Al verme tuvo un sobresalto. Dejó las maletas en el suelo, empujó una de ellas con el pie y se apartó un mechón de pelo de los ojos.
—Bueno —exclamó—. ¡No se te ocurrirá echarme una mano, no! Y, por cierto, ¿por qué no dejaste el coche en el garaje?
Meneé la cabeza sin decir una sola palabra.
—Estoy sudando, Lou Ford. A veces pienso… ¡Y aún no estás listo! Te quejas siempre de lo lenta que soy y tú aquí, la misma noche de tu boda y ni siquiera…
Calló de repente y apretó los labios; sus senos subían y bajaban precipitadamente. Oí por lo menos diez veces el tictac del reloj de la cocina, antes de que volviese a hablar.
—Lo siento, querido —dijo con dulzura—. No querría…
—No digas nada más, Amy. ¡Ni una palabra!
Sonrió y vino hacia mí con los brazos abiertos.
—Nunca volveré a hablar así, querido. Pero quiero que sepas lo mucho que te…
—Lo sé. Quieres entregarme tu corazón.
La golpeé en el vientre con todas mis fuerzas.
Mi puño penetró hasta su columna vertebral, y la carne se cerró en torno a mi muñeca. Lo arranqué con un movimiento brusco, y ella se dobló en dos, como si tuviera una bisagra en la cintura.
Se le cayó el sobrero y chocó contra el suelo. Luego se desplomó hacia atrás, como un chico que intenta dar un salto mortal. Quedó tendida boca arriba, con los ojos fuera de las órbitas, agitando la cabeza a uno y otro lado.
Llevaba una blusa blanca y un traje sastre color crema claro. Y debía ser nuevo, porque no recordaba habérselo visto. Cogí el cuello de la blusa y las rasgué hasta la cintura. De un tirón levanté la falda hasta que le tapé la cara, lo cual la hizo agitarse y estremecerse de pies a cabeza. Oí entonces un sonido raro, como si intentase reír.
Después vi como el charco se agrandaba bajo su cuerpo.
Me senté y traté de leer el periódico. Intenté fijar la vista en él. Pero había poca luz, insuficiente para leer, y Amy seguía removiéndose.
En un momento dado, sentí que algo me rozaba el zapato, miré hacia abajo, y era su mano. Iba tanteando la punta de la bota. Avanzó hacia el tobillo y la pierna. No sé por qué, pero sentí miedo de apartarme. Sus dedos llegaron hasta el final de la bota, y entonces cerró la mano. Casi no podía moverme. Me levanté e intenté rechazarla, pero sus dedos seguían asiéndome.
Tuve que arrastrarla casi un metro, para que me soltara.
Sus dedos siguieron moviéndose, deslizándose, arrastrándose en todas direcciones, hasta que asieron el bolso fuertemente. Lo arrastraron bajo su falda, y ya no pude verlo, ni tampoco sus manos.
Bueno, muy bien. Causaba mejor efecto agarrada a su bolso. Pensando en el detalle, sonreí un poco. Era muy propio de ella eso de agarrarse al bolso. Había sido siempre tan tacaña y… y supongo que por la fuerza de las circunstancias.
No había en toda la ciudad mejor familia que los Stanton. Pero los padres de Amy habían estado medio enfermos durante muchos años, y apenas les quedaba más que la casa. Amy se había visto obligada a hacer economías, y hasta el más insensato lo comprendería; porque ella no podía vivir de otro modo, como nos pasa siempre a todos: lo que hacemos es porque no hay más remedio. Y supongo que no habría sido muy divertido cuando le tomaba el pelo, o fingía estar sorprendido cuando ella se enfadaba.
¿Y por qué diablos no llegaba él? Hacía más de media hora que ella apenas respiraba, y el dolor debía atormentarla. Sabía que sufría atrozmente. Yo retuve la respiración un momento, porque habíamos hecho tantas cosas juntos, y…
Entonces llegó.
Había cerrado la puerta delantera, para que no pudiese entrar, y oí cómo forcejeaba con ella.
Le di a Amy dos fuertes puntapiés en la cabeza. Su cuerpo se levantó y la blusa se deslizó descubriéndole el rostro. No cabía la menor duda sobre su identidad. Había muerto la noche del… Fui entonces a abrir la puerta y le hice entrar.
Le puse en la mano el fajo de billetes y le dije:
—Métete esto en el bolsillo. El resto lo tengo ahí en la cocina.
Y eché a andar en esa dirección.
Sabía que se metería el dinero en el bolsillo sin más. Todos lo han hecho más o menos. Se acerca uno a alguien y le dice: «Toma esto». Aunque el otro haya empleado el mismo truco, el tipo obedece maquinalmente y tiende la mano. Ya le puedes dar una boñiga de caballo, un higo chumbo o un ratón muerto.
Lo hice muy de prisa y me fui a la cocina. El vagabundo me pisaba los talones; no quería perderme de vista.
Había poca luz, como ya he dicho. Yo me interponía entre él y ella. Le tenía a mis espaldas, y me vigilaba sin desviar la mirada. Al entrar en la cocina, me hizo a un lado bruscamente.
Casi la pisó. Creo que por un instante la tocó con el pie.
Lo retiró mirándola como si ella fuese un imán, y sus ojos de acero. Intentó apartar la vista, pero sólo consiguió poner los ojos en blanco. Al fin los apartó.
Me miró. Le vibraron frenéticamente los labios, y al fin gritó:
—¡Yiiiiiii!
Un sonido estrafalario, como el de una sirena descompuesta que no llegara a arrancar.
—¡Yiiiiiii! —gritaba—. ¡Yiiiiiii!
Resultaba cómico verle y oírle.
Me dio un ataque de risa; su aspecto era tan cómico que no pude contenerme. Entonces me acordé de lo que él había hecho. Dejé de reír y la cólera me dominó.
—¡Hijo de puta! —grité—. Iba a casarme con esa pobre chica. Íbamos a fugarnos los dos; ella te sorprendió en la casa y tú intentaste…
Me cegó la ira; me indignaba verle allí, con su aire sorprendido, gritando «Yiiiiiii» y poniendo los ojos en blanco. ¿Qué derecho tenía a comportarse así? Era yo el único que podía reaccionar de esa manera, pero ¡ah!, no. Eran ellos… era él quien tenía derecho a actuar así, y a mí me tocaba siempre aguantarme y hacer todo el trabajo sucio.
Yo estaba loco de rabia.
Cogí el cuchillo de cocina oculto debajo del periódico y me lancé sobre él.
Resbalé precisamente donde ella había estado tendida.
Caí hacia delante con los brazos extendidos, y habría chocado contra él, si no se hubiese apartado. El cuchillo se me escapó de las manos.
Durante un minuto no pude mover un dedo. Permanecí inerme en el suelo. Por poco que me hubiese ladeado, habría podido abrazarla y estaríamos los dos juntos para siempre.
Pero ¿creen acaso que el infeliz iba a matarme? ¿Creen que iba a utilizar aquel cuchillo? ¡No, maldita sea!
Se conformó con salir corriendo, como hacen todos.
Cogí el cuchillo y salí corriendo detrás de él.
Cuando llegué a la puerta, se había plantado ya en la escalera. El miserable me llevaba ventaja. Cuando llegué a la calle estaba a más de media manzana de distancia, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Le perseguí tan de prisa como pude.
Que no era demasiado, por culpa de las botas. Pero el tipo corría mucho. Más bien parecía brincar. Daba saltos, sacudía la cabeza, con el pelo en desorden, con los codos pegados a las costillas, y las manos ejecutando una danza estrafalaria y lánguida. Seguía gritando, ahora más fuerte. Gritaba como un condenado.
—¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii!
Por mi parte, también me puse a aullar.
—¡A-SE-SI-NO! ¡Detenedle! ¡Detenedle! ¡Ha matado a Amy Stanton! ¡A-SE-SI-NO!
Grité con todas mis fuerzas, y sin parar. Empezaron a abrirse ventanas y a cerrarse puertas. La gente se agolpaba a la entrada de las casas. Eso pareció despertarle de su pesadilla.
Saltó al centro de la calle y apretó a correr de veras. Pero yo corría más, porque la calzada no estaba asfaltada y con mis botas podía correr mejor.
Al ver que le ganaba terreno, hizo un esfuerzo por coordinar sus movimientos, pero no parecía conseguirlo. Quizá malgastaba demasiadas energías con su ¡Yiiiiii!
—¡A-SE-SI-NO! —grité—. ¡A-SE-SI-NO! ¡Detenedle! ¡Ha matado a Amy Stanton!
Los acontecimientos se precipitaron. Contada así, la persecución parece más larga, porque lo hago con todo detalle. Quiero contarlo tal como pasó para que lo comprendan bien.
Delante de mí, en el barrio comercial, parecía que un ejército de coches se nos viniera encima. Pero, de repente, fue como si un arado gigante hubiese barrido a todos los coches contra las esquinas.
La gente es así, en esta comarca. Es su manera habitual de reaccionar. No corren para ver qué ocurre cuando hay una pelea. Ya hay quienes cobran por hacerlo, y por hacerlo rápido y bien. Y la gente sabe que si les alcanza una bala perdida, nadie va a lamentarlo.
—¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii! ¡Yiiiiii! —seguía gritando.
—¡A-SE-SI-NO! ¡Ha matado a Amy Stanton!
Poco más adelante, un coche doblo la esquina y se cruzó en la calzada. Se detuvo y Jeff Plummer se apeó.
Se agachó para sacar un Winchester del coche. Sin prisas, apoyó la espalda en el guardabarros, dobló una pierna y apoyó un pie contra la rueda. Se echó el arma al hombro.
—¡Alto!
Se lo gritó una vez y luego disparó, porque el vagabundo intentó desviarse hacia un lado de la calle. Un error que nunca debe cometerse.
El vagabundo cayó dando trompicones y cogiéndose la rodilla. Pero se levantó de nuevo y siguió corriendo con toda clase de gestos deslavazados. Parecía querer esconderse dentro de sus propias ropas. Otro error. Definitivo.
Jeff disparó tres veces, apuntando cuidadosamente cada una de ellas. El vagabundo estuvo listo con el primer disparo, pero le dieron los tres. Cuando rodó por el suelo, apenas le quedaba nada en el lugar de la cabeza.
Me abalancé hacia él y comencé a golpearle. Les costó sujetarme. Balbuceé lo que había ocurrido… que yo estaba arriba vistiéndome y había oído un ruido abajo, sin hacer demasiado caso. Y…
No tuve más necesidad de ser más explícito. Todos parecían comprender.
Se abrió paso por entre los curiosos un médico, el doctor Zweilman, y me puso una inyección en el brazo. Me llevaron a casa.