8

Llamé a Anne Riordan.

—Ha ocurrido algo extraño —dije, y le conté de qué se trataba.

—No me gusta el lápiz —contestó— y no me gusta que hayan matado a ese hombre, probablemente un contable en un negocio del tres al cuarto, o no estaría viviendo en aquel barrio. No deberías haberte metido en esto, Phil.

—Ikky tenía derecho a su vida. En otro lugar podría convertirse en un hombre decente. Puede cambiar de nombre. Debe tener mucho dinero o no me habría pagado tanto.

—He dicho que no me gusta el lápiz. Será mejor que te instales aquí una temporada, aunque sea breve. Puedes hacerte enviar el correo…, si es que recibes cartas. De todos modos, no necesitas ponerte a trabajar enseguida, y Los Ángeles rebosa de detectives privados.

—No lo has entendido. Aún no he terminado el trabajo. Los polis tienen que saber dónde estoy, y si ellos lo saben, todos los reporteros sensacionalistas lo sabrán también. Los polis podrían incluso decidir que soy sospechoso. Ningún testigo del asesinato va a facilitar una descripción que tenga algún valor. Los norteamericanos no quieren ser testigos de asesinatos entre mafiosos.

—Está bien, genio. Pero mi oferta sigue en pie.

Sonó el timbre en la habitación exterior. Dije a Anne que debía colgar. Abrí la puerta de comunicación y vi ante el umbral a un hombre de mediana edad, bien vestido (incluso diría elegantemente vestido), de un metro noventa de estatura. Tenía en el rostro una sonrisa deshonesta pero agradable. Llevaba un Stetson blanco y una de esas corbatas estrechas sujetas por un pasador ornamental. Su traje de franela color crema tenía un corte impecable.

Encendió un cigarrillo con un encendedor de oro y me miró por encima de la primera bocanada de humo.

—¿El señor Marlowe?

Asentí.

—Soy Foster Grimes, de Las Vegas. Dirijo el rancho Esperanza de la calle Quinta Sur. Tengo entendido que está usted en contacto con un hombre llamado Ikky Rosenstein.

—¿Quiere pasar?

Entró en mi oficina. Su aspecto no me decía nada. Un hombre próspero a quien gustaba o creía que era un buen negocio parecer un habitante del Oeste. Se ven a docenas en la temporada invernal de Palm Springs. Su acento me decía que procedía del este, pero no de Nueva Inglaterra, sino, probablemente, de Nueva York o Baltimore. No de Long Island ni de las Berkshire, que estaban demasiado lejos de la ciudad.

Le indiqué el sillón de los clientes con un giro de la muñeca y me senté en la antigua silla giratoria. Esperé.

—¿Dónde se encuentra Ikky ahora, si es que lo sabe?

—Lo ignoro, señor Grimes.

—¿Cómo se enredó usted con él?

—Por dinero.

—Una buena razón. —Sonrió—. ¿A cambio de qué?

—Lo ayudé a abandonar la ciudad. Le digo esto, aunque ignoro quién diablos es usted, porque ya se lo he dicho a un viejo amigoenemigo que trabaja en la oficina del sheriff.

—¿Qué es un amigoenemigo?

—Los policías no van por ahí comiéndome a besos, pero a éste lo conozco desde hace años y somos tan amigos como pueden serlo una estrella privada y un hombre de la ley.

—Ya le he dicho quién soy. Tenemos un complejo único en Las Vegas. Somos dueños del lugar, con excepción de un asqueroso editor de periódicos, que no deja de molestarnos y de molestar a nuestros amigos. Le permitimos vivir porque permitirle vivir nos da mejor imagen que liquidarlo. Los asesinatos ya no son rentables.

—Como Ikky Rosenstein.

—Eso no es un asesinato, es una ejecución. Ikky se ha enfrentado a nosotros.

—Y entonces sus muchachos van y liquidan al tipo equivocado. Podrían haber esperado un poco para asegurarse un poco más.

—Lo habrían hecho si usted no hubiese metido la nariz. Se precipitaron, y esto no nos gusta. Queremos una eficiencia serena.

—¿Quién se oculta tras este complacido «queremos»?

—No se haga el ingenuo, Marlowe.

—Está bien. Digamos que lo sé.

—Queremos lo siguiente. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un billete, que dejó sobre la mesa—. Encuentre a Ikky y dígale que vuelva con nosotros y todo se arreglará. Después de haber matado a un hombre inocente, no nos interesa el barullo ni ninguna clase de publicidad. Es así de sencillo. Ahora se embolsa usted esto —señaló el billete, que era de mil, probablemente el billete más pequeño que tenían—, y le daremos otro igual cuando haya encontrado a Ikky y le haya transmitido el mensaje. Si él se niega… telón.

—¿Y si yo digo que se quede sus malditos mil dólares y los use para sonarse la nariz?

—Sería una imprudencia.

Sacó un Colt Woodsman con un silenciador corto. El Colt Woodsman lo admite sin encasquillarse. El tipo era rápido, rápido y frío. La expresión cordial de su rostro no había cambiado.

—No me he movido de Las Vegas —dijo con calma—; puedo probarlo. Usted está muerto en el sillón de su oficina y nadie sabe nada. Sólo otro detective privado que se metió donde no debía. Ponga las manos sobre la mesa y piense un poco. A propósito, soy un tirador de excepción, incluso con este maldito silenciador.

—Sólo para bajar un poco más en la escala social, señor Grimes, no pienso poner las manos sobre la mesa. Pero hábleme de esto.

Le tiré el lápiz nuevo y bien afilado. Lo cogió en el aire tras un rápido cambio del arma a la mano izquierda, muy rápido. Levantó el lápiz para poder mirarlo sin perderme de vista.

—Me llegó por correo urgente —expliqué—, sin mensaje ni remite. Sólo el lápiz. ¿Cree usted que nunca he oído hablar del lápiz, señor Grimes?

Frunció el ceño y dejó caer el lápiz. Antes de que pudiera cambiar la larga y esbelta pistola a su mano derecha, yo puse la mía bajo la mesa, agarré la culata del 45 y puse el dedo firmemente en el gatillo.

—Mire bajo la mesa, señor Grimes. Verá una 45 en una pistolera fija, apuntando a su barriga. Aunque usted me pudiera disparar al corazón, la cuarenta y cinco se dispararía igualmente mediante un movimiento convulsivo de mi mano. Y usted tendría los intestinos colgando y saldría volando de la silla. Una bala del cuarenta y cinco puede hacerle saltar dos metros. Incluso el cine acabó aprendiéndolo.

—Parece un empate mexicano —observó tranquilamente y enfundó el arma—. Un bonito trabajo, Marlowe. Podríamos darle un empleo. Pero, de momento, encuentre a Ikky y no sea remilgado. Él terminará siendo sensato. En realidad, no quiere pasar el resto de su vida huyendo. Un día u otro lo encontraríamos.

—Dígame una cosa, señor Grimes. ¿Por qué me han escogido a mí? Aparte de Ikky, ¿qué he hecho yo para molestarles?

Pensó un momento, inmóvil.

—El caso Larsen. Usted ayudó a enviar a uno de nuestros muchachos a la cámara de gas. No olvidamos aquello. Lo tuvimos en cuenta como cabeza de turco en el caso de Ikky. Usted siempre será la cabeza de turco, a menos que actúe a nuestra manera. Algo le derribará cuando menos lo espere.

—En mi negocio se es siempre cabeza de turco, señor Grimes. Coja su billete y salga sin hacer ruido. A lo mejor decido hacerlo a su manera, pero antes tengo que pensar. En cuanto al caso Larsen, los polis hicieron todo el trabajo, yo sólo sabía dónde estaba. Supongo que no lo echa usted demasiado de menos.

—No nos gustan las intromisiones.

Se levantó, metiéndose en el bolsillo el billete de mil dólares con gesto indiferente. Mientras lo hacía, yo solté la 45 y saqué mi Smith and Wesson del 38 de cinco pulgadas.

Él lo miró con desdén.

—Estaré en Las Vegas, Marlowe. De hecho, nunca me he ido de Las Vegas. Puede encontrarme en el Esperanza. No, no nos importaba Larsen a un nivel personal. Era sólo un pistolero más, de esos que vienen en grandes lotes. Lo que sí nos importa es que algún don nadie de detective lo hubiese marcado.

Saludó con la cabeza y salió de mi oficina.

Reflexioné un poco. Sabía que Ikky no volvería con la mafia; no se fiaría de ellos aunque le ofrecieran la oportunidad. Pero ahora había otro motivo. Llamé otra vez a Anne Riordan.

—Me voy a buscar a Ikky, no tengo más remedio. Si no te he llamado al cabo de tres días, ponte en contacto con Bernie Ohls. Voy a Flagstaff, Arizona, Ikky dice que se dirige allí.

—Eres un estúpido —gimió ella—. Se trata de una trampa.

—Un tal señor Grimes de Las Vegas me ha visitado con una pistola provista de silenciador. Lo he hecho desistir, pero no siempre seré tan afortunado. Si encuentro a Ikky y se lo comunico a Grimes, la mafia me dejará en paz.

—¿Condenarás a muerte a un hombre? —su voz era brusca e incrédula.

—No. Ya no estará allí cuando yo pase el informe. Tendrá que volar a Montreal, comprar documentos falsificados, Montreal es un sitio casi tan corrupto como éste, y huir a Europa en otro avión. Allí puede estar bastante seguro. Pero el Equipo tiene los brazos muy largos e Ikky tendrá mucho trabajo si quiere continuar vivo. Pero no le queda otra alternativa. O se oculta o recibe el lápiz.

—Qué listo eres, querido. ¿Y qué me dices de tu propio lápiz?

—Si pensaran matarme, no lo habrían enviado. Ha sido una especie de técnica disuasoria.

—Y tú no te dejas disuadir, guapo y maravilloso bruto.

—Pero estoy asustado, aunque no paralizado. Hasta la vista. No tengas ningún amante hasta que yo vuelva.

—¡Maldito seas, Marlowe!

Me colgó el teléfono y yo también lo colgué.

Decir lo que no debo es una de mis especialidades.

Salí de la ciudad antes de que los muchachos de Homicidios pudieran localizarme. Tardarían bastante en recibir una pista. Y Bernie Ohls no diría ni una palabra a ningún policía. Los hombres del sheriff y la policía municipal cooperan del mismo modo que dos gatos sobre una cerca.