20

Me desperté a la mañana siguiente, poco después de las nueve. La morfina me había dejado la boca y la garganta secas, (no sé por qué no habían utilizado hioscina, que era lo normal) y estaba muerto de sed.

De pie en el lavabo bebí un vaso de agua tras otro, pero enseguida empecé a vomitar (ya les digo que todo es mejor que la morfina). Al cabo de un momento, desaparecieron las náuseas. Tomé un par de vasos más que ya no devolví. Me remojé la cara con agua caliente y luego fría y me peiné.

Volví al dormitorio y me senté en la cama preguntándome quién me habría desnudado. Y bruscamente todo me volvió a la memoria. No se trataba de Amy. No quería pensar más en ella. Lo que me preocupaba era mi situación presente.

No tendría que haber estado solo. En un trance así, los amigos no te dejan solo. Había perdido a la chica con quien iba a casarme, había pasado por una terrible experiencia, y me habían dejado solo.

No había ni siquiera una enfermera. Me levanté e inspeccioné las otras habitaciones para cerciorarme.

Abajo, habían limpiado la cocina. Estaba solo. Empecé a preparar café, y entonces oí toser a alguien delante de la casa. Me alegré hasta tal punto que se me saltaron las lágrimas. Apagué el fogón y salí a la puerta de la calle.

Jeff Plummer estaba sentado en las escaleras de entrada.

Estaba ladeado, apoyando la espalda en una de las columnas del porche. Me echó una mirada y siguió con la vista fija hacia delante sin volverse para hablar.

—Diablos, Jeff —exclamé—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Por qué no has llamado?

—Llevo aquí bastante rato —sacó un chicle del bolsillo y empezó a quitarle el papel—. Si, señor, mucho rato.

—¡Bueno, entra! Ahora mismo iba…

—Casi prefiero quedarme donde estoy, el aire me sienta bien. Por lo menos me sentaba bien.

Se metió el chicle en la boca. Dobló el envoltorio hasta convertirlo en una bolita, y se la metió en el bolsillo de nuevo.

—Si, señor. Muy sano, te lo digo yo.

Me encontré como clavado en la puerta. Tenía que estar allí, de pie, mirando cómo movía las mandíbulas al mascar. Mirándole… viendo cómo volvía la cabeza para no mirarme.

—¿Ha venido… alguien…?

—Les he dicho que no querías ver a nadie —explicó—. Que estabas muy afectado por lo de Bob Maples.

—¿Cómo? Yo… ¿Bob?

—Se pegó un tiro hacia la media noche. Esta noche, sí, señor, el pobre viejo se mató, y creo que no era para menos. Me parece que comprendo perfectamente sus sentimientos.

Y seguía sin mirarme.

Cerré la puerta.

Y quedé apoyado en ella; me dolían los ojos y la sangre me martilleaba las sienes. Con cada uno de los latidos que me subían del corazón a la cabeza, iba contando maquinalmente todos esos muertos: Joyce, Elmer, Johnnie Pappas, Amy, el…, Bob Maples… ¡Pero si Bob nunca llegó a saber nada! Se había precipitado a sacar conclusiones igual que todos. No había sido capaz de aguardar a que yo se lo explicase, con lo que me hubiera gustado explicárselo. ¿No se lo expliqué siempre todo? Pero no quiso esperar. Se había pronunciado sin la menor prueba, igual que los demás.

Y todo por estar yo cerca cuando fueron asesinadas unas cuantas personas. Sólo porque dio la casualidad…

No podían saber nada, porque yo era el único que podía decírselo… demostrárselo… y no lo había hecho.

Ni lo haría, claro, por todos los demonios.

De hecho, considerando las cosas lógicamente, no se puede prescindir de la lógica, no existía nada contra mí. La existencia y la prueba son inseparables. Para tener la primera, es necesaria la segunda.

Aferrado a esta idea, hice un copioso desayuno. Pero apenas pude comer. La maldita morfina me había quitado el apetito, como siempre pasa. No conseguí tomar más que una tostada y dos o tres tazas de café.

Subí y encendí un puro. Me tendí en la cama. Yo… un hombre que había pasado por lo que yo, tenía que estar en la cama.

Hacia las once menos cuarto, oí que se abría la puerta de la calle y volvía a cerrarse. Pero no me moví. Seguía tendido en la cama fumando, cuando entraron Howard Hendricks y Jeff Plummer.

Howard me saludó con un gesto y acercó una silla a la cama. Jeff se sentó en un sillón. Seguía rehuyéndome. A Howard tampoco le resultaba fácil guardar las apariencias, pero lo intentaba. Se esforzó en mostrarse serio y apenado, y en hablar con voz firme.

—Lou —dijo—, nosotros… yo no estoy nada satisfecho. Los acontecimientos de esta noche… los acontecimientos recientes… Esto no me gusta nada, Lou.

—Bueno —dije—. Es natural. Lo raro sería lo contrario. Tampoco me gustan a mí.

—¡Ya sabe lo que quiero decir!

—Claro. Sé perfectamente cómo…

—Por ejemplo, ese supuesto ladrón violador… Ese pobre diablo que ha querido hacer pasar usted como ladrón violador… ¡pues sabemos que no era nada de eso! Era un obrero del oleoducto. Llevaba la paga en el bolsillo. Y si, sabemos que no estaba borracho, porque acababa de tomar una cena muy abundante. No tenía ningún motivo para hallarse en esta casa, de modo que la señorita Stanton no pudo…

—¿Dice que no estuvo aquí, Howard? —exclamé—. Pues no es muy fácil de probarlo.

—Bueno… no había venido a robar, es una certeza. Si…

—¿Por qué? —dije—. Si no vino a robar, ¿qué diablos hacía?

Empezaron a brillarle los ojos.

—¡No importa! ¡Dejemos esto por un momento! Para empezar le diré lo siguiente. Si cree que conseguirá escapar al ponerle ese dinero para hacer creer…

—¿Qué dinero? —inquirí—. ¿No dijo que llevaba su paga?

¿Lo ven? El pobre carecía de todo buen sentido. Tenía que haber esperado que fuese yo quien mencionase los billetes marcados.

—El dinero que le robó usted a Elmer Conway. ¡El dinero que cogió usted la noche que les mató a los dos, a él y a ella!

—Oiga, un momento, un momento —grité—. Vamos por partes. Hablemos de la mujer. ¿Por qué iba yo a matar a esa mujer?

—Porque… bueno, porque usted mató a Elmer y tenía que hacerla callar.

—¿Y por qué iba yo a matar a Elmer? Le conocía de toda la vida. Si hubiese querido hacerle daño, no me habrían faltado las oportunidades.

—Usted sabe… —se interrumpió bruscamente.

—Si… ¿Por qué iba yo a matar a Elmer, Howard?

No podía decirlo, claro. Chester Conway le había dado instrucciones muy precisas al respecto.

—Usted le mató —afirmó ruborizándose—. Y a ella también. Y ahorcó a Johnnie Pappas.

—Está diciendo una sarta de disparates, Howard —suspiré meneando la cabeza—. Fue usted quien insistió en hacerme hablar con Johnnie porque sabía lo mucho que le apreciaba yo y lo mucho que me apreciaba él a mí. Y ahora está pregonando a los cuatro vientos que le maté yo.

—Tenía que matarle para protegerse… ¡Ese billete marcado de veinte dólares, se lo dio usted!

—Todo esto es un disparate —protesté—. Vamos a ver, faltaban quinientos dólares, ¿no? ¿Pretende que yo maté a Elmer y a aquella mujer por quinientos dólares? ¿Es eso lo que dice, Howard?

—Estoy diciendo que… que… maldita sea, Johnnie no estaba en el lugar del crimen. Cuando se cometieron los asesinatos estaba robando neumáticos.

—¿Es cierto? —pregunté poco a poco—. ¿Le vio alguien, Howard?

—¡Si! Es decir, bueno…

¿Ven lo que quiere decir? ¡Metralla!

—Supongamos que Johnnie no cometió esos crímenes —proseguí—. Usted sabe que me era difícil creer que fuera culpable, Howard. Se lo he dicho desde el principio. Siempre pensé que se asustó y que había perdido la cabeza cuando se ahorcó. Yo era su único amigo, y entonces parecía que yo no le creía tampoco, y…

—¡Su amigo! ¡Jesús!

—Así que no creo que fuese él. La pobre Amy murió asesinada casi de la misma forma que la otra mujer. Y ese hombre… dice que llevaba encima buena parte del dinero que faltaba. A un hombre así quinientos dólares le parecían mucho dinero. Si juntamos eso con el parecido que guardan los dos asesinatos…

Bajé gradualmente la voz, sonriéndole. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir una palabra.

Metralla. Eso es lo que tenía.

—Ha encontrado respuesta a todo, ¿eh? —murmuró—. Cuatro… cinco asesinatos; seis, si contamos la muerte del pobre Bob Maples, que confiaba en usted, y usted ahí tan tranquilo dando explicaciones y sonriendo. No le preocupa lo más mínimo. ¿Cómo puede hacer eso, Ford? ¿Cómo se atreve…?

Me encogí de hombros.

—Alguien tiene que mantener la cabeza clara, y usted no parece capaz. ¿Alguna pregunta más, Howard?

—Si. Una. ¿Cuál es el origen de las magulladuras que aparecen en el cuerpo de la señorita Stanton? Magulladuras antiguas, no de anoche. La misma clase de señales que encontramos en el cuerpo de la otra mujer, Joyce Lakeland. ¿A qué se deben esas señales, Ford?

Metralla…

—¿Magulladuras? Ahora sí que me ha pillado. ¿Cómo quiere que lo sepa?

—¿Q-que cómo quiero que lo sepa? —tartamudeó.

—Claro —exclamé, extrañado—. ¿Cómo?

—Pero ¡maldita sea! ¡Lleva años tirándose a esa chica! Usted…

—No diga eso —corté.

—No —intervino Jeff Plummer—, no diga eso.

—Pero… —Howard se volvió hacia él y de nuevo se dirigió a mí—. Muy bien, ¡no lo digo! No necesito decirlo. Esa chica nunca salió con nadie más que con usted, así que usted es el único que pudo hacerlo. ¡La golpeó, y golpeó también a esa ramera!

Reí con tristeza.

—¿Y Amy se sometía a que le pegase, no? ¿No es eso, Howard? ¿Yo le pegaba y ella seguía viéndose conmigo? ¿Y estaba a punto de casarse conmigo? Eso es absurdo, ninguna mujer lo soportaría, y Amy menos aún. Si hubiese conocido a Amy Stanton, ni por un momento se le habría ocurrido semejante idea.

Meneó la cabeza mirándome como si yo fuese una especie de fenómeno. Esa metralla no le hacía ningún bien, ciertamente.

—Mire, es muy posible que Amy se diese algunos golpes, por aquí y por allá —continué—. Realizaba toda clase de trabajos: cuidaba la casa, daba clases en la escuela… Sería muy extraño que no se hubiese dado algún golpe.

—No me refiero a eso. Y usted lo sabe perfectamente.

—… Si cree que yo la traté así y que ella lo soportaba, está completamente despistado. No conocía usted a Amy Stanton.

—Quizás —respondió—, era usted quien no la conocía.

—¿Yo? Pero no acaba de decir que estuvimos juntos durante años.

—No —dijo dudando, y frunció el ceño—. No lo sé. No veo nada claro, y no finjo que lo esté. Pero no creo que usted la conociera. No tan bien como…

—¿Sí? —contesté.

Buscó en el bolsillo interior de su abrigo y sacó un sobre azul cuadrado. Lo abrió y extrajo uno de esos dobles folios de papelería. Vi que estaba escrito por las dos caras, cuatro páginas en total. Y reconocí aquella letra, pequeña y clara.

Howard levantó la vista del papel y atrajo mi atención.

—Esto estaba en su bolso. —Su bolso—. Debió escribirlo en casa y supuestamente planeaba dárselo a usted cuando ya estuvieran fuera de Central City. De hecho —dio un vistazo a la carta— pretendía que se detuvieran en un restaurante de carretera y hacérsela leer mientras ella iba a los servicios. La carta empieza, «Querido Lou…»

—Déjeme verla —le dije.

—Yo la leeré.

—Es su carta —intervino Jeff—. Déjasela.

—Muy bien —protestó Howard y me la entregó. Sabía que había planeado que la leyera por completo. Quería que la leyera mientras él se recostaba y me miraba.

Observé detenidamente el grueso folio doble, mantuve mis ojos fijos en él:

Querido Lou:

Ahora ya sabes por qué te he hecho parar aquí, y por qué me he ido de la mesa. Era para dejarte leer esto, las cosas que de otro modo no podría decirte. Por favor, léela detenidamente, querido. Te dejaré mucho tiempo. Y si te parecí confusa y que divagaba, por favor, no te enfades conmigo. Sólo es porque te amo tanto, y estoy un poco asustada y preocupada.

Cariño, desearía poder decir lo feliz que me has hecho estas últimas semanas. Me gustaría poder estar segura de que en algún momento de tu vida eres por un pequeño instante tan feliz como lo he sido yo. Aunque sea únicamente un instante diminuto. A veces tengo la loca y maravillosa sensación de que lo has sido, de que fuiste incluso tan feliz como lo he sido yo (¡aunque no alcanzo a saber como pudiste!) y a los demás me digo a mi misma… ¡Oh, no lo sé, Lou!

Supongo que el problema está en que pareció que todo surgía tan de repente. Hemos estado saliendo durante años, y tú parecías ser cada vez más indiferente; parecía que te mantenías alejado de mí y que te complacías en hacer que te siguiera. (Parecía, Lou; no estoy diciendo que lo hicieras.) No intento excusarme a mí misma, cariño. Sólo quiero explicar, para que entiendas que no voy a comportarme así nunca más. No voy a ser ruda ni exigente ni increpante ni… No voy a poder cambiarlo todo de una vez (oh, pero lo haré, querido; me vigilaré, lo haré tan rápido como pueda) pero si me amas, Lou, sólo actuarás por amor, estoy segura.

¿Comprendes cómo me siento? ¿Aunque sólo sea un poco? ¿Entiendes por qué me comportaba de ese modo, y por qué no lo haré nunca más? Todo el mundo sabía que yo era tuya. Casi todos. Yo quería que fuera de ese modo; estar con otro era inimaginable. Pero yo no podría haber estado con nadie más aunque lo hubiese deseado. Yo era tuya. Siempre sería tuya aunque me abandonaras. Y parecía, Lou, que te estabas escabullendo más y más, perteneciéndome todavía sin dejar que fueras mío. Estabas (según parecía, cariño, sólo parecía) dejándome sin nada —y sabías que lo estabas haciendo, sabías que estaba indefensa— y parecía que disfrutaras con ello. Me evitabas. Hacías que te persiguiera. Hacías que dudara de ti y te rogara, y… y entonces actuaste de una forma tan inocente y desconcertante y… Perdóname, querido. No quiero criticarte nunca, nunca más. Sólo deseaba que lo entendieras, y supongo que esto sólo lo podría hacer otra mujer.

Lou, quiero preguntarte algo, unas cuantas cosas, y te ruego, por favor, por favor, por favor que no te lo tomes a mal. ¿Me tienes —oh, no lo tengas, cariño— miedo? ¿Te sientes obligado a ser bueno conmigo? Entonces no diré nada más, pero sabes lo que quiero decir, tan bien como yo lo sé al fin. Y tú comprenderás…

Espero y ruego que este equivocada, cariño. Lo espero tanto. Pero tengo miedo —¿tienes problemas? ¿Hay algo que te preocupa? No quiero preguntarte más que esto, pero quiero que sepas que sea lo que sea, incluso si soy yo— sea lo que sea, Lou, estaré a tu lado. Te quiero (¿estás cansado de oírme decirlo?) y te conozco. Sé que nunca harías nada malo deliberadamente, simplemente no podrías, y te quiero tanto y… Déjame que te ayude, cariño. Sea lo que sea, sea cual sea la ayuda que necesites. Incluso si implica que estemos separados un tiempo, mucho tiempo, permíteme —deja que te ayude. Porque yo te esperaré, el tiempo que sea— y puede no ser mucho tiempo, sólo es una cuestión de… bueno, todo irá bien, Lou, porque tu nunca harías nada malo deliberadamente. Yo lo sé y todo el mundo lo sabe, y todo irá bien. Haremos que todo vaya bien, tú y yo juntos. Si sólo me lo contaras. Si sólo me dejaras ayudarte.

Ahora bien. Te pedí que no me tuvieras miedo, pero sé cómo te sentías, como solías sentirte, y sé que preguntártelo o decírtelo no sería suficiente. Es por esto que te he hecho detener en este lugar, aquí en una parada de autobús. Es por esto por lo que te estoy dando tanto tiempo. Para demostrarte que no debes tener miedo.

Espero que cuando vuelva a la mesa todavía estés aquí. Pero si no estás, cariño, si sientes que no puedes… entonces sólo deja mis bolsas en la habitación. Llevo dinero y puedo conseguir un trabajo en alguna ciudad, y haz esto, Lou. Si crees que debes hacerlo. Lo entenderé y todo será perfectamente correcto —honestamente lo será, Lou— y…

Oh, cariño, cariño, cariño. Te amo tanto. Siempre te he amado y siempre lo haré, ocurra lo que ocurra. Siempre, cariño. Siempre y siempre. Para siempre.

Siempre y para siempre,

AMY