porque no estaban seguros de la prueba… ni tampoco de mi reacción ante ella. No tenían la seguridad de que esa prueba me obligara a confesar. Y aunque la hubiesen tenido, sabía que preferían que me desmoralizase y confesase espontáneamente. En tal caso podían mandarme a la silla eléctrica. De lo contrario, no.
Me daba la impresión de que no estaban en condiciones para nuevos trucajes; tal vez no disponían del equipo necesario. Sea como fuere, renunciaron. Y al octavo día, hacia las once de la noche, me trasladaron al manicomio.
Me instalaron en una habitación muy buena, mucho mejor que las que había visto años antes al llevar allí a un detenido. Me dejaron solo. Una simple ojeada me hizo descubrir que me vigilaban por unas pequeñas ranuras que había en lo alto de las paredes. No me habrían instalado en una habitación con cigarrillos, cerillas, un vaso y una jarra de agua, si no hubiese alguien vigilándome.
Me pregunté hasta dónde me dejarían llegar si intentaba degollarme o me envolvía en una sábana y le pegaba fuego, pero no por mucho tiempo. Era tarde y estaba molido después de tantos días durmiendo en el jergón infecto de la nevera. Fumé un par de cigarrillos liados a mano y apagué las colillas con sumo cuidado. Luego, con la luz encendida (no había ningún interruptor en la habitación), me eché a dormir.
Hacia las siete de la mañana entró una robusta enfermera acompañada por dos jóvenes de bata blanca. Me tomó la temperatura y el pulso mientras los acompañantes aguardaban. Luego se fue y los enfermeros me llevaron por el pasillo hasta las duchas, y me vigilaron mientras me bañaba. No me trataban con aspereza ni hosquedad, pero no decían ni media palabra más de lo necesario. Guardé silencio.
Salí de la ducha y volví a ponerme el camisón corto. Volvimos a la habitación y uno de ellos me hizo la cama mientras el otro traía el desayuno. Los huevos revueltos eran bastante insípidos, y mi apetito no se veía muy estimulado con la limpieza de mi habitación, el vaciado del orinal de hierro esmaltado, etcétera. Pero me lo comí casi todo y apuré todo el café tibio y flojo que habían traído. Cuando terminé, ya no quedaba nada por limpiar. Me volvieron a dejar encerrado.
Fumé otro cigarrillo liado a mano; me gustó.
Me pregunté… Mejor no. No quise preguntarme lo que sería una vida en tales condiciones. Seguro que los enfermos lo pasaban diez veces peor que yo; mi situación era muy especial. En aquel momento estaba secuestrado. Hecho que podía provocar un escándalo. De no ser así, si me hubieran internado oficialmente… mi situación seguiría siendo especial pero en otro sentido. Estaría peor que los demás pacientes.
De eso ya se encargaría Conway.
A partir del segundo día permitieron que yo mismo me afeitase, bajo su vigilancia, con una maquinilla eléctrica.
Pensé en Rothman y en Billy Boy Walker, pensé simplemente, sin preocuparme en absoluto. Porque, maldita sea, no tenía ningún motivo de preocupación, y eran probablemente ellos los que habían de preocuparse, por ellos y por mí. Pero…
Me estoy anticipando a los hechos.
Conway y los otros seguían sin conocer el valor de la prueba. Habrían preferido que yo confesase, como ya he dicho. Por eso, la segunda noche que pasé en el manicomio, emplearon otro truco.
Estaba tumbado en la cama sobre un costado, fumando un cigarrillo. La luz fue perdiendo intensidad hasta casi desvanecerse. Entonces oí un clic y un rayo luminoso salió por encima de mí, y apareció en la pared de enfrente Amy Stanton mirándome.
Era una foto, claro. Una diapositiva. No me costó ningún esfuerzo descubrir que estaban utilizando un proyector. En la foto bajaba por el camino de entrada a su casa; sonriente, pero aparentemente contrariada como tantas veces. Casi me pareció oírla: «Bueno, por fin llegaste, ¿eh?» Sabía que sólo era una foto, pero parecía tan real que le respondí mentalmente: «Eso parece, ¿no?».
Habían conseguido todo un álbum de fotos de Amy. No les debió resultar difícil, porque los pobres viejos, los Stanton, eran gente acomodaticia, poco dada a pedir explicaciones. Bueno, después de la primera foto, bastante reciente, apareció otra de cuando tenía quince años, y a partir de ahí fueron siguiendo el orden cronológico.
Las vi —muchas de esas fotos las había tomado yo mismo; parecía ayer— la vi trabajando en el jardín, con un par de tejanos viejos; volver de la iglesia a casa, con un gracioso sombrero que se había hecho ella misma; al salir del supermercado abrazada a una enorme bolsa de comida; sentada en el jardín, con una manzana en la mano y un libro en el regazo.
La vi también con la falda arremangada: acababa de saltar una valla cuando tomé la foto. Se inclinaba, intentando cubrirse, chillando: «No seas atrevido, Lou. ¡Ahora no!» Se había puesto hecha una furia porque le había tomado aquella foto, pero la guardó.
La vi…
Intenté recordar cuántas fotos habría, para calcular el tiempo que duraría la sesión. Tenían una prisa terrible por terminar, me pareció. Pasaban las diapositivas a toda velocidad. Apenas empezaba a disfrutar de una foto y recordar de cuándo era y la edad que tenía Amy entonces, cuando otra le sucedía.
Además de ser un desprecio para Amy, era completamente estúpido pasar las fotos con tanta rapidez como lo hacían. A fin de cuentas, el único objetivo de aquella sesión era conseguir que yo estallase, y, ¿cómo iba a estallar si ni siquiera me dejaban mirarla con calma?
Yo no pensaba flaquear, claro está. Cuanto más la contemplaba, más firme y resuelto me sentía. Pero ellos lo ignoraban, aunque eso no les servía de excusa. Estaban saboteando un trabajo. Un trabajo difícil y delicado que, por su estupidez, no eran capaces de llevar a cabo debidamente.
En fin…
La sesión empezó hacia las ocho y media y hubiera debido durar hasta por lo menos la una o las dos de la madrugada. Pero parecían tener tanta prisa que terminaron hacia las once.
Al encenderse la luz, me levanté y di una vuelta por la habitación. Me acerqué a la pared donde habían proyectado las fotos, y me froté los ojos con el puño. Luego di unas palmadas en la pared y me pasé la mano por el cabello.
Creo que hice una buena interpretación. Lo justo para que me creyeran impresionado, pero sin extremar un realismo que pudiera servir de argumento en el informe de mi salud mental.
A la mañana siguiente, la enfermera y los dos auxiliares no fueron más comunicativos que de costumbre. Con todo, me pareció que su actitud era distinta, más atenta. Así que me puse a fruncir el ceño y a mirar al suelo, y sólo comí parte del desayuno.
También dejé la mayor parte del almuerzo y la cena. Hice lo posible por representar adecuadamente la comedia, sin pasarme por exceso ni por defecto. Pero me devoraba la impaciencia. No pude evitar hacerle una pregunta a la enfermera por la noche, y esa pregunta lo echó todo a perder.
—¿Pondrán fotos esta noche?
Inmediatamente comprendí que había cometido un grave error.
—¿Qué fotos? No sé nada de fotos —dijo.
—Las fotos de mi prometida, lo sabe muy bien. ¿Me las enseñarán, señora?
Negó con la cabeza, con un fulgor maligno en la mirada.
—Ya lo verá. Espere y verá, señor.
—Pues dígales que no vayan tan de prisa —rogué—. Si las pasan tan de prisa, no puedo verla bien. No me dan tiempo de mirarla.
Enarcó las cejas y sacudió la cabeza, mirándome fijamente, como si no me hubiese oído bien. Se apartó un poco de la cama.
—Usted —tragó saliva—. ¿Quiere usted ver esas fotos?
—Bueno… yo…
—Si, quiere verlas —murmuró—. Quiere ver las fotos de la chica que usted… que usted…
—Claro que quiero verlas —grité enfadado—. ¿Y por qué no iba a querer verlas?
Los auxiliares se acercaron. Bajé la voz.
—Lo siento. No quise molestarles. Si tienen demasiado trabajo, tal vez podrían prestarme el proyector. Sé como funciona y no se lo estropearía.
Pasé una noche terrible. No hubo fotos, y tenía tanta hambre, que tardé horas en conciliar el sueño. Sentí un gran alivio al llegar el nuevo día.
Fue el final de un espectáculo. No intentaron ninguna otra estratagema. A partir de aquel momento se limitaron a custodiarme. Me mantenían allí, sin que yo dijera una palabra más de lo imprescindible, ni ellos tampoco.
Esto duró seis días. Empecé a desconcertarme. Porque la prueba tenía que poder utilizarse. A menos que ya no fuera utilizable.
Transcurría el séptimo día, y empezaba a fastidiarme la espera. Fue entonces, después del almuerzo, cuando apareció Billy Boy Walker.