12

No estuve abstraído más que unos minutos, pero todo un universo, casi toda mi vida de niño, desfiló ante mí en aquellos instantes.

Ella volvió a mí, el ama que tanta importancia tuvo en mi niñez.

—¿Quieres luchar, Helene? ¿Quieres aprender a boxear?

Y:

—¡Oh, estoy cansada! Pégame sólo tú…

Y:

—Pero te gustará, querido. Les gusta a todos los chicos crecidos…

Reviví todo aquel episodio, hasta el final. Hasta aquel día terrible en que yo estaba agazapado al pie de la escalera, muerto de miedo y vergüenza, dolorido por la primera y única azotaina que había recibido en mi vida; escuchando las voces airadas y despreciativas que venían de la biblioteca.

—No voy a discutir contigo, Helene. Te marcharás esta misma noche. Y alégrate de que no te haya denunciado.

—¿Ah si? ¡A ver si te atreves!

—Pero, Helene… ¿cómo has podido hacer una cosa semejante?

—¿Tienes celos?

—Tú… cómo has podido… con un niño…

—¡Sí! ¡Ni más ni menos! Un niño. No lo olvides. Escúchame, Daniel. Yo…

—¡Cállate por favor! La culpa es mía. Si yo no…

—¿Te ha perjudicado? ¿Le ha perjudicado a alguien realmente? ¿O es que, si puedo preguntártelo, le has ido perdiendo el gusto?

—¡Pero un niño…! Mi hijo. Mi único hijo. Si le ocurriese algo…

—¡Ah…! Eso es lo que te preocupa, ¿eh? No es en él en quien piensas, sino en ti. En las consecuencias que tendría para ti.

—¡Vete! Una mujer que ya no tiene más sensibilidad que…

—Soy una blanca piojosa, ¿verdad? Esa es la palabra. Una proletaria. No procedo de la vieja burguesía. ¡Muy bien, pero cuando veo a un hipócrita hijo de puta como tú, me alegro de ser como soy!

—¡Sal de aquí o te mato!

—Shhh… Piensa en el escándalo, doctor… Te voy a decir una cosa.

—¡Lárgate!

—Tendrías que saberlo tú mejor que nadie. Todo esto no tenía la menor importancia. Absolutamente ninguna. Pero ahora la tendrá. Lo has tomado de la peor manera posible. Tú…

—… Por favor, Helene.

—Nunca matarás a nadie. Tú no. Eres demasiado vanidoso, demasiado egoísta y seguro de ti mismo. Te gusta hacer daño a la gente, pero…

—¡No!

—Muy bien. Estoy equivocada. Tú eres todo un personaje, el bueno del doctor Ford, y yo soy una pobre blanca piojosa, y tengo que equivocarme… ¡Ojalá!

Eso fue todo.

Lo había olvidado, y ahora decidí olvidarlo otra vez. Hay cosas que es necesario olvidar si quieres seguir viviendo. Y yo quería vivir, en cierto modo; lo deseaba más que nunca. Si Dios cometió un error al crearnos es el de darnos deseos de vivir cuando menos motivos tenemos para ello.

Volví a poner el volumen en su lugar. Llevé la foto al laboratorio y la quemé, y luego eché las cenizas por el desagüe. Me pareció que tardaba horas en quemarse. Y no pude evitar darme cuenta de una cosa: el gran parecido que tenía con Joyce. Y más aún, la semejanza que existía entre ella y Amy Stanton.

Sonó el timbre del teléfono. Me limpié las manos en los pantalones y respondí, mientras me miraba en el espejo de la puerta del laboratorio, escrutando al hombre de camisa beige y corbata de lazo.

—Lou Ford al aparato.

—Soy Hendricks, Lou. Quiero que venga inmediatamente.

—Bueno, no sé… —protesté—. Yo…

—¡Es muy importante! —debía serlo por la forma de hablar—. ¿Recuerda lo que estuvimos comentando esta tarde? Lo de… ya sabe, la posibilidad de que el asesino fuese una tercera persona. Pues tenía toda la razón. Nuestra suposición era cierta.

—¡Ah! —exclamé—. Pero no es… Es decir…

—¡Ya le tenemos, Lou! ¡Hemos pillado a ese bastardo! Le hemos dado un buen repaso, y…

—¿Quiere decir que ha confesado…? Diablos, Howard, siempre hay algún chiflado que confiesa cualquier cosa…

—¡No ha confesado nada! ¡No quiere decir ni una palabra! Por eso le necesito, Lou. No podemos, ejem, darle lo que se merece, ¿sabe?, pero usted puede hacerle hablar. Usted es el único que puede ablandarle. Creo que le conoce, además.

—¿Quién… oiga?

—El hijo del Griego, Johnnie Pappas. Ya le conoce; siempre ha estado metido en líos. Venga inmediatamente, Lou. Ya he llamado a Chester Conway, y llegará en avión de Fort Worth por la mañana. Le doy carta blanca… puede contarle a Conway cómo se nos ocurrió la idea, que estábamos convencidos de que Elmer no era el culpable, y… estará más contento que unas pascuas, Lou. Le juro que si sabemos llevar el asunto conseguirá una confesión…

—Voy enseguida. Dentro de un momento me tendrá ahí, Howard.

Estuve indeciso un instante antes de colgar, pensando qué habría pasado, qué podía haber ocurrido. Luego llamé a Amy.

Como sus padres todavía estaban levantados, Amy no podía hablar con libertad; y fue una suerte. Le hice comprender que me moría de ganas de verla —la pura verdad— y que procuraría tardar lo menos posible.

Colgué, saqué la cartera y extendí todos los billetes encima del escritorio.

Yo no tenía ningún billete de veinte. Sólo los que me había dado Elmer. Vi que faltaban cinco, y me sentí presa del vértigo. Entonces me acordé de que había gastado cuatro para pagar el billete en Fort Worth y solo uno aquí, en la ciudad, donde podía ser peligroso. Un solo billete… con el que había pagado a Johnnie Pappas. De modo que…

Salí del coche y entré en el juzgado.

El encargado del despacho, Hank Butterfly, me lanzó una mirada hosca. Estaba otro adjunto, Jeff Plummer; me guiñó el ojo y me dijo hola. Luego salió Hendricks, me asió del brazo y me metió en su despacho.

—Qué golpe de suerte, ¿eh, Lou? —casi babeaba de la emoción—. Le explicaré cómo hay que manejar el asunto. Lo mejor que puede hacer. Empiece hablando con suavidad, ¿comprende?, para que baje la guardia; entonces apriétele. Dígale que si colabora limitaremos la acusación a homicidio involuntario… esto es imposible, claro, pero lo que usted diga no me compromete a mí. En cambio, dígale que si no confiesa, irá a la silla eléctrica. Tiene dieciocho años, dieciocho cumplidos, y…

Le miré fijamente. Howard interpretó mal mi actitud.

—¡Qué caramba! —exclamó dándome un fuerte golpe en las costillas—. ¿Quién soy yo para explicarle lo que tiene que hacer? Conociendo su habilidad para tratar a esa gente… ¿No le habrá…?

—Aún no me ha explicado nada —protesté—. Ya sé que Johnnie es un chico bastante impetuoso, pero no me hago a la idea de que sea un asesino. ¿Qué indicios cree tener contra él?

—¿Qué creo tener? ¡Maldita sea! Tenemos… —dudó un momento—. Bueno, la situación es la siguiente, Lou. Elmer llevó diez mil dólares a la casa de esa furcia. Se supone que llevaba esa cantidad. Pero cuando contamos el dinero, faltaban quinientos dólares…

—¿Sí? —tal como yo supuse, el maldito Elmer no había querido confesar que estaba sin blanca.

—Bob y yo pensamos que Elmer se los debió gastar por ahí en una partida de póquer, o algo así. Pero todos los billetes estaban marcados, y el viejo ya había puesto sobre aviso a los bancos locales. Si ella intentaba quedarse en la ciudad después de cobrar, Conway pensaba denunciarla por chantaje… ¡Ese Conway! ¡No hay quien pueda con él!

—Pero hay quien casi puede conmigo —repliqué.

—Vamos, Lou —me dio una palmada en la espalda—. No hay motivo para que se ponga as… Implícitamente, todos confiábamos en usted. Pero Conway, bueno… usted andaba por allí cerca y…

—Está bien —corté—. ¿Tenía Johnnie algún dinero de ése?

—Un billete de veinte dólares. Lo cambió en un drugstore anoche, y esta mañana lo llevaron al banco. Se siguió la pista y hace un par de horas dimos con él y lo detuvimos. Ahora…

—¿Cómo sabe que Elmer no gastó ese dinero, y que no ha empezado a circular hasta ahora?

—No ha aparecido ningún otro billete. Sólo éste. Por lo tanto… Aguarde, Lou. Aguarde un momento. Déjeme que se lo explique todo y ahorraremos tiempo. Yo estaba muy dispuesto a creer que llevaba ese dinero sin culpa ninguna. Cobra él mismo en la gasolinera, y da la casualidad de que su paga por dos noches son exactamente veinte dólares. Todo muy normal, entiéndame. Podía haber cogido ese dinero de la caja. Pero no ha podido decirlo, porque era una opción imposible, no ha querido abrir la boca. Entre medianoche y las ocho de la mañana hay muy pocos coches que paren en la gasolinera de Murphy. Tendría que acordarse si alguien le hubiera dado un billete de veinte. En tal caso habríamos interrogado al cliente, o a los clientes, y ya estaría libre…, en caso de ser inocente.

—¿Y no estaría ya en la caja cuando entró a trabajar?

—¿Está de broma? ¿Un billete de veinte dólares para tener cambio? —Hendricks meneó la cabeza—. Es imposible, no hace falta preguntárselo a Murphy. ¡Y hay más! En cuanto a Murphy, su coartada es a toda prueba. Pero el chico… ju, ju. Desde las nueve de la noche del domingo hasta las once, no sabemos lo que ha hecho. No hemos podido averiguarlo, y él se niega a decirlo… Oh, está más claro que el agua, Lou, lo mire por donde lo mire. Fíjese en los crímenes… esa mujer convertida en picadillo… Sólo un chico que perdiera la cabeza lo haría. Lo mismo que el dinero; sólo faltaban quinientos dólares de diez mil. Le asusta tanto ver tal cantidad de dinero; que coge sólo un poco y deja el resto. Sólo un chiquillo haría eso.

—Ya —murmuré—. Sí, creo que tiene razón, Howard. ¿Cree que ha escondido el resto en algún rincón?

—O eso o bien se asustó y se desprendió luego de él. Lou, jamás he visto un caso tan evidente. ¡Si se muriese ahora mismo, lo consideraría un castigo de Dios!, ¡y no soy hombre religioso!

Bueno, él lo había dicho. Acaba de explicarlo todo negro sobre blanco.

—Bueno, muévase, Lou. Le tenemos en la nevera. Pero no le hemos inculpado, ni lo haremos hasta que haya confesado. No voy a permitir que ningún picapleitos intervenga para explicarle cuáles son sus derechos en esta fase del asunto…

Vacilé un momento. Luego contesté:

—No, creo que no sería muy hábil. No ganaríamos nada… ¿Está Bob al corriente?

—¿Para darle más quebraderos de cabeza? No puede hacer nada.

—Bueno, pensaba que deberíamos preguntarle… si está bien que yo…

—¿Si está bien? —frunció el ceño—. ¿Por qué no iba a estar bien? Oh, Lou, comprendo sus sentimientos. No es un crío; usted le conoce. Pero es un asesino, Lou, y un maldito asesino a sangre fría. Téngalo presente. Piense en lo que sentiría esa pobre mujer al recibir los golpes. Usted la vio. Vio que aspecto tenía su cara. Carne cruda, una hamburguesa…

—¡Basta! —grité—. ¡Por lo que más quiera!

—Claro, Lou, claro —me pasó el brazo por encima de los hombros—. Lo siento. Olvidé que no está lo bastante endurecido para esas cosas. ¿Entonces…?

—Sí. Será mejor resolver esto de una vez…

Bajé a los sótanos, donde estaba la cárcel. El carcelero me abrió y volvió a cerrar la puerta; pasamos junto a las celdas ordinarias y llegamos a una pesada puerta de hierro. Tenía una mirilla, y atisbé por ella. Pero no pude ver nada. No se podía poner ninguna bombilla, por protegida que estuviera; y la ventanilla del sótano apenas daba luz, pues las dos terceras partes de la misma estaban por debajo del suelo.

—¿Quiere una linterna, Lou?

—No es necesario. Puedo ver cuanto necesito.

Abrió la puerta unas pulgadas, entré, y la cerró a mis espaldas. Me apoyé en la puerta por un momento, pestañeando, y oí un crujido mientras una sombra se levantaba y se echaba hacia mi.

Cayó en mis brazos. Lo sostuve, dándole palmaditas en la espalda para consolarle.

—Tranquilo, Johnnie. Todo se arreglará.

—Dios mío… Lou… Dios mío. Sabía… s-sabía que vendrías, que te harían venir. Pero tardabas tanto… que empezaba a pensar si tú… si…

—Tú me conoces bien, Johnnie. Sabes lo mucho que te aprecio.

—Claro —tomó aliento y suspiró lentamente, como quien alcanza la orilla tras una fatigosa travesía a nado—. ¿Tienes un cigarrillo, Lou? Esos marranos me han quitado todos mis…

—Bueno, bueno —le calmé—. Sólo cumplirían con su deber, Johnnie. Toma un cigarro, yo me fumaré otro contigo.

Nos sentamos el uno junto al otro en el jergón y saqué una cerilla para encender los puros. Apagué la cerilla, y nos pusimos a fumar, mientras una leve luz nos iluminaba la cara a intervalos.

—Mi padre se pondrá hecho una furia —soltó una risita nerviosa—. Supongo que… finalmente se tendrá que enterar, ¿no?

—Sí. Me temo que tendrá que enterarse, Johnnie.

—¿Cuándo podré salir de aquí?

—Muy pronto. Ya no falta mucho. ¿Dónde estuviste el domingo por la noche?

—Fui al cine —aspiró una gran bocanada y pude ver que su rostro empezaba a recuperar firmeza—. ¿Qué importa eso ahora?

—Ya sabes lo que quiero decir, Johnnie. ¿Dónde estuviste después del cine… hasta que entraste a trabajar?

—Bueno —aspiró otra vez—. No veo qué tiene que ver. Yo no te pregunto dónde estuviste tú…

—Puedes hacerlo —repliqué— y te contestaré. Me parece que no me conoces tanto como yo pensaba, Johnnie. ¿No he jugado siempre limpio contigo?

—¡Ah…! Lou, oye —murmuró avergonzado—. Ya sabes cómo te aprecio, pero… Está bien, probablemente te lo contaría igual, tarde o temprano. Esto fue lo que pasó, Lou. Le dije al viejo que tenía un plan el miércoles pero, oye, que estaba preocupado por los neumáticos, que podía conseguir un par muy baratos y devolverle el dinero poco a poco, cada semana, hasta que los hubiera pagado. Y…

—A ver si lo entiendo. ¿Necesitabas neumáticos para tu cacharro e intentaste sacarle dinero a tu padre?

—¡Claro! Lo que te digo. ¿Y sabes lo que me contestó? Que no necesitaba neumáticos, que era un holgazán. Que lo que tenía que hacer era traer a la chica a casa, y mamá nos haría helado y jugaríamos todos a las cartas o a algo. ¡Por el amor de Dios! —Sacudió la cabeza asombrado todavía—. ¡Hace falta ser imbécil!

Reí comprensivo.

—Y entonces tú conseguiste tus neumáticos, ¿verdad? ¿Se los quitaste a un coche aparcado?

—Bueno… sabes… te diré la verdad, Lou. Le quité los cuatro. No pensaba hacerlo, pero sabía dónde colocar un par rápidamente, y… pues…

—Claro. Te había costado convencer a esa chica y querías asegurártela. Una chica apasionada, ¿eh?

—¡Ufff! ¡De primera, Lou! Una chica como no tienes idea.

Volví a reírme, él me imitó. Se hizo un silencio penoso, y el chico se removió inquieto.

—Conozco al dueño del coche, Lou. En cuanto me arregle un poco, le mandaré el dinero de los neumáticos.

—Eso está muy bien —asentí—. No te preocupes.

—¿Vamos a… oye… puedo…?

—Dentro de un momento. Te irás de aquí dentro de pocos minutos, Johnnie. Pero antes hay que resolver algunas formalidades.

—¡Chico, qué alivio salir de aquí! ¡Caramba, Lou, no sé cómo puede aguantar esto la gente! Yo me volvería loco.

—Y cualquiera —repuse—. Les vuelve locos a todos… Tal vez estarías mejor si te tumbases un poco, Johnnie. Tiéndete en el jergón, que tengo aún que decirte algo.

—Pero… —se volvió lentamente intentando mirarme, verme la cara.

—Haz lo que te digo, será mejor. El aire se enrarece si los dos paseamos por aquí.

—¡Ah! Bueno. —Y se tendió. Suspiró profundamente—. ¿Sabes qué te digo? Que así estoy muy bien. Parece mentira la diferencia que hay. De estar solo a tener alguien con quien hablar. Alguien que te aprecia y te entiende. Si lo tienes, puedes aguantar cualquier cosa.

—Si. Hay mucha diferencia… Bien. ¿No les habrás dicho que ese billete de veinte dólares te lo di yo, Johnnie?

—¡Diablos, no! ¿Quién te has creído que soy? Ya se pueden ir a la mierda todos esos.

—¿Y por qué no? ¿Por qué no se lo has dicho?

—Bueno, mmm —las tablas del camastro crujieron—. Bueno, yo pensé… ya sabes, Lou. Elmer siempre andaba metido en líos, y pensé que quizá… bueno, yo sé que tú no sacas mucha pasta y que encima la vas repartiendo por ahí a otra gente… y si alguien te daba una pequeña propina…

—Entiendo. Pero yo no acepto sobornos, Johnnie.

—¿Quién ha hablado de sobornos? —oí que se encogía de hombros—. Yo no he dicho eso. No quería que ésos te pillasen de improviso, quería que pudieses pensarlo… hasta que te acordaras dónde lo habías encontrado.

Estuve un minuto silencioso. Pensaba en él, en ese chico que todo el mundo consideraba despreciable, y en unas cuantas personas que yo conocía. Al fin dije:

—Siento que no se lo hayas dicho, Johnnie. Era lo peor que podías hacer.

—¿Quieres decir que se enfadarán? —gruñó—. ¡Al diablo con ellos! Ellos no me importan nada, y, en cambio, tú eres un verdadero amigo.

—¿Estás seguro? —pregunté—. ¿Cómo lo sabes, Johnnie? Nunca puede uno estar seguro de nada. Vivimos en un mundo loco, muchacho, en una civilización muy peculiar. Los policías juegan a ladrones y los ladrones juegan a policías. Los políticos son predicadores y los predicadores son políticos. Los recaudadores de impuestos recaudan para su propio bolsillo. Los Malos quieren que tengamos más dinero y los Buenos luchan para impedírnoslo. No nos conviene, ¿comprendes? Si pudiéramos comer todo lo que quisiéramos, cagaríamos demasiado. Habría inflación en la industria de papel higiénico. Esta es mi opinión. Más o menos, los argumentos que oigo repetir son de esta clase.

Rió entre dientes y dejó caer la colilla al suelo.

—¡Caray, Lou! Me gusta oírte hablar así… Nunca te había oído hablar así… pero se está haciendo tarde y…

—Si, Johnnie —seguí—. Vivimos en un mundo absurdo, corrompido y me temo que seguirá siendo así. Te diré por qué. Porque nadie, o casi nadie, tiene nada en contra. No ven que las cosas están corrompidas, y no se sienten preocupados. Lo que les fastidia son los chicos como tú. La gente que tiene ganas de beber y bebe. La gente que quiere algo y lo toma sin pedirlo a nadie. La gente que sabe lo que le conviene, y no admite que se le convenza de lo contrario… Los chicos como tú no les asustan, y se arrojan sobre vosotros. Y me parece que lo seguirán haciendo cada vez más al correr del tiempo. Tú me preguntarás que por qué sigo yo ahí, sabiendo eso, y sería difícil explicártelo. Creo que vivo con un pie en cada lado, Johnnie. Los planté hace tiempo, y ahora he echado raíces, y no puedo moverme ni saltar. Lo único que puedo hacer es esperar a que me parta en dos. Justo por la mitad. Eso es lo único que puedo hacer… Pero tú, Johnnie… Bueno, quizás hiciste lo que debías. Quizá sea mejor así. Porque las cosas van a ir de mal en peor, muchacho, y ya sé lo mal que han ido hasta ahora.

—No te… entiendo.

—La maté yo, Johnnie. Les maté a los dos. Y no digas que es imposible que lo haya hecho y que yo no soy así, porque no lo sabes.

—Yo… —empezó a incorporarse, y se dejó caer otra vez—. Yo estoy seguro de que tenías motivos para hacerlo, Lou. Estoy seguro de que ellos se lo merecían.

—Nadie merece eso —murmuré—. Pero tenía un motivo, claro que sí.

Vagamente, a lo lejos, como el mugido de un fantasma, se oían las sirenas de la refinería que marcaban el cambio de turno. Vi en la imaginación a los obreros que ocupaban su puesto de trabajo y a los que lo dejaban. Metían las cestas de la comida en el coche. Iban a casa y jugaban con sus críos, bebían cerveza, miraban la televisión, engañaban a sus mujeres y… como si no ocurriese nada. Como si un chico no fuese a morir y un hombre, parte de un hombre, no muriese también con él.

—Lou…

—Si, Johnnie.

Era una afirmación, no una pregunta.

—¿Quieres decir que yo… que yo tendré que pagar por ti? Yo…

—No —dije—. O sí.

—N-no sé… ¡No puedo, Lou! Por Dios… ¡No puedo! No puedo pasar por…

Le calmé haciéndole tumbar de nuevo en el jergón. Le pasé la mano por el pelo, le acaricié suavemente la barbilla, empujándola hacia atrás.

—«Hay un tiempo de paz —recité—, y un tiempo de guerra. Un tiempo de siembra y un tiempo de cosecha. Un tiempo para vivir y un tiempo para morir…»

—L-lou…

—A mí me duele más que a ti.

Con un golpe seco, descargué el filo de la mano sobre su laringe. Luego me incliné para desabrocharle el cinturón.

… Llamé a la puerta y al momento vino el carcelero. Entreabrió la puerta, salí y volví a cerrar.

—¿Algún problema, Lou?

—No. Estaba lo más tranquilo del mundo. Creo que ya tenemos el caso resuelto.

—¿Va a hablar?

—Otros lo han hecho antes —me encogí de hombros.

Subí y le conté a Howard Hendricks que había tenido una larga conversación con Johnnie y que parecía habérselo tomado muy buen.

—Déjenle solo una hora o dos —aconsejé—. He hecho todo lo posible. Si no he conseguido que vea la luz, no la verá nunca.

—De acuerdo, Lou, de acuerdo. Conozco su fama. ¿Quiere que le llame cuando le haya visto?

—Si, me gustaría. Siento curiosidad por saber si habla.