13

He estado a veces vagando por las calles, me he parado delante de un escaparate, con el sombrero echado hacia atrás y una bota por detrás de la otra —demonio, tienen que haberme visto si han pasado alguna vez por allí— y me quedaba así tranquilamente con mi aire simpático, cordial y estúpido. Como si fuese incapaz de mear aunque se me incendiasen los pantalones. Siempre me desternillaba de risa interiormente. Sólo de mirar a la gente.

Ya me entienden… las parejas, los maridos y las esposas que se van paseando juntos. Las mujeres altas y gordas y los hombres canijos y flacos. Las mujercitas menudas y los hombrones corpulentos. Las mujeres carilargas y los hombres sin barbilla. Las maravillas patiabiertas y los fenómenos patizambos. Los… Me reía —interiormente, claro— hasta que me dolían las tripas. Era casi tan divertido como asomarse a un almuerzo de la Cámara de Comercio cuando se levanta un tipo, tose varias veces y dice «Caballeros, de la vida nadie saca más de lo que invierte en ella». (Y el tanto por ciento de interés, ¿qué?) Y pienso que todos esos… la gente… todas esas parejas descabelladas… no resultan simplemente risibles. Son trágicas.

No son estúpidos, al menos no más de lo normal. No se han apareado para nuestra exclusiva diversión. La verdad es, creo yo, que la vida les ha gastado una broma muy pesada. Hubo una vez, sólo unos minutos quizá, en que todas sus diferencias desaparecieron y eran lo que cada uno de ellos pretendía ser, cuando se miraron en el momento adecuado, en el lugar adecuado y en las circunstancias adecuadas. Y todo era perfecto. Disfrutaron de ese momento —aquellos escasos minutos— y ya no tuvieron ningún otro. Pero mientras duró…

… Todo parecía igual que siempre. Las persianas bajadas, la puerta del cuarto de baño entreabierta, lo suficiente para que se filtrase un poco de luz; y ella boca abajo, dormida. Todo igual que siempre… pero distinto. Era uno de esos momentos.

Se despertó mientras me desnudaba; me cayeron algunas monedas del bolsillo y rodaron hasta dar con el zócalo. Se sentó, se frotó los ojos, y se dispuso a decir algo desagradable. Pero, no sé por qué, me sonrió, y yo, le sonreí. La tomé en brazos y me senté en la cama estrechándola con fuerza. La besé, entreabrió la boca y sus brazos me oprimieron dulcemente.

Así es como empezó. La vida continuaba.

Al fin quedamos tendidos en la cama el uno junto al otro, con sus brazos en torno a mis caderas y los míos en torno a las suyas; inertes, agotados, casi sin aliento. Pero seguíamos deseándonos… deseábamos otra cosa. En lugar del fin, parecía el principio.

Hundió la cabeza en mi hombro, y era delicioso. No deseaba rechazarla. Empezó a susurrarme al oído, con voz de niña:

—Te odio. Me has hecho daño.

—¿De veras? ¡Oh! Lo siento, cariño.

—Mucho daño. Aquí. Me pinchaste con el codo.

—¡Bueno, maldita sea…!

Me besó. Sus labios resbalaron lentamente por los míos.

—No te odio —murmuró.

Quedó callada, como aguardando a que yo dijese algo. O hiciese algo. Se apretó más a mí, contorsionándose, con la cara oculta en mi hombro.

—Sé una cosa.

—¿Si, cariño?

—Tu vasec… tu operación.

—¿Si? ¿Qué es lo que crees saber?

—Fue después… después de lo de Mike…

—¿Qué pasa con Mike?

—Querido —me besó el hombro—. A mí no me importa. Me da igual. Pero fue entonces, ¿no? Tu padre se… inquietó y…

Dejé escapar un lento suspiro. Cualquier otra noche habría disfrutado retorciéndole el pescuezo, pero era una de esas raras ocasiones en que no sentí deseos de hacerlo.

—Sería por esa época, si no recuerdo mal. Pero que yo sepa no tienen ninguna relación.

—Querido…

—¿Qué?

—¿Por qué crees tú que la gente…?

—Yo que sé. Nunca he sido capaz de comprenderlo.

—¿N-no hay algunas mujeres que…? Apuesto que para ti sería espantoso si…

—¿Si qué?

Se apretó más contra mí, y su cuerpo parecía de fuego. Se estremeció y empezó a llorar.

—N-no, Lou. No me obligues a preguntártelo. Sólo…

No la obligué, pues, a que me lo preguntase.

Algo más tarde, cuando aún lloraba pero en otro tono, oí el teléfono. Era Howard Hendricks.

—¡Lou, muchacho, lo consiguió! Le ablandó usted de veras.

—¿Ha firmado la confesión? —pregunté.

—¡Mejor aún! ¡Se ha ahorcado en su celda! ¡Con el cinturón! ¡Esto demuestra su culpabilidad sin necesidad de que nos andemos y tribunales gastando el dinero de los contribuyentes! ¡Maldita sea, Lou, quisiera estar ahí ahora mismo para estrecharle la mano!

Dejó de chillar e intentó disimular su regocijo.

—Ahora, Lou, quiero que me prometa que no se lo va a tomar a mal. Una persona así no merecía vivir. Está mucho mejor muerto que vivo.

—Si. Supongo que tiene razón.

Me libré de él y colgué. Inmediatamente volvió a sonar el timbre del teléfono. Era Chester Conway que me llamaba desde Fort Worth.

—Un gran trabajo, Lou. Excelente trabajo. Muy bueno. Supongo que comprende lo que esto representa para mí. Creo que me equivoqué en lo de…

—¿Sí? —pregunté.

—Nada. No importa ahora… hasta la vista, muchacho.

Volví a colgar y el aparato sonó por tercera vez. Bob Maples. Por teléfono su voz parecía trémula y frágil.

—Sé cuánto querías a ese chico, Lou. Sé que hubieras preferido que te pasara a ti en vez de a él.

—Sin duda, Bob —afirmé—. Hubiera sido mejor.

—¿Quieres venir por aquí, para charlar un rato. Lou, y jugar una partida de ajedrez o lo que quieras? No puedo levantarme, por eso no digo de ir yo a verte.

—Bueno… prefiero no ir, Bob. Pero muchas gracias, de veras.

—Está bien, hijo. Si cambias de idea, vente. A cualquier hora.

Amy no se había perdido una palabra; impaciente, se moría de curiosidad. Cuando me derrumbé en la cama, se sentó junto a mí.

—¡Por el amor de Dios! ¿A qué venía todo eso, Lou?

Se lo conté. No la verdad, por supuesto, sino lo que pasaba por ser la verdad. Amy batió palmas.

—¡Oh, querido! Es maravilloso. Mi Lou resolviendo el caso… ¿Te darán una recompensa?

—¿Y por qué? Piensa en lo que me he divertido…

—¡Oh, bueno…!

Se apartó un poco, y pensé que iba a dormirse, supongo que tenía ganas. Pero quería algo peor.

—Lo siento, Lou. Tienes todo el derecho a estar enfadado conmigo.

Se volvió a tumbar, boca abajo esta vez, brazos y piernas extendidos. Luego se estiró, expectante, y susurró:

—Muy, muy enfadado…

—Ya sé. No insistas. Dile a un drogadicto que no debe drogarse. Dile que la droga le llevará a la tumba, y verás si eso le detiene.

Amy cobró lo que le correspondía.

Le iba a costar caro, y se lo devolví con creces. El Honrado Lou, ése era yo. Deja Que Lou Te Excite Donde Tú Sabes.