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Maté a Amy Stanton el sábado 5 de abril de 1952, poco antes de las nueve de la noche.

Había sido un día brillante y soleado, lo bastante cálido como para anunciar la proximidad del verano y la noche era fresca. Amy mandó a sus padres al cine, a eso de las siete, después de cenar. Luego, a las ocho y media, llegó a casa, y…

Vi pasar a sus padres por delante de casa y supuse que ella les despedía desde la puerta de la suya; puesto que se volvían con un ademán de saludo. Supongo que se volvería a meter en casa para prepararse a toda prisa; para peinarse, tomar un baño, maquillarse y hacer las maletas. Supongo que tendría que correr como una loca, para estar lista a la hora convenida, ya que con sus padres en casa no habría podido hacer gran cosa. Supongo que iría de un lado para otro, enchufando la plancha, cerrando el grifo de la bañera, arreglándose las medias, moviendo la boca para perfilar la pintura de los labios mientras se quitaba las pinzas del pelo.

Eran incontables las cosas que tenía que hacer, y si llega a ir demasiado despacio, sólo con que se hubiese retrasado un poco… Pero Amy era una de esas mujeres rápidas, seguras. Aunque habría previsto tiempo suficiente para prepararse —supongo—, y entonces —supongo— se miraba en el espejo, frunciendo el ceño y sonriendo, sacudiendo la cabeza, sacando la barbilla y levantando las cejas, estudiándose de frente y de perfil, dándose la vuelta y mirándose por encima del hombro, frotándose las nalgas, ciñéndose la faja, tirando de ella hacia arriba y luego hacia abajo, ajustándosela a las caderas. Luego… supongo que eso fue todo. Ya estaba lista. Vino hacia casa, y yo…

Yo también estaba preparado. No había terminado de vestirme, pero también estaba preparado para recibirla.

La esperaba en la cocina, y llegó sin aliento, supongo que por las prisas, o porque las maletas debían pesar mucho. Y supongo que…

Supongo que todavía no estoy en condiciones de contarlo. Sería prematuro, y aún no es necesario. Porque, maldita sea, habíamos pasado dos semanas escasas antes de aquel sábado 5 de abril de 1952, poco antes de las nueve de la noche.

Quince días muy agradables, porque por primera vez desde hacía mucho tiempo me sentía realmente libre. Se acercaba el fin, se me echaba encima, y pronto habría acabado todo. Al fin podría pensar, decir algo, hacer cosas, nada importaba. Había concedido un plazo y ya no tenía por qué dominarme.

Estuve con ella todas las noches. La llevaba a donde quería y le hacía todo lo que ella quería. No fue muy difícil, porque ella no deseaba ir a muchos sitios ni hacer muchas cosas. Una tarde aparcamos junto al instituto, y vimos entrenarse al equipo de béisbol. Otro día nos acercamos a la estación para ver pasar el Tulsa Flyer, con sus viajeros mirando desde la ventanilla del coche restaurante y la plataforma de cola.

Eso es casi todo lo que hicimos, cosas así, aparte de ir a la confitería a comer helados. Nos pasábamos la mayor parte del tiempo en mi casa. Sentados los dos en el gran sillón de cuero de papá o tumbados los dos arriba, cara a cara, abrazados.

Pasamos muchas noches uno en brazos del otro.

Estábamos horas tumbados, y a veces transcurría una hora sin que pronunciásemos palabra. Pero no se nos hacían largas las noches; el tiempo parecía volar. Tendido en la cama escuchaba el tic tac del reloj y los latidos del corazón de Amy, preguntándome por qué correría tan de prisa. Por qué. Era duro despertarse para ir a dormir, para volver a la pesadilla de los recuerdos.

Tuvimos algunas discusiones, pero sin importancia. Yo no quería escenas, mi deseo era que Amy estuviese a sus anchas y ella procuraba que yo lo estuviera también.

Una noche declaró que iba a llevarme a la barbería a que me hiciesen un corte de pelo decente para variar. Le contesté impulsivamente, sin pararme a pensar, que como hiciera tal cosa me dejaría trenzas. Discutimos un poco, pero la cosa no pasó a mayores.

Otra noche me preguntó cuántos puros me fumaba al día, y le dije que nunca los había contado. Me preguntó por qué no fumaba cigarrillos como «todo el mundo», y le contesté que no todo el mundo fumaba cigarrillos; por ejemplo, mi padre y yo. Me dijo que bueno, si a ti te importa más tu padre que yo, no hay más que hablar. Le contesté que, por Dios, no puedes tomarte las cosas así… ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

Otra pequeña riña. Nada grave. Creo que se le pasó inmediatamente, como se le había pasado lo de la barbería.

Estoy convencido de que Amy pasó dos semanas estupendas, las más felices de su vida.

Durante ese tiempo fui a trabajar todos los días, y créanme que no resultó nada fácil. Yo no quería estar en presencia de nadie… Mi único deseo era quedarme en casa con las persianas bajadas, sin ver a nadie, pero sabía que eso era imposible. Fui a trabajar, me obligué a hacerlo, como siempre.

Sospechaban de mí, y yo daba a entender que me daba cuenta de ello. Pero nada tenía sobre mi conciencia; no tenía miedo de nada. Y lo demostraba yendo al trabajo como de costumbre. Porque ¿cómo era posible que un hombre culpable, como ellos pensaban, pudiera atender a sus obligaciones y mirar a la gente a la cara?

Estaba furioso, naturalmente. Habían herido mis sentimientos. Pero no tenía miedo, y lo demostraba.

Con todo, al principio apenas tenía gran cosa para hacer, ninguna obligación se me encomendaba. Y era duro, créanme, estar allí con la cabeza alta y haciendo como quien no se da cuenta o lo trae sin cuidado. Y cuando me encargaban cualquier cosa, por ejemplo llevar la notificación o algo por el estilo, invariablemente tenía que acompañarme otro adjunto. Este se encontraba molesto y perplejo, porque naturalmente, el secreto se mantenía en las alturas, entre Hendricks, Conway y Bob Maples. El adjunto debía devanarse los sesos, pero no podía preguntar nada, porque, a nuestra manera, somos la gente más educada del mundo, bromeamos y hablamos de todo, excepto de lo que nos interesa. El hombre andaba intrigado, confundido, e intentaba subirme la moral, o se ponía a hablar del caso Johnnie Pappas o algo parecido para halagarme.

Cierto día, cuando volví de comer, acababan de aceitar las puertas del pasillo. Apenas hacían ruido y si se abrían con cuidado, no se oía nada.

El adjunto Jeff Plumer y el sheriff Maples estaban discutiendo y no me oyeron. Me detuve antes de llegar a la puerta y les escuché. Les escuché y les vi; les conocía tan bien que no necesitaba mirarles para ver sus caras y gestos.

Pasaba todos los días por el restaurante del Griego. Observaba las obras y él me contaba cosas. Me ofrecía llevarle si tenía que ir a alguna parte. Le decía que iba a tener un restaurante modernísimo y que sin duda a Johnnie le habría gustado… que le gustaba. Porque no hubiera existido chico mejor que Johnnie, y ahora podía ver todo aquello desde allí arriba y lo encontraría bonito como nosotros. Le repetía que Johnnie podía verlo y que ahora era realmente feliz.

Al principio el Griego no hablaba mucho… Era amable, pero no decía gran cosa. Luego, poco a poco, empezó a llevarme a la cocina a tomar café, y cuando me iba, me acompañaba hasta el coche. Me escuchaba asintiendo sin cesar cuando le hablaba de Johnnie. Algunas veces se acordaba de que quizá debía mostrarse avergonzado; yo sabía que deseaba disculparse, pero tenía miedo de herir mis sentimientos.

Chester Conway se había quedado en Fort Worth, aunque regresó a Central City sólo por unas horas. Yo me enteré y aproveché la ocasión. Pasaba en coche, muy despacio, por delante de sus oficinas, hacia las dos de la tarde, cuando Conway salió apresuradamente en busca de un taxi. Antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, me ocupé de él. Salté del coche, le quité la cartera de las manos y le hice subir.

Era lo último que hubiese esperado de mí. Estaba demasiado desconcertado para decir una palabra, ni tuvo tampoco tiempo de decir nada. De camino hacia el aeropuerto, no le di oportunidad de abrir la boca. Porque hablé sin parar.

—Confiaba verle de nuevo, señor Conway. Quería darle las gracias por su hospitalidad en Fort Worth. Fue una atención por su parte, en un momento semejante, que se preocupara por la comodidad de Bob y la mía; siento haber estado seco con usted en el aeropuerto. Estaba muy cansado. Pensando más en mis problemas que en los suyos, y en cómo debía sentirse usted. Pero no tenía la intención de ofenderle, señor Conway, y quiero pedirle excusas. No le reprocho que esté enojado conmigo, porque nunca he tenido mucha cabeza y me temo que he hecho muchos disparates.

Yo sabía que Elmer era cándido y confiado, y que una mujer como aquélla no podría traerle nada bueno. Yo debería haber hecho lo que usted me dijo, haber ido con él allí… No sé cómo, considerando las exigencias de ella, pero debí acompañarle igualmente. No crea que no me doy cuenta ahora y si maldecirme le consuela, incluso echarme de la policía y sé que podría hacerlo, no se lo reprocharé. Puede hacerme lo que quiera, y nunca será bastante, ni le devolverá a su hijo. Y… nunca llegué a conocerle demasiado, pero en cierto modo era casi un amigo. Supongo que será porque se parecía mucho a usted, a veces, al verle de lejos, le tomaba por usted. Posiblemente por eso tenía tantas ganas de verlo hoy. Era como ver de nuevo a Elmer. Por un instante era como si Elmer estuviera aquí y no hubiese pasado nada. Y…

Llegamos al aeropuerto.

Bajó del coche sin decir palabra ni mirarme, a grandes zancadas, y fue hacia el avión muy de prisa, sin volverse ni mirar nada. Como si huyese de algo.

Empezó a subir la escalerilla, pero con paso lento. Cada vez más despacio, y a medio camino, casi se detuvo. Luego siguió con dificultad, arrastrando los pies. Al llegar arriba se paró un instante bloqueando la puerta.

Se volvió, hizo un extraño gesto con la cartera, y se metió en el avión.

Era un saludo a su manera.

Volví a la ciudad, creo que fue en aquel momento cuando desistí. Era inútil. Había hecho todo lo posible. Se lo había echado en el plato y restregado por las narices. Y no había servido de nada. No querían ver.

Nadie conseguiría detenerme.

De modo que el sábado 5 de abril de 1952, por la noche, poco antes de las nueve…

Pero antes tengo que contarles todavía un par de cosas más, supongo, y… y se las voy a contar. Quiero contarles y lo haré, tal como sucedió exactamente. No quiero que se tengan que imaginar ustedes los acontecimientos.

En muchos libros que he leído, el autor parece perderse, enloquece en cuanto llega al momento culminante. Empieza a olvidarse de los signos de puntuación, suelta todas las palabras de una vez y divaga acerca de estrellas que parpadean y que se sumergen en un profundo océano opac… Y no hay forma de enterarse si el protagonista está encima de la chica o de una piedra. Creo que ese tipo de manía se considera como intelectual… Muchos críticos lo ponen por las nubes, y me he dado cuenta. Pero en mi opinión, el escritor es un maldito perezoso que no sabe hacer las cosas bien. Yo seré lo que quieran, pero perezoso, no. Lo voy a contar todo.

Pero por orden.

Quiero que comprendan cómo sucedió.

El sábado por la tarde encontré a Bob Maples solo. Aproveché aquel momento para decirle que por la noche no podía estar de servicio. Le dije que Amy y yo teníamos algo muy importante que hacer, y que quizá tampoco el lunes o el martes podría contar conmigo. Y le guiñé el ojo.

—Bueno… —titubeó frunciendo el ceño—. Bueno, ¿no crees que tal vez…? —se detuvo. Me cogió la mano y me la estrechó—. Es una magnífica noticia, Lou. Estupendo, seréis una pareja feliz.

—Procuraré no faltar demasiado tiempo. Creo que hay cosas, bueno, que siguen pendientes y…

—No, no hay nada pendiente —aseguró irguiendo la cabeza—. Todo va muy bien, y tiene que seguir así. Dale a Amy un beso de mi parte y no te preocupes de nada.

Todavía era temprano, de modo que fui hacia Derrick Road y estacioné el coche allí un rato.

Luego fui a casa, dejé el coche en la puerta y preparé la cena.

Me tumbé en la cama una hora, para hacer la digestión. Llené el baño y me metí en el agua.

Estuve metido en el baño otra hora, fumando y pensando. Al fin salí, miré el reloj y empecé a vestirme.

Hice la maleta y la até con la correa. Me puse ropa interior limpia, calcetines y unos pantalones recién planchados; y los zapatos de domingo. Dejé aparte la camisa y la corbata.

Me senté en el borde de la cama y estuve fumando hasta las ocho en punto. Luego bajé a la cocina.

Encendí la luz de la despensa y cerré más o menos la puerta hasta que se filtró a la cocina la claridad que necesitaba. Me aseguré de que todas las persianas estuviesen bajadas, y fui al despacho de papá.

Tomé el índice de la Biblia para buscar los cuatrocientos dólares marcados, el dinero de Elmer. Volqué los cajones del escritorio por el suelo. Apagué la luz, y dejé la puerta entornada y volví a la cocina.

El periódico de la tarde estaba extendido encima de la mesa. Oculté debajo un gran cuchillo de cocina y… el momento fatídico había llegado. Oí como entraba.

Entró por la escalera de atrás, cruzó el porche y estuvo como un minuto forcejeando hasta abrir la puerta y meter las maletas. Entró casi sin aliento, se diría que enfadada, y cerró la puerta. Me vio allí de pie, sin decir nada, porque otra vez se me había olvidado el porqué, e intentaba recordarlo. Al fin lo conseguí.

Así que (¿o ya lo dije antes?) el sábado 5 de abril de 1952, por la noche, poco antes de las nueve, maté a Amy Stanton.

A menos que se le pueda llamar un suicidio.