Llegué a Phoenix al atardecer y dejé el coche ante un motel de las afueras. Phoenix era cálido como un horno. El motel tenía restaurante, así que cené allí. Reuní todas las monedas que pude, me encerré en una cabina y empecé a marcar el número del Mirador de Flagstaff. ¿Hasta qué punto llegaría mi estupidez? Ikky podía haberse registrado bajo cualquier nombre, desde Cohen a Cordileone, o desde Watson a Woichehovsky. Llamé, de todos modos, y no conseguí otra cosa que lo más parecido a una sonrisa que puede uno recibir por teléfono, de manera que reservé una habitación para la noche siguiente. No había ninguna libre a menos que alguien se marchara, pero tomaron mi nombre por si ocurría alguna cancelación de última hora. Flagstaff está demasiado cerca del Gran Cañón. Ikky debía haber hecho la reserva algunos días antes, lo cual también era digno de cierta meditación.
Compré un libro de bolsillo y lo leí. Puse el despertador a las 6:30. El libro me asustó tanto que oculté dos pistolas bajo la almohada. Era sobre un tipo que se había rebelado contra el jefe de los matones de Milwaukee y le daban una paliza cada cuarto de hora. Me imaginé que su cabeza y rostro ya no serían más que un pedazo de hueso con algo de piel hecha jirones. Pero en el capítulo siguiente estaba más fresco que una rosa. Entonces me pregunté por qué leía esta basura cuando podía aprenderme de memoria Los hermanos Karamazov. Como ignoraba la respuesta, apagué la luz y me dormí. A las 6.30 me afeité, torné una ducha, desayuné y salí hacia Flagstaff, adonde llegué a la hora del almuerzo, y allí estaba Ikky en el restaurante comiendo trucha de montaña. Me senté frente a él. Pareció sorprendido de verme.
Pedí trucha de montaña y la comí entera, que es la manera apropiada. Quitarle antes las espinas la estropea un poco.
—¿Qué hay? —preguntó con la boca llena. Un comensal delicado.
—¿Ha leído la prensa?
—Sólo la sección deportiva.
—Vayamos a hablar a su habitación. Tenemos mucho que decirnos.
Pagamos nuestros almuerzos y fuimos a su habitación, que era bastante bonita. Los moteles de carretera están mejorando tanto que muchos hoteles parecen baratos en comparación. Nos sentamos y encendimos sendos cigarrillos.
—Los dos matones madrugaron mucho y se dirigieron a la calle Poynter. Aparcaron delante de la casa de apartamentos. No los habían preparado muy bien, así que mataron a un tipo que se parecía un poco a usted.
—Interesante —sonrió Ikky—. Pero la poli lo descubrirá y también el Equipo, así que volverán a perseguirme.
—Debe usted pensar que soy tonto —dije—. Y lo soy.
—Creo que hizo un trabajo de primera clase, Marlowe. ¿Qué hay de tonto en eso?
—¿De qué trabajo habla?
—Me sacó de allí con bastante rapidez.
—¿Acaso hay algo que no pudiera haber hecho usted mismo?
—Con suerte… no. Pero es agradable tener un ayudante.
—Quiere decir un idiota.
Su rostro se endureció. Y su voz herrumbrosa dijo en un gruñido:
—No entiendo nada. Y devuélvame algo de los cinco grandes, ¿quiere? Llevo menos dinero del que pensaba.
—Se lo devolveré cuando encuentre un colibrí dentro de un salero.
—No sea así —casi suspiró, y en su mano apareció un revólver.
La mía agarraba ya una pistola en el bolsillo de la chaqueta.
—He hecho mal en hablar —dije—. Guárdese el arma. No le servirá de nada, aún menos que una máquina tragaperras de Las Vegas.
—Se equivoca. Las máquinas dan dinero de vez en cuando. De otro modo no habría clientes.
—Con muy poca frecuencia, diría yo. Escuche, y hágalo con atención. —Sonrió. Su dentista debía estar cansado de esperarle.
—El montaje me intrigó —continué, jovial como Milo Vance en un relato de Van Dyne pero mucho más claro de cabeza—. Primero, ¿podía hacerse? Segundo, si podía hacerse, ¿dónde quedaría yo? Pero poco a poco fui viendo los pequeños defectos que estropean el cuadro. ¿Por qué acudía usted a mí? El Equipo no es tan ingenuo. ¿Por qué enviaban a un don nadie como este Charles Hickon o sea cual sea el nombre que usa los jueves? ¿Por qué un experto como usted dejaría que alguien le siguiera en una cita arriesgada?
—Me fascina, Marlowe. Es tan indiscreto que podría verlo en plena oscuridad, y tan tonto que no distinguiría a una jirafa roja, blanca y azul delante de sus ojos. Me apuesto algo a que se deleitó jugando con los cinco grandes como un niño con zapatos nuevos. Apostaría que estuvo besando los billetes.
—No después de que usted los tocara. Entonces, ¿por qué me enviaron un lápiz? Una peligrosa amenaza, que corroboraba el resto. Pero, como dije a su monaguillo de Las Vegas, no mandan lápices cuando piensan liquidarte. A propósito, el tipo iba armado. Llevaba una Woodsman del veintidós con silenciador. Tuve que obligarlo a guardarla, y él se apresuró a complacerme. Empezó agitando billetes de mil ante mi cara para que le dijese dónde estaba usted. Un tipo bien vestido y agraciado para una retahíla de ratas sucias. La Asociación Femenina de Templanza Cristiana y algunos políticos lameculos les dieron el dinero para ser grandes, y ellos supieron usarlo y hacerlo crecer. Ahora son guapos e imparables. Pero siguen siendo una manada de ratas sucias. Y están siempre donde no pueden cometer un error, lo cual es inhumano. Todos los hombres tienen derecho a cometer algunos errores. Pero las ratas, no. Tienen que ser siempre perfectas, pues de lo contrario chocan con hombres como usted.
—No sé de qué habla. Sólo sé que tarda demasiado.
—Bueno, se lo diré claramente. Un pobre patán del East Side se ve mezclado con los escalones inferiores de una banda. ¿Sabe qué es un escalón, Ikky?
—He estado en el ejército —gruñó.
—Crece dentro de la banda, pero no está del todo podrido. No está lo bastante podrido, así que trata de escapar. Viene aquí, busca un empleo de cualquier clase, cambia su nombre o sus nombres y vive en un edificio de apartamentos baratos. Pero la banda tiene agentes en muchos sitios. Alguien lo ve y lo reconoce. Podría ser un traficante de drogas, un hombre que sirve de tapadera para un negocio de apuestas, una prostituta, o incluso un poli corrupto. Entonces la banda, o el Equipo, como usted quiera, dice a través del humo del cigarro: «Ikky no puede hacernos esto. Es una operación pequeña porque él es pequeño. Pero nos molesta. Es malo para la disciplina. Llama a un par de muchachos y diles que lo despachen». Pero ¿a qué muchachos llaman? A un par que ya les tienen hartos, están demasiado vistos. Podrían cometer errores o asustarse. Tal vez les gusta matar, y eso también es malo, produce imprudencia. Los mejores muchachos son los que no se inmutan por nada. Pues bien, aunque no lo saben, los muchachos que llaman son de la clase temeraria. Pero sería divertido intimidar por el mismo precio a un tipo que no les gusta, que ha denunciado a un matón llamado Larsen. Uno de estos pequeños chistes que tanto gustan al Equipo. «Mirad, chicos, incluso tenemos tiempo de jugar con un detective privado. Caramba, podemos hacer cualquier cosa, incluso chuparnos el pulgar». Así que envían a un patán.
—Pero los hermanos Torri no son patanes, son duros de verdad. Lo han probado…, aunque hayan cometido un error.
—Que no es tal error. Liquidaron a Ikky Rosenstein. Usted es sólo un señuelo en este asunto. Y ahora mismo queda arrestado por asesinato. Pero esto no es lo peor que puede ocurrirle. El Equipo lo sacará de chirona y lo hará explotar en pedazos. Ya ha representado su papel y no ha conseguido manejarme como un pelele.
Su dedo iba a apretar el gatillo, pero yo le hice soltar el arma de un disparo. El revólver que tenía en el bolsillo era pequeño, pero a aquella distancia, infalible. Y era uno de mis días infalibles.
Profirió un gemido y se chupó la mano. Yo me acerqué y le propiné un puntapié en el pecho. Ser simpático con los asesinos no figura en mi repertorio. Se tambaleó hacia atrás y luego hacia el lado y dio cuatro o cinco pasos vacilantes. Recogí su pistola y la apreté contra él mientras lo cacheaba por todas partes (no sólo bolsillos o pistoleras) donde un hombre pudiera esconder una segunda arma. Estaba limpio… por lo menos, en este sentido.
—¿Qué intenta hacer conmigo? —gimió—. Le he pagado. Está libre. Le he pagado muy bien.
—Ambos tenemos problemas. El suyo es continuar vivo.
Saqué las esposas del bolsillo, le tiré los brazos hacia atrás y se las puse en las muñecas. Su mano sangraba, por lo que la envolví en su pañuelo, y entonces fui al teléfono.
Flagstaff era lo bastante grande para tener una comisaría de policía; incluso podía haber una oficina del fiscal del distrito. Esto era Arizona, un estado relativamente pobre. Los policías podían ser incluso honrados.