Eran casi las tres de la madrugada cuando terminé de hablar —de responder preguntas, sobre todo— con el sheriff Maples y con Howard Hendricks, el fiscal del condado, y mi estado no era excelente. Se me revolvía el estómago y me sentía mal, o, mejor dicho triste y furioso. Las cosas no tendrían que haber salido así. Era una situación completamente estúpida. Y también injusta.
Yo había hecho todo lo posible por librarme de un par de ciudadanos indeseables, sin complicaciones. Y ahora uno de ellos seguía viviendo; y la muerte del otro iba a provocar especulaciones.
Al salir del juzgado fui al bar del Griego a tomar un café que no me apetecía. Su hijo hacía media jornada en una gasolinera, y el hombre no estaba convencido de que el trabajo le conviniese. Le prometí que me pasaría por allí a ver como iba el chico.
No quería volver a casa para contestar a todas las preguntas de Amy. Confiaba en que, si tardaba lo suficiente, se cansaría y se iría.
Johnnie Pappas, el hijo del Griego, trabajaba con Slim Murphy. Al llegar me lo encontré delante del garaje, manipulando el motor de su viejo bólido. Bajé del coche y se me acercó despacio, como receloso, limpiándose las manos con un trapo grasiento.
—Acabo de enterarme de tu nuevo trabajo, Johnnie —le saludé—. Te felicito.
—Ya —era alto y de buena presencia; no se parecía en nada al Griego—. ¿Es mi padre quien le envía?
—Me han dicho que trabajabas aquí y vine —contesté—. ¿Tiene eso algo de malo?
—No… como es tan tarde.
—Tú también trabajas hasta tarde —me reí—. ¿Qué tal si me llenas el depósito y miras el aceite?
Puso manos a la obra y al rato habían disminuido sus recelos.
—Siento no haber estado muy cordial, Lou. Mi padre me ha estado fastidiando… no entiende que un chico de mi edad necesite un poco de dinero propio. Creí que le habían enviado para espiarme.
—Me parece que ya me conoces, Johnnie.
—Claro que sí —sonrió abiertamente—. Mucha gente me ha estado fastidiando, pero usted es el único que intentó ayudarme. El único amigo de verdad que tengo en esta ciudad. ¿Por qué lo hace, Lou? ¿Qué saca con ayudar a alguien a quien nadie aprecia?
—Oh, no lo sé —y no lo sabía, como tampoco sabía por qué estaba allí perdiendo el tiempo con todo lo que tenía yo en la cabeza—. Quizás porque yo también era un chico no hace mucho. Los padres son gente pintoresca. Cuanto mejores son, más insoportables se vuelven.
—Es verdad. Bueno…
—¿Cuántas horas trabajas, Johnnie?
—Sólo desde medianoche hasta las siete, los sábados y domingos. Justo para los gastos. Mi padre cree que estaré demasiado cansado para ir a la escuela el lunes, pero no es verdad, Lou, y lo voy a demostrar.
—Claro que sí —comenté—. Pero hay un detalle, Johnnie. Slim Murphy no tiene muy buena fama. Nunca pudimos probar que estuviese metido en esos robos de neumáticos y accesorios, pero…
—Ya lo sé —pegó un puntapié a la grava del suelo, incómodo. No voy a hacer tonterías, Lou.
—Magnífico —aprobé—. Es una promesa… y sé que siempre cumples lo que prometes.
Le pagué con un billete de veinte dólares. Le cogí el cambio y me fui a casa. Me preguntaba qué tendría yo en la cabeza. Al volante, de vez en cuando, me daba una palmada en la frente. Porque no había hecho una comedia. Me preocupaba de veras por el chico. Me preocupaban sus problemas.
La casa estaba a oscuras cuando llegué, pero eso no significaba que Amy no estuviese. De modo que no quise hacerme ilusiones. Supuse que el hecho de no presentarme habría sido un incentivo más para quedarse a esperarme, justo en el momento en que tenía menos ganas de verla. Y mis presunciones resultaron ciertas.
Estaba en mi dormitorio, metida en la cama. Y vi dos ceniceros llenos de los cigarrillos que se había fumado. ¡Estaba hecha una furia! En mi vida había visto a una mujer tan furiosa.
Me senté en el borde de la cama, me quité las botas y estuve veinte minutos sin decir palabra. No tuve la menor oportunidad. Al fin empezó a calmarse un poco y traté de excusarme.
—Lo lamento, cariño, pero me fue imposible. He tenido una noche terrible.
—¡Apuesto a que sí!
—¿Quieres que te lo cuente, o no? Si no quieres, dilo.
—¡Oh, adelante! Te he oído tantas excusas y mentiras que unas cuantas más no importan.
Le conté lo que había ocurrido. Mejor dicho, lo que en apariencia había ocurrido, y apenas pudo contenerse hasta que termin… Así que hube pronunciado la última palabra, se desató otra vez.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido, Lou? ¿Cómo pudiste hacer eso? Liarte con una prostituta asquerosa y con ese cretino de Elmer Conway… Ahora se armará el gran escándalo, y probablemente perderás tu trabajo, y…
—¿Por qué? —interrumpí—. Yo no he hecho nada.
—¡Quiero que me expliques por qué lo hiciste!
—Fue como un favor, ¿entiendes? Chester Conway quería que yo hiciera lo posible para sacar a su hijo de éste lío, así que…
—¿Por qué ha recurrido a ti? ¿Por qué tienes que hacer siempre favores a los demás? ¡Nunca me hiciste un favor a mí!
Estuve un momento silencioso. Pero pensaba: «eso es lo que tú te imaginas, preciosa. Te estoy haciendo ya un favor no partiéndote la cara».
—Contéstame, Lou Ford.
—Está bien —admití—. No debí haberlo hecho.
—¡Lo que no debiste haber permitido es que esa mujer se quedara en el condado!
—No —incliné la cabeza—. No debí haberlo permitido.
—¿Entonces?
—No soy perfecto —exclamé—. Me equivoco a menudo. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?
—¡Bien! Lo único que voy a decirte…
Lo único que iba a decirme podía durar toda la vida; y yo no estaba de humor para escucharla. Me incliné y le metí la mano entre las piernas.
—¡Lou! ¡No hagas eso!
—¿Y por qué? —pregunté.
—¡No hagas eso! —se estremeció—. ¡No lo hagas o…! ¡Oh, Lou!
Me tumbé sobre ella sin quitarme siquiera la ropa. Tenía que hacerlo porque era la única forma de cerrarle el pico a Amy.
Me estiré y ella me estrechó con fuerza. Cuando Amy estaba así era perfecto; no se podía pedir más de una mujer. Pero yo dejaba mucho que desear. Joyce Lakeland tenía la culpa.
—Lou… —Amy se detuvo un momento—. ¿Qué te pasa, querido?
—Todo este lío —gemí—. Me ha dejado para el arrastre.
—¡Pobrecito mío! Olvídate de todo menos de mí, y yo te acariciaré y te diré algo al oído, ¿mmmm? Te voy a…
Me susurró al oído lo que me iba a hacer. Y lo hizo. Pero, demonios, se lo podía haber hecho a una estaca con idéntico resultado.
La pequeña Joyce se había ocupado ya de mí. Demasiado.
Amy apartó la mano y se frotó la cadera. Cogió la sábana y se limpió —se restregó— la cadera con ella.
—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Cerdo, asqueroso!
—¿Qué? —exclamé.
Era como recibir un puntapié en la boca del estómago. Amy no solía decir esas palabras. Nunca se las había oído.
—Eres un cerdo. Lo sé. Lo estoy oliendo, la huelo a ella. No has podido lavar su olor. Nunca podrás. Tú…
—Por todos los santos —la cogí por los hombros—. ¿Qué estás diciendo, Amy?
—Te has acostado con ella. Lo has estado haciendo todo este tiempo. Has estado metiendo sus porquerías dentro de mí, me has estado ensuciando con ellas. Y me lo vas a pagar. Aunque sea lo último que haga en mi vida, yo…
Se apartó de mí sollozando y saltó de la cama. Cuando yo me puse en pie ella se parapetó tras una silla, manteniéndola entre ella y yo.
—¡Apártate de mí! ¡No te atrevas a tocarme!
—Claro, cariño —aseguré—. Lo que tú quieras.
No se daba cuenta del alcance de lo que había dicho. Pensaba sólo en sí misma, en el insulto que había sufrido. Pero yo sabía que con el tiempo —y no mucho tiempo— iría uniendo las piezas del rompecabezas. No tendría ninguna prueba, claro. Sólo contaría con unas cuantas suposiciones —intuición— y con sospechas. Intuiciones. Y lo de la operación que me había hecho mi padre, algo que, gracias a Dios, parecía habérsele olvidado por el momento. Pero de todos modos, hablaría. Y el hecho de que Amy no tuviese pruebas, no me ayudaría gran cosa.
Porque no hacen falta pruebas, ¿comprenden? No, tal como he visto proceder a la justicia. Basta con el soplo de que un tipo es culpable. A partir de ahí, si el interesado no es un pez gordo, el problema se reduce a obligarle a confesar.
—Amy —imploré—. Amy, cariño, mírame.
—N… no quiero mirarte.
—¡Mírame…! Soy Lou, cariño, Lou Ford. El chico que conoces de toda la vida. Dime, ¿crees que yo sería capaz de hacer lo que has dicho?
Vaciló, mordiéndose los labios.
—Lo has hecho —en su voz sólo había un leve matiz de duda—. Sé que lo has hecho.
—Tú no sabes nada —repliqué—. Sólo porque llego rendido y preocupado, sacas esa estúpida conclusión. ¿Por qué, por qué iba a andar yo por ahí con una furcia teniéndote a ti? ¿Eh? ¿Por qué a causa de una fulana como ésa iba a correr el riesgo de perder a una mujer como tú? ¿Eh? Es un disparate, compréndelo.
—Bueno…
Había acertado. Había hecho blanco en su orgullo, su punto más sensible. Pero eso no bastaba para borrar sus recelos.
Recogió sus braguitas y empezó a ponérselas sin abandonar el parapeto de la silla.
—Es inútil discutir eso, Lou —suspiró con cansancio—. Supongo que he de agradecer a mi buena estrella no haber contraído ninguna enfermedad.
—¡Por todos los diablos…! —di la vuelta a la silla, de improviso y la abracé—. ¡Maldita sea! No quiero que hables así de la chica con la que voy a casarme. No me importa lo que digas de mí, pero no puedes decir esas cosas de ella, ¿entiendes? No puedes decir que la chica con la que voy a casarme se acuesta con un tipo que se divierte con putas.
—¡Suéltame, Lou! ¡Suél…! —dejó de resistirse de repente—. ¿Qué has di…?
—Ya lo has oído.
—P… pero si hace sólo dos días…
—¿Y qué? —exclamé—. A ningún hombre le gusta que le obliguen a casarse. Quiere proponerlo él, que es precisamente lo que estoy haciendo. ¡Demonio! Creo que ya hemos esperado demasiado. Y la ridícula discusión de esta noche lo demuestra. Si estuviésemos casados, no nos pelearíamos ni tendríamos todos esos malentendidos que tenemos ahora.
—Querrás decir desde que llegó esa mujer a la ciudad.
—Está bien —asentí—. Yo he hecho todo lo que he podido. Si sigues creyendo eso de mí, no quiero…
—¡Espera, Lou! —se me echó encima—. Al fin y al cabo, no puedes reprocharme que…
Pero no insistió más. Por su propio interés le convenía capitular.
—Lo siento, Lou. Reconozco que me equivoqué.
—Claro que te equivocaste.
—¿Y cuándo, Lou? Quiero decir cuándo nos casaremos.
—Cuanto antes mejor —mentí. No tenía la menor intención de casarme con ella. Pero necesitaba tiempo para hacer planes y mantenerla a raya—. Lo hablaremos con calma un día de éstos, cuando los dos estemos más serenos.
—No, no —meneó la cabeza—. Ahora que tú has… ahora que nosotros lo hemos decidido, liquidemos la cuestión. Hablemos ahora mismo.
—Está amaneciendo ya, cariño —insistí—. Si te entretienes aquí, te verá la gente cuando salgas.
—No me importa que me vean, querido. No me importa en absoluto.
Se me arrimó y hundió la cabeza en mi pecho. No necesitaba verle la cara para saber que sonreía. Me tenía acorralado, y estaba encantada.
—Bueno, estoy cansado —murmuré—. Tendría que dormir un poco antes de…
—Te preparo café, querido. Verás cómo despiertas.
—Pero, cariño…
Sonó el teléfono. Me soltó sin darse prisa, y fui hasta el escritorio donde tenía la extensión y descolgué.
—¿Lou?
—Era el sheriff Maples.
—Si, Bob —contesté—. ¿Qué te pasa?
Me lo explicó, le dije que de acuerdo y colgué. Amy me miró, intentó protestar, pero cambió de opinión.
—¿Tu trabajo, Lou? ¿Tienes que hacer algo?
—Sí. El sheriff viene a recogerme dentro de un momento.
—¡Pobrecito mío! ¡Con lo cansado que estás! Me visto y me voy.
La ayudé a vestirse y fui con ella hasta la puerta trasera. Me dio dos besos cariñosísimos y yo prometí llamarla cuando tuviese un momento de respiro. Se fue dos minutos antes de que llegase el sheriff Maples.