Bob y yo llegamos antes de tiempo, así que subimos al avión y nos instalamos cómodamente. Unos obreros trabajaban en el compartimiento de equipajes para disponer la instalación ordenada por el médico, pero cansados como estábamos habría hecho falta algo más que los martillazos para tenernos en vela. Bob fue el primero en dar cabezadas. Poco después cerré yo los ojos con la idea de descansar unos minutos. Y debí dormirme inmediatamente. Ni siquiera me di cuenta de que el avión despegaba.
Lo único que sé es que cerré los ojos y un minuto después Bob me sacudía señalando la ventanilla.
—Ahí tienes, Lou. La capital de las vacas.
Miré hacia abajo. Me sentí vagamente frustrado. En mi vida había salido del condado, y, sabiendo con certeza que Joyce no viviría podría haber disfrutado del paisaje. Pero no había visto nada. Había desperdiciado el tiempo durmiendo.
—¿Dónde está el señor Conway? —pregunté.
—Ahí detrás. En el compartimiento de equipajes. He estado allí hace un momento.
—Ella… ¿Sigue inconsciente?
—¡Ajá! Y si quieres saberlo, continuará así —meneó la cabeza con solemnidad—. Conway no se da cuenta de su suerte. Si ese inútil de Elmer no hubiese muerto, ahora estaría colgado de un árbol.
—Si —murmuré—. Es un feo asunto.
—No sé que puede empujar a un hombre a hacer una cosa así. ¡Es increíble! No veo cómo se puede estar tan borracho o tan fuera de sí para hacer eso.
—Creo que la culpa es mía —me lamenté—. No debí haber permitido que esa mujer se quedara en la ciudad.
—Bueno… Ya te dije que hicieras lo que mejor te pareciese, y esa chica era una belleza, por lo que oí. En tu lugar, probablemente yo también hubiera dejado que se quedara.
—Me apena mucho todo esto, Bob —confesé—. Y siento no haber recurrido a ti, en vez de encargarme yo mismo de esa historia del chantaje.
—Si —asintió lentamente—, pero me parece que no hay que darle más vueltas a el asunto. Ya está hecho y no podemos arreglarlo. Repetirse eso de «si lo hubiera sabido» no nos llevará a ninguna parte.
—No —concedí—. Cuando la leche se derrama, ya no se puede recoger.
El avión empezó a describir círculos y a perder altura, y nos abrochamos los cinturones de seguridad. Poco después nos deslizábamos por la pista de aterrizaje, donde nos escoltaron un coche patrulla y una ambulancia.
El avión se detuvo, el piloto salió de la cabina y abrió la puerta. Bob y yo bajamos y estuvimos mirando cómo el doctor supervisaba el traslado de la camilla. Uno de sus extremos quedaba oculto por una especie de tienda en miniatura, y no pude ver más que la silueta del cuerpo bajo la sábana. Luego, ni eso siquiera; la metieron a toda prisa en la ambulancia. Y una mano pesada se posó sobre mi hombro.
—Lou —exclamó Chester Conway—, venga usted conmigo en el coche patrulla.
—Bueno —dije, echando una mirada a Bob—. Yo había pensado que…
—Venga conmigo —repitió—. Sheriff, suba a la ambulancia. Nos veremos luego en el hospital.
Bob se echó hacia atrás el Stetson y le miró sombrío. Luego su expresión se suavizó, dio media vuelta y se alejó, arrastrando sus gastadas botas por la pista.
Había estado meditando cómo comportarme ante Conway. Pero después de ver cómo despedía al viejo Bob Maples, me sentía furioso. Esquivé su mano y subí al coche patrulla. Volví la cabeza hacia el otro lado cuando subió Conway cerrando la puerta.
La ambulancia arrancó hacia la salida del aeropuerto. La seguimos. Conway se inclinó para cerrar el cristal que nos separaba del chófer.
—¿No le ha gustado, eh? —gruñó—. Bueno, habrá muchas más cosas que no le gustarán antes de que esto termine. Está en juego la reputación de mi difunto hijo, ¿comprende?, y mi propia reputación. Eso es lo único que me importa, nada más, y no voy a detenerme en formalidades. No toleraré que las susceptibilidades de nadie se interpongan.
—Me lo imagino —comenté—. A su edad, resulta muy duro volver a empezar.
Me arrepentí inmediatamente de estas palabras; eran tanto como traicionarme. Pero Conway no dio muestras de haberlas oído. Como siempre, no oía nada que no quisiera oír.
—Operarán a esa mujer en cuanto llegue al hospital —prosiguió—. Si resiste la operación, podrá hablar esta misma noche. Quiero que esté usted presente en ese momento… en cuanto se recobre de la anestesia.
—¿Por qué? —pregunté.
—Bob Maples es una gran persona, pero está demasiado viejo para mantenerse alerta. Es capaz de estropear las cosas cuando más le necesitemos. Por eso hice que se fuera; su presencia no es indispensable.
—No sé si le entiendo —insistí—. ¿Quiere usted decir que…?
—He reservado habitaciones en un hotel. Ahora le llevo y se quedará usted allí hasta que yo le llame. Descanse un poco, ¿entiende? Quiero que se tome un descanso y que esté en condiciones para cuando llegue el momento.
—Muy bien —me encogí de hombros—. Pero he dormido en el avión durante todo el viaje.
—Duerma un poco más. Es posible que tenga que velar toda la noche.
El hotel estaba en la calle Séptima Oeste, a pocas manzanas del hospital; y Conway había reservado toda una suite de varias habitaciones. El subdirector me acompañó hasta la mía seguido por un botones, y un par de minutos después apareció un camarero con una bandeja y unos vasos, whisky y hielo. Casi pisándole los talones llegó otro con un impresionante cargamento de bocadillos y café.
Me serví un buen whisky y llevé el vaso hasta la ventana. Me senté en un sillón grande y cómodo, apoyando las botas sobre el radiador. Y me arrellané con una sonrisa.
Conway era un cacique, sin duda. Sabía hostigar y hacerse obedecer de buen grado. Podía pagarse un lugar como éste, con criados que se peleaban por servirle. Podía tenerlo todo, menos lo que más deseaba… su hijo y una buena reputación.
Su hijo había acabado a golpes con una ramera y ésta le había matado a su vez, el viejo jamás encajaría ese golpe. Ni aunque viviese cien años, lo cual era mi deseo más ferviente.
Tomé la mitad de un club-sándwich, pero no me sentó muy bien. Así que me serví otra generosa dosis de whisky y volví a la ventana. Me sentía algo inquieto, incómodo. Hubiese querido salir a dar una vuelta por la ciudad.
Fort Worth es la puerta del Texas occidental, y no habría llamado la atención, con la ropa que llevaba, como hubiera sucedido en Dallas o en Houston. Podría haberme divertido un rato… ver algo nuevo para variar. Pero en lugar de eso tenía que quedarme allí solo, sin ver nada, rumiando los mismos pensamientos de siempre.
Era casi como si existiese un complot contra mí. Yo había hecho algo malo, cuando era chico, y nunca conseguiría librarme de aquello. Me lo habían puesto delante de las narices día tras día, como a un perro amaestrado, hasta que acabé desinflándome de puro miedo. Y ahora, allí estaba…
Llené otro vaso…
… allí estaba, pero no por mucho tiempo. Joyce iba a morir irremisiblemente, si no había muerto ya. Al librarme de ella me había librado de la enfermedad. Y en cuanto las aguas se calmasen, presentaría mi dimisión, vendería la casa y la consulta de papá y me largaría.
¿Y Amy Stanton? Bueno… me di una palmada en la frente… No conseguiría detenerme. No podría encadenarme a Central City. No sabía muy bien cómo me libraría de ella, pero era cosa segura.
De alguna forma. Un día u otro.
Para matar el tiempo, tomé un buen baño caliente; y luego volví a probar los bocadillos y el café. Me paseé por la habitación mientras comía, yendo de una ventana a otra. Hubiese preferido estar en un piso más bajo, para mirar lo que ocurría en la calle.
Intenté echar unas cabezadas, pero sin resultado. Cogí un cepillo del cuarto de baño y empecé a lustrarme las botas. Había dejado una deslumbrante e iba a dedicarme a la segunda cuando llegó Bob Maples.
Esbozó un vago saludo y se sirvió un whisky. Se dejó caer en un sillón y se puso a mirar el vaso haciendo tintinear el hielo.
—Me molestó mucho lo que ocurrió en el aeropuerto, Bob —le dije—. Ya sabes que yo hubiera preferido quedarme contigo.
—Si —respondió secamente.
—Le hice saber a Conway que no me había gustado —insistí.
Bob respondió de nuevo:
—Sí. Déjalo estar, ¿quieres?
—Bueno. Como tú digas, Bob.
Le observé por el rabillo del ojo mientras seguía lustrando la bota. Parecía preocupado y nervioso, disgustado sobre todo. Pero estaba convencido de que no era por culpa mía. Sin embargo, no parecía que Conway le hubiese dado motivo para ponerse así.
—¿Te molesta otra vez el reuma? —pregunté—. ¿Por qué no te sientas en esa silla para que te dé un masaje, y…?
Alzó la cabeza y me miró. Sus ojos eran claros, pero parecía que las lágrimas fueran a empañarlos. Poco a poco empezó a hablar, como si dialogase consigo mismo.
—Te conozco, ¿no es cierto, Lou? Te conozco muy bien. Te conozco desde que no levantabas un palmo del suelo, y nunca te vi obrar mal. Sé lo que vas a decir y hacer antes de que lo hagas, no importa dónde ni cuándo. Como en el aeropuerto, cuando viste que Conway me daba órdenes. En tu lugar, muchos habrían perdido la cabeza, pero sabía que tú no. Sabía que eso te ofendería a ti mucho más que a mí. Tú estás hecho así y no puedes hacer nada por remediarlo.
—Bob. ¿Estás preocupado por algo, Bob?
—No puedo decírtelo —contestó—. No podré hacerlo durante algún tiempo. Sólo quería que supieses que yo… yo…
—Si, Bob.
—No puedo decírtelo —repitió—. Ya lo sabes, no puedo decírtelo —hizo tintinear el hielo en el vaso vacío, mirándolo abstraído.
—Ese Howard Hendricks —prosiguió—. Bueno, Howard debió tener más cabeza y no meterse conmigo esta mañana. Claro, él hace su trabajo como yo el mío, y un hombre no puede anteponer la amistad al deber. Pero…
—¡Diablos, Bob! —estallé—. Ya sabes que no me importa.
—Pues a mi sí. Estuve pensando este mediodía, cuando nos fuimos del aeropuerto. Pensando en cómo habrías actuado tú en mi lugar y yo en el tuyo. Oh, imagino que tú te habrías portado de un modo agradable y cordial, porque estás hecho así. Y habrías dejado muy claro de qué lado estabas. Habrías dicho: «Mira, Bob Maples es amigo mío, y sé que es una persona cabal. Así que si hay que saber algo, ve a verle y pregúntaselo. Yo no quiero emplear trucos con él, como si estuviéramos en bandos distintos…» Eso es lo que tú habrías dicho. Pero yo… bueno, no sé, Lou. Quizá no estoy a la altura de los tiempos. Quizá me estoy haciendo demasiado viejo para este trabajo.
Eso me pareció verdad. Estaba envejeciendo, perdiendo la confianza en sí mismo, probablemente Conway le había tratado de un modo infernal, y no quería que yo lo supiera.
—¿Tuviste problemas en el hospital, Bob? —le pregunté.
—Sí —vaciló—. Bastantes problemas.
Se levantó para llenarse el vaso otra vez. Fue hacia la ventana y se balanceó sobre sus talones, de espaldas a mí.
—La chica ha muerto, Lou. No volvió en sí después de la anestesia.
—Bueno —quise animarle—. Todos sabíamos que no tenía la menor oportunidad. Todos menos Conway, pero es demasiado testarudo para aceptarlo.
No comentó nada. Fui hasta su lado y le puse el brazo sobre los hombros.
—Mira, Bob —le dije—. Yo no sé qué diablos te habrá dicho Conway, pero no te dejes hundir por eso. ¿Dónde demonios quieres ir a parar? No tenía siquiera la intención de que le acompañásemos e este viaje, tuvimos que decidirlo nosotros. Y ahora que estamos aquí pretende que bailemos a su antojo y se pone furioso cuando las cosas no salen como quiere.
Bob encogió algo los hombros, o tal vez dio un profundo suspiro. Retiré el brazo de su hombro, dudé un momento creyendo que iba a decir algo, me fui al cuarto de baño y cerré la puerta. Cuando un hombre está abatido, a veces lo mejor es dejarle solo.
Me senté en el borde de la bañera, y encendí un cigarro. Me puse a pensar no en mí, sino en Bob Maples y en nuestra relación. Siempre se había portado muy bien conmigo, y le apreciaba. Pero supongo que no más de lo que apreciaba a muchas otras personas. Y así estaba yo, preocupado por sus problemas y no por los míos.
Por supuesto, eso ocurría en parte porque mis problemas estaban perfectamente resueltos. Sabía muy bien que Joyce no sobreviviría, no podría hablar. Tal vez recuperase momentáneamente el conocimiento, pero era improbable que hablase; no, después de cómo quedó su cara… Pero saber que estaba a salvo no explicaba del todo mi preocupación por Bob. Completamente trastornado después del crimen, no fui capaz de razonar con claridad, de aceptar el hecho de que tenía que salir bien. Había prometido ayudar al hijo del Griego, a Johnnie Pappas.
Se abrió la puerta y levanté la vista. Bob me sonreía abiertamente, con el rostro encendido, mientras el whisky de su vaso se desbordaba y caía por el suelo.
—¡Eh! —gritó—. ¿Huyes de mí, Lou? Vamos, no me dejes solo.
—Claro, Bob —le aseguré—. Ya voy.
Y volví al cuarto con él. Se dejó caer en una silla y vació el vaso de un trago.
—Hagamos algo, Lou. Vamos a corrernos una juerga por ahí. Tú y yo solos, ¿eh?
—¿Y Conway?
—Que se lo lleve el diablo. Tiene negocios aquí; se quedará varios días. Dejaremos las maletas en la consigna, para no tener que tropezarnos con él, y luego nos vamos de juerga.
Trató de asir la botella y lo consiguió al segundo intento. Se la quité de las manos y le llené yo el vaso.
—Buena idea, Bob —exclamé—. Me gustaría mucho. Pero ¿no deberíamos volver a Central City? Quiero decir que estando Conway en la situación que está, tal vez no quedaría bien que nosotros…
—Ya he dicho que se vaya al diablo. Y lo mantengo.
—Si, claro, pero…
—Ya hemos hecho bastante por Conway. Demasiado. Mucho más de lo que haría un hombre de bien. Así que ahora te pones las botas y nos largamos.
Le di la razón. Sí, era una idea magnífica, pero yo tenía un callo que no me dejaba vivir y quería quitármelo. Y le dije que mientras me esperaba, lo mejor era que se tumbara a echar un sueñecito.
Y eso hizo después de protestar y gruñir un poco. Llamé a la estación de ferrocarriles y reservé un compartimiento de coche cama en el tren de las ocho para Central City. Tendríamos que desembolsar unos cuantos dólares, porque me dije que necesitaríamos estar solos.
Y acerté. Desperté a Bob a las seis y media, para darle algo de tiempo de prepararse, y su aspecto era peor que antes de dormirse. No conseguí que se diera un baño, que comiese algo y ni siquiera que tomase café. No, se dedicó a darle otra vez al whisky, y cuando nos fuimos del hotel, se llevó una botella llena. Después de meterle en el tren me quedé tan deshecho como una res recién marcada.
Me pregunté qué demonios podía haberle pasado con Conway. No lo sabía, pero ¡qué diablos!, debí adivinarlo. Porque Bob casi me lo había contado. Estaba más claro que el agua, pero no lo vi precisamente por tenerlo demasiado cerca.
Aunque tal vez era mejor no haberlo adivinado. Porque no hubiese podido hacer nada ni tampoco había posibilidad alguna. Y yo hubiera sudado sangre.
Bueno. A eso había reducido mi viaje a la gran ciudad. Mi primer viaje fuera del condado. Del hotel al tren. Y luego el largo trayecto de noche —sin posibilidad de ver nada—, encerrado con un borracho llorón.
Hacia medianoche, poco antes de dormirse, su mente tuvo un momento de delirio. Porque de repente blandió el puño y me golpeó en el pecho.
—Oye, Bob —advertí—. Ten cuidado.
—Ten… ten cuidado —musitó—. Deja de re… de reír. Deja de decir tonterías sobre la leche que se derrama y todo eso. ¿Por… por qué me riñes, eh?
—Lo siento, Bob —dije—. Era sólo una broma.
—T-te voy a decir una cosa —prosiguió—. T-te voy a decir una co… cosa que tú nunca has i-imaginado.
—¿Qué cosa?
—Antes… antes del anochecer es cuando hay más luz.
A pesar de lo cansado que estaba, me reí.
—Te equivocas, Bob. Es justo lo con…
—No, no —negó—. El que se equivoca eres tú.