10

Llegamos a Central City hacia las seis de la mañana y Bob tomó un taxi para ir directamente a su casa. Se sentía mal, francamente mal. Y no era sólo la resaca. Estaba demasiado viejo para encajar lo que había tenido que encajar.

Pasé por la oficina, pero todo estaba tranquilo, según el adjunto que hacía el turno de noche, y también me fui a casa. Había estado de servicio muchas más horas de las que me correspondían. Nadie podría reprocharme nada si me tomaba una semana de vacaciones. Algo que, evidentemente, no pensaba hacer, desde luego.

Me cambié de ropa y me hice unos huevos revueltos y café. Acababa de sentarme a comer cuando llamaron por teléfono.

Supuse que sería de la oficina. O tal vez Amy, que estaba intentando localizarme; tenía que llamarme a primera hora, o esperar hasta las cuatro, al terminar sus clases. Fui hasta el teléfono intentando encontrar alguna excusa para no verla, y al oír la voz de Joe Rothman me sobresalté.

—¿Me reconoce, Lou? —dijo—. ¿Recuerda nuestra última conversación?

—Claro —contesté—. Sobre el… hmmmm… el asunto de la construcción.

—Quería pedirle que se pasara por aquí esta noche, pero tengo que llegarme hasta San Angelo. ¿Le importa que vaya un momento a su casa?

—Bueno. Creo que no. ¿Es algo importante?

—Un detalle, pero tiene importancia, Lou. Sólo unas palabras para tranquilizarme.

—Bueno, tal vez por telé…

—Podría ser, pero prefiero verle —dijo, y colgó bruscamente.

Colgué también y volví a mi desayuno. Todavía era temprano. Y lo lógico es que no le viera nadie. En todo caso, no era un criminal, aunque en ciertos sectores pensaran lo contrario.

Se presentó unos cinco minutos después. Le invité a desayunar, pero sin insistir demasiado, porque no deseaba tenerle mucho tiempo en casa. Contestó «no, gracias», pero se sentó a la mesa, frente a mí.

—Bueno, Lou —empezó, poniéndose a liar un cigarrillo—. Supongo que ya sabe lo que quiero oír de usted.

—Creo que sí —asentí con rapidez—. Delo por dicho.

—¿Los discretos artículos de los periódicos son acertados en sus suposiciones? ¿Intentó él pasarse de listo y sufrió las consecuencias?

—Eso parece. No se me ocurre otra explicación.

—No puedo dejar de hacerme unas preguntas —declaró, humedeciendo con la lengua el papel de fumar—. No puedo dejar de preguntarme cómo una mujer con la cara destrozada y las vértebras cervicales rotas pudo meterle seis balas en el cuerpo a un hombre, aunque fuera tan corpulento como el desagradable difunto Elmer Conway…

Levantó la vista lentamente hasta que su mirada se cruzó con la mía. Me encogí de hombros.

—Probablemente no hizo todos los disparos de una vez. Debió de dispararle mientras él la golpeaba. ¡Maldita sea! Me imagino que ella no esperaría para disparar a que él terminase.

—Lógicamente no, ¿verdad? Sin embargo, a juzgar por las escasas informaciones que he podido reunir, lo que ella hizo fue esperar. Seguía con vida al morir él; y la mayoría de los disparos que hizo, pongamos dos, habrían bastado para dejarle seco. Luego, ya tenía las fracturas de cuello y demás antes de disparar.

Sacudí la cabeza. No podía mirarle a la cara.

—Dijo usted que quería que le tranquilizase —dije—. Usted… Usted…

—Quiero la pura verdad, Lou, nada de medias palabras. Y estoy esperando.

—No sé a qué viene este interrogatorio —protesté—. El sheriff y el fiscal del condado han quedado satisfechos. Es lo único que me importa.

—¿Lo ve usted así?

—Exactamente.

—Bueno, le diré cómo lo veo yo. He venido a interrogarle porque estoy complicado en este asunto. No directamente, quizá, pero…

—Pero tampoco indirectamente.

—Eso es. Sé que odia usted a los Conway. De hecho, hice todo lo posible para indisponerle contra el viejo. Moralmente y quizás legalmente, comparto la responsabilidad de todos los actos reprobables que pudiera usted cometer. En todo caso, digamos que yo y los sindicatos que represento podríamos quedar en una posición desfavorable…

—Es usted quien lo dice —repliqué.

—No quiero exagerar, Lou. Yo no he decidido ningún asesinato. Por cierto, ¿cuántas son las víctimas hasta el momento? ¿Una o dos?

—La chica murió. Ayer por la tarde.

—Yo no voy a callarme, Lou… si ha sido un asesinato. Cometido por usted. No puedo decirle de antemano lo que voy a hacer, pero no cerraré los ojos. No podría. Me metería usted en algo todavía peor.

—¡Oh, maldita sea! ¿Qué pretende…? —protesté.

—La chica ha muerto; Elmer ha muerto. Por extraño que resulte el asunto, nada puede probarse. Pero si supiera, como yo sé, que tenía usted un motivo…

—¿Para matarla? ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Bueno… —empezó a dar marcha atrás—, dejemos a la chica aparte. Digamos que ella no fue más que un instrumento para castigar a Conway. Un elemento de la tramoya.

—Eso es absurdo, y usted lo sabe —repliqué—. En cuanto a ese motivo… lo he tenido desde hace seis años; hace todo ese tiempo que conozco la verdad sobre el accidente de Mike. ¿Por qué iba yo a esperar seis años, y de repente lanzarme a hacer eso? Matar a golpes a una pobre ramera sólo para vengarme del hijo de Chester Conway. ¿Le parece eso lógico?

Rothman frunció el ceño pensativo, haciendo tamborilear los dedos sobre la mesa.

—No —suspiró al fin—. No me parece lógico. Ahí está el problema. El hombre que hizo eso y huyó… si es que llegó a huir…

—Usted sabe que no existe ese hombre, Joe.

—Eso lo dirá usted.

—Lo afirmo yo —repuse—. Y lo afirman todos. Y usted mismo, si no conociera mi odio hacia Conway. Olvídese de todo eso, y ¿qué es lo que queda? Un doble asesinato: dos personas que se pelean y se matan mutuamente en circunstancias algo confusas.

Sonrió torciendo la boca.

—Yo le llamaría a eso el eufemismo del siglo, Lou.

—No puedo decirle cómo pasó —continué—, porque no estaba allí. Pero sé que hay extrañas coincidencias en los crímenes, como las hay en muchas otras cosas. Un individuo que se arrastra un kilómetro con el cráneo destrozado. Una mujer que llama a la policía después de haber recibido un balazo en el corazón. Un tipo al que sucesivamente envenenan, cuelgan, apuñalan y acribillan, y persiste en vivir. No me pregunte cómo ocurren tales cosas. No lo sé. Pero sé que ocurren, y usted también.

Rothman me miró fijamente. Luego hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Supongo que sí, Lou —admitió—. Y que usted tiene las manos limpias al menos. Le he estado observando todo este rato, he procurado ordenar todo cuanto sé acerca de usted, y no me coincide con la imagen que yo tengo de ese personaje. Por descabellado que sea el caso, el personaje lo sería mucho más todavía, y a usted no le va. Es todo lo que puedo decir.

—¿Qué quiere que responda a eso? —pregunté.

—Nada, Lou. Debería darle las gracias por haberme quitado un peso de encima. Sin embargo, si me permite mantener mi duda sobre usted un poco más…

—Hable…

—Entre nosotros, ¿qué ocurrió en realidad? Admito que odiaba usted a Conway, quizá no tanto como para matarle, pero le odiaba en cualquier caso. ¿Qué pretende conseguir con este asunto?

Esperaba esa pregunta desde la noche en que nos entrevistamos. Tenía la respuesta preparada.

—El dinero era el precio para que la chica se fuese de la ciudad. Conway le pagaba para que se marchase y dejase en paz a Elmer. En realidad…

—… Elmer iba a largarse con ella, ¿me equivoco? —Rothman se levantó y se puso el sombrero—. Bien, si he de ser sincero, tengo que felicitarle por su estratagema, a pesar de su desafortunado resultado. Casi lamento que no se me ocurriera a mí.

—No era gran cosa. Cuestión de voluntad.

—¡Vaya! —exclamó—. Por cierto, ¿cómo ha reaccionado Conway?

—Me parece que no está muy contento —admití.

—Se habrá atragantado, ¿no cree? Pero vaya con cuidado, Lou. Acuérdese de los cerdos.

Y se fue.

Cogí del buzón los periódicos del día y de la tarde anterior, hice más café y volví a sentarme junto a la mesa.

Como de costumbre, la prensa me cubría de elogios. En lugar de presentarme como un cretino o un entrometido, cosa que les habría resultado fácil, me convertían en algo así como una mezcla de L. Edgard Hoover y Lombroso; «el astuto sabueso del sheriff, cuya desinteresada intervención en el caso se frustró por las imprevisibles reacciones del alma humana».

La risa casi me hizo atragantar al beber un sorbo de café. A pesar de todo lo que había tenido que soportar, empezaba a sentirme tranquilo y en forma. Joyce estaba muerta. Ni siquiera Rothman sospechaba de mí. Y después de pasar con éxito un examen como el suyo, ya no tenía nada que temer. Era como una prueba de ácido, podríamos decir.

Estuve dudando en llamar a los periódicos para agradecerles su «exactitud». Lo hacía con frecuencia, repartiendo sonrisas, y se lo tragaban todo. Podía contarles algo, decirles por ejemplo —no pude contener la risa— que la realidad superaba a la ficción. Y añadir una frase del tipo… bueno… la verdad acabará por resplandecer. O… la vanidad de las intrigas humanas.

Dejé de reír.

Me convenía estar por encima de estas cosas. Rothman me lo había advertido, y el tonto de Bob Maples era un buen ejemplo. Pero…

Bueno, ¿y por qué no, si se me antojaba y si con ello conseguía disminuir mi tensión? Le iba a mi papel. Encajaba con mi imagen de persona insulsa y de buen carácter, incapaz de hacer nada malo aunque quisiera. El propio Rothman había admitido que por muy absurdo que todo pareciese, más absurdo aún sería tomarme por un asesino. Mi manera de hablar constituía una parte importante de mí… una parte de la persona que había conseguido engañarles a todos. Si de repente dejaba de hablar así, ¿qué iban a pensar?

Me gustase o no, tenía que seguir el juego. No me quedaba otra opción. Pero, por supuesto, con calma y tranquilidad. Sin exagerar.

Reflexioné sobre todo eso, y conservé la calma. Me habían tratado muy bien, pero no les costaba nada; de alguna forma tenían que llenar páginas. Y los detalles no importaban demasiado. De lo que decían de Joyce, por ejemplo. Joyce no era una «vil pecadora». Ni tampoco, por el amor de Dios, «había amado sin reservas…» No había sido más que una mujer bonita que encontró al hombre que no le convenía, o que sí le convenía pero no en el lugar conveniente; no había querido otra cosa, ninguna otra cosa. Y lo había conseguido. Nada.

Amy Stanton llamó poco después de las ocho, y le pedí que viniese aquella noche. La mejor forma de ganar tiempo, me dije, era no intentar ganarlo; no hacer nada que la contrariase. Si yo dejaba de mostrarme reticente, ella dejaba de importunar. A fin de cuentas tampoco podríamos casarnos de la noche a la mañana. Había muchas cosas que considerar, que discutir… ¡Y por Dios que las discutiríamos! ¡Hasta el tamaño del neceser que llevaríamos en nuestra luna de miel! Antes de que consiguiera tenerlo todo a punto, yo podría irme de Central City.

Después de hablar con ella, me metí en el laboratorio de papá, encendí el quemador Bunsen y puse a hervir una inyección intravenosa y otra hipodérmica normal. Luego, revolví los estantes hasta dar con una caja de hormonas masculinas ACTH, otra de complejo vitamínico B y agua esterilizada. Las medicinas que guardaba mi padre iban quedando inservibles por viejas, naturalmente, pero las casas farmacéuticas seguían mandando muestras. Lo que yo utilizaba eran esas muestras.

Me puse una intravenosa de ACTH, complejo B y agua, en el brazo derecho. (Mi padre tenía la teoría de que las inyecciones nunca debían ponerse al lado del corazón). Luego me inyecté las hormonas en el muslo… y ya estaba preparado para la noche. Esta vez, Amy no quedaría defraudada. No tendría preguntas que plantearse. Tanto si mis insuficiencias tenían una causa psicosomática o física, como si habían sido provocadas por la tensión o por abuso de Joyce, aquella noche todo iría bien. Mi pequeña Amy quedaría tranquila para una semana.

Me fui a dormir. Me desperté a mediodía, cuando las sirenas de la refinería empezaron a sonar; me adormilé de nuevo y no me desperté hasta las dos. Algunas veces, o mejor dicho, la mayor parte del tiempo, puedo dormir ocho o diez horas seguidas sin tener la sensación de haber descansado. Y no es exactamente que esté cansado, sino que no tengo ganas de levantarme. Quiero quedarme como estoy, sin hacer nada ni ver a nadie.

Hoy, sin embargo, era distinto, justo lo contrario. Tenía prisa por lavarme, por salir, por hacer algo.

Me afeité y me duché durante un buen rato bajo el agua fría, porque la inyección hacía sentir claramente sus efectos. Me puse una camisa beige limpia, una corbata negra de lazo nueva, y saqué del armario un traje azul recién planchado.

Me preparé algo de comer y llamé a casa del sheriff Maples.

Se puso su mujer. Me explicó que Bob no se encontraba bien y el médico recomendaba que guardase cama uno o dos días. En aquel momento dormía, y ella no quería despertarle. Pero si se trataba de algo importante…

—Sólo quería saber como está —aseguré. Pensaba ir a verle un momento.

—Eres muy amable, Lou. Se lo diré cuando se despierte. Podrías venir mañana, quizá, si no se ha levantado todavía.

—Estupendo.

Intenté leer un poco, pero me resultaba imposible concentrarme. No sabía que hacer con mi día libre. No podía irme a jugar al billar o a los bolos. No estaba bien visto que un poli frecuentase las salas de billar y las boleras. Ni tampoco que se metiese en los bares. Ni que fuera al cine durante el día.

Podía dar una vuelta en el coche. Solo. Y se acabó.

Poco a poco mi euforia comenzó a esfumarse.

Cogí el coche y me fui al juzgado.

Hank Butterby, el encargado de la oficina, leía el periódico con las botas sobre la mesa, mascando tabaco. Me preguntó si no tenía calor y por qué demonios no me había quedado en casa teniendo el día libre. Le respondí que bueno, ya sabes lo que pasa, Hank.

—Esto está muy bien —exclamó señalando el periódico—. Te ponen por las nubes. Ahora mismo pensaba recortarlo para guardártelo.

El maldito hijo de perra siempre hacía lo mismo. No recortaba sólo las notas sobre mí, sino todo. Comics, parte meteorológicos, poemas ridículos y consejos médicos. Lo que encontrase. No sabía leer el periódico sin un par de tijeras.

—Te diré lo que has de hacer —expliqué—. Te firmaré ahí un autógrafo, y lo guardas. Puede tener valor algún día.

—Bueno —me miró fugazmente y apartó en seguida la vista…— no quisiera causarte molestias, Lou.

—Ninguna molestia. Dame eso y verás —garabateé mi nombre al margen y se lo devolví—. Que esto no salga de aquí. Si tengo que firmarles autógrafos a los demás muchachos, perderá valor.

Miró el papel asustado, como si el periódico le fuese a morder.

—¡Oh!, ¿de veras crees que…?

—Te diré lo que has de hacer —le susurré apoyando los codos en la mesa—. Vas a una de las refinerías y dices que te pasen por el vapor un cilindro de acero. Entonces… Oye, ¿conoces a alguien que te pueda prestar una lámpara de soldar?

—Sí —murmuró a su vez—. Creo que podré agenciarme una.

—Bueno, cortas el cilindro en dos, mejor dicho lo cortas dos veces, y tendrás una especie de caja. Luego metes ese recorte con el autógrafo dentro. ¡Es el único que existe, Hank! Y ya puedes soldar las dos partes. Dentro de sesenta o setenta años, puedes llevarlo a algún museo y te pagarán una fortuna.

—¡Caray! —exclamó—. ¿Y no vas a guardar otro cilindro como ése, Lou? ¿Quieres que te consiga uno?

—Oh, no vale la pena —contesté—. No pienso vivir tanto.