El fiscal del condado, Howard Hendricks, iba en el asiento trasero del coche. Le dirigí un frío saludo al sentarme delante, y me miró sin siquiera inclinar la cabeza. Nunca me había preocupado mucho de él. Era uno de esos patriotas profesionales que se pasan la vida contando las heroicas hazañas que realizaron durante la guerra.
El sheriff puso el motor en marcha y carraspeó nerviosamente.
—Me fastidia tener que molestarte, Lou —explicó—. Espero no haber interrumpido nada.
—Nada que no pueda esperar —suspiré—. Ella… ya la había hecho esperar cinco o seis horas.
—¿Tenía una cita anoche? —preguntó Hendricks.
—Exacto.
No me volví para responderle.
—¿A qué hora?
—Un poco después. A la hora en que pensé terminar con el asunto Conway.
El fiscal refunfuñó. Parecía claramente defraudado.
—¿Quién es la chica?
—Esto no le…
—¡Un momento, Lou! —Bob quitó gas para doblar hacia Derrick Road—. Howard, estás pasándote. No llevas mucho tiempo aquí… ¿unos ocho años, no? Pero tendrías que saber ya que esas preguntas no se le hacen a un hombre.
—¿Y por qué diablos? —exclamó Hendricks—. Hago mi trabajo. Es una pregunta importante. Si Ford tenía una cita anoche, bueno… —vaciló— esto significa que pensaba estar aquí en vez de… bueno, ejem… en otra parte. ¿Entiende lo que quiero decir, Ford?
Claro que lo comprendía, pero no iba a decírselo. Yo no era más que un tonto que había nacido ayer. Yo no había pensado en una coartada, porque no había hecho nada para necesitarla.
—No —dije arrastrando las palabras—. Creo que no entiende lo que quiere decir. Hablando francamente, y sin ofender, creí que ya había desembuchado usted todo lo que tenía que desembuchar cuando hablamos hace una hora.
—Bueno, pues está muy equivocado, amigo —gritó mirándome por el retrovisor, con la cara encendida—. Tengo unas cuantas preguntas más. Y todavía espero su respuesta a la última que le he hecho. ¿Quién es la…?
—¡Ya está bien, Howard! —Bob volvió la cabeza un instante—. No le vuelva a preguntar eso, porque me enfadaré. Conozco a la chica. Es una de las señoritas más distinguidas de la ciudad, y no me cabe la menor duda de que Lou tenía una cita con ella.
Hendricks refunfuñó, dejando escapar una risita irritada.
—No lo entiendo. No será tan distinguida cuando se acu… en fin, dejémoslo… ¿Y es demasiado distinguida para mencionar su nombre a título estrictamente confidencial? Que me lleve el diablo si entiendo eso. Cuanto más tiempo llevo con ustedes, menos consigo entenderles.
Me volví sonriente, mirándole de una forma amigable y severa a la vez. A fin de cuentas, no me convenía por el momento que nadie estuviese a malas conmigo. Cuando se tiene algo sobre la conciencia no se puede perder la cabeza.
—Creo que aquí somos un poco reservados, Howard —expliqué—. Supongo que se debe a que esta comarca no estuvo nunca muy poblada, y un hombre debía tener muchísimo cuidado con lo que hacía, o le marcaban de por vida. Quiero decir que aquí no era posible ocultarse entre la gente… se estaba siempre a la vista de todos.
—¿Y qué?
—Que si un hombre o una mujer hacen algo, nada malo, ya me entiende, sino lo que los hombres y las mujeres han hecho siempre, no debe usted dar a entender que lo sabe. No debe, porque más pronto o más tarde necesitará que le hagan el mismo favor. ¿Se da cuenta? Es la única forma de seguir siendo humanos, y llevar la frente alta.
Asintió con indiferencia.
—Muy interesante. Bueno, hemos llegado, Bob.
El sheriff Maples salió de la carretera y aparcó junto a unos árboles. Nos apeamos y Hendricks señaló el viejo camino cubierto de hierba que llevaba a la casa de los Branch. Indicó algo con un ademán de cabeza y se volvió para mirarme.
—¿Ve esas marcas, Ford? ¿Sabe de qué son?
—Creo que sí —contesté—. De un neumático aplastado.
—¿Lo confiesa? ¿Reconoce que habría allí esas señales, si tuviera su coche un pinchazo?
Me eché el Stetson hacia atrás y me rasqué la cabeza. Miré a Bob con el ceño algo fruncido.
—No entiendo a dónde quiere ir a parar —aseguré—. ¿A qué viene eso, Bob?
Pero lo entendía perfectamente. Comprendía que había cometido una tontería. Lo adiviné en cuanto vi las marcas sobre la hierba, y tenía una respuesta preparada. Pero no quería darla antes de tiempo. Había que esperar el momento oportuno.
—Es Howard el que pregunta —gruñó el sheriff—. Tal vez será mejor que le contestes, Lou.
—Muy bien —me encogí de hombros—. Ya se lo he dicho. Un neumático aplastado deja ese tipo de marcas.
—¿Y sabe —preguntó con lentitud— cuándo se hicieron?
—Ni la menor idea —contesté—. Lo único que sé es que no las hizo mi coche.
—Es usted un maldito embus… ¿Eh? —Hendicks se quedó con la boca abierta, desconcertado—. P… pero…
—No tenía ningún pinchazo al salir de la carretera.
—¡Un momento! Usted…
—Un momento tú también, Howard —le interrumpió el sheriff—. No recuerdo que Lou nos haya dicho que tuviera un pinchazo en la carretera. No recuerdo que dijera nada de eso.
—Y si lo dije —remaché—, no quería darle ese sentido. Yo sabía que llevaba un pinchazo, eso sí; el coche se me iba un poco. Pero me metí en el camino antes de que el neumático se deshinchase.
Bob asintió y miró a Hendricks. El fiscal del condado se entretenía encendiendo un cigarrillo. No sabría decir qué estaba más rojo, si su cara o el sol que se elevaba en las colinas.
Me rasqué otra vez la cabeza.
—Bueno —añadí—. No quiero meterme donde no me llaman. Pero estoy seguro de que no se van a creer que un neumático bueno haya dejado esa marca.
Hendricks se esforzaba por articular alguna palabra. Los ojos de Bob brillaban maliciosamente. A lo lejos, tal vez a cinco o seis kilómetros, se oyó el fragor de la bomba de una perforadora que se ponía en funcionamiento. De improviso, el sheriff carraspeó, tosió y soltó una estruendosa carcajada.
—¡Ja, ja, ja! —explotó—. Vamos. Howard, ésa sí que es buena… ¡Ja, ja, ja!
Hendricks empezó a reírse también. Al principio forzado, violento; luego rió con ganas. Yo me quedé mirándoles sonriendo con sorpresa, como quien quiere tomar parte en la broma pero no le ve la gracia.
Ahora me alegraba de haber cometido aquel error. Cuando te echan el lazo y te escabulles, se andan con mucho tiento antes de intentarlo de nuevo.
Hendrick me dio una palmada en la espalda.
—Soy un imbécil. Lou. Debí darme cuenta.
—Escuche —murmuré, como si comprendiese al fin—. ¿No querrá decir que pensaba que yo…?
—No, de ninguna manera —exclamó Bob afectuosamente—. Nada de eso.
—Era sólo un detalle que deberíamos comprobar —explicó Hendricks—. Teníamos que encontrar una respuesta. Veamos, habló mucho con Conway anoche, ¿verdad?
—No —respondí—. No me pareció ocasión apropiada para hablar.
—Bueno, yo hablé con él. O mejor dicho, él habló con nosotros. Está realmente rabioso. Esa mujer… ¿cómo se llama? ¿Lakerland…? Es como si estuviese muerta. Los médicos dicen que nunca recobrará el conocimiento, así que Conway no podrá cargarle las culpas a ella. Como es natural, querrá cargárselas a algún otro; se agarrará a lo que sea. Por eso tenemos que adelantarnos a él, con todos los indicios que parezcan, ejem, más peculiares.
—Pero ¡cáscaras! —exclamé—. Cualquiera vería claro lo sucedido. Elmer bebió, empezó a molestarla, y…
—Bien, pero Conway no quiere admitirlo. Y no lo admitirá, mientras pueda.
Nos instalamos los tres en el asiento delantero del coche para volver a la ciudad. Yo iba en medio, entre el sheriff y Hendricks, de repente se me ocurrió una idea descabellada. Quizás no había conseguido engañarles. Quizás por eso me habían puesto a mi en medio, para que no pudiera tirarme del coche.
Era una idea descabellada, naturalmente, y se me fue enseguida de la cabeza. Pero tuve un sobresalto antes de poder contenerme.
—¿Te pasa algo? —preguntó Bob.
—Es el hambre —sonreí—. No he comido nada desde ayer por la tarde.
—A mí tampoco me importaría comer —exclamó Bob—. ¿Qué dices tú, Howard?
—Buena idea. ¿Podemos pasar antes un momento por el juzgado?
—Ni hablar —negó Bob—. Si pasamos por allí, allí nos quedaremos. Puede usted llamar desde el restaurante. Y de paso llame también a mi oficina.
Toda la ciudad estaba hablando de lo ocurrido. Cuando llegamos al restaurante nos acogieron con murmullos y miradas curiosas. Me refiero a los extraños, claro está, a los obreros de los pozos de petróleo. La gente del lugar se limitó a saludar y a ocuparse de sus asuntos.
Hendricks fue a telefonear, y Bob y yo nos instalamos en una mesa del fondo. Pedimos huevos con jamón, y en seguida volvió Hendricks.
—¡Ese Conway! —exclamó, sentándose frente a nosotros—. Ahora quiere llevar a esa mujer en avión a Fort Worth. Dice que aquí no tiene la asistencia médica necesaria.
—¿Ah, sí? —Bob parecía distraído mirando el menú—. ¿Cuándo se la lleva?
—No estoy muy seguro de que lo haga. Quien tiene que decidir en un caso así soy yo, vamos, esa mujer no está detenida y mucho menos procesada. No hemos podido hacer nada.
—No veo que eso importe mucho —gruñó Bob—, si va a morirse.
—¡Esa no es la cuestión! La cuestión es…
—Si, claro. —Bob arrastraba las palabras—. ¿Te gustaría darte una vuelta por Fort Worth, Lou? Tal vez yo también.
—Por mi parte no tengo inconveniente —dije.
—Entonces creo que iremos. ¿De acuerdo, Howard? Así todo se hará en regla.
La camarera nos trajo la comida, y Bob empuñó su cuchillo y su tenedor. Noté que me daba un golpecito con el pie. Hendricks había recibido el mensaje, pero era demasiado farsante para confesarlo. Tenía que mantener su pose de héroe de guerra… de fiscal del condado que no recibe órdenes de nadie.
—Mire, Bob. Yo puedo ser nuevo en esta ciudad, como usted piensa; tal vez me quede mucho por aprender. Pero le juro que conozco las leyes y…
—Yo también —le interrumpió el sheriff—. Sobre todo esa que no está en los libros. Conway no le pidió permiso para llevársela a Fort Worth. Le dijo sólo que se la llevaba. ¿No le dijo también la hora?
—Bueno —Hendricks tragó saliva—. Pensaba salir hoy a las diez de la mañana. Quería… Ha alquilado un bimotor de la compañía aérea, pero tienen que instalar una bomba de oxígeno y…
—Ajá. Bueno, está muy bien. Lou y yo tendremos tiempo de lavarnos un poco y de hacer el equipaje. Cuando terminemos, te dejaré en tu casa, Lou.
—Magnífico —asentí.
Hendricks guardó silencio.
Al cabo de un par de minutos, Bob le miró y arqueó las cejas.
—¿No están bien esos huevos, hijo? Cómaselos antes de que se enfríen.
Hendricks suspiró y se puso a comer.