5

De regreso a la calle Poynter di muchas vueltas y me paré otras tantas, siempre con la pistola a mi lado, sobre el asiento. Que yo sepa, nadie me siguió.

Me detuve en una gasolinera de Sunset e hice dos llamadas. Encontré a Bernie Ohls justo cuando se disponía a ir a su casa.

—Soy Marlowe, Bernie. Hace años que no nos peleamos. Empiezo a sentirme solo.

—Pues, cásate. Ahora soy investigador jefe en la oficina del sheriff y tengo el grado de capitán interino hasta que apruebe el examen. No hablo apenas con detectives privados.

—Habla con éste. Puedo necesitar ayuda. Trabajo en un asunto peligroso en el que tal vez acabe asesinado.

—¿Y esperas que yo obstaculice el curso de la naturaleza?

—Vamos, Bernie, no he sido mal chico. Estoy intentando salvar a un exmafioso de un par de verdugos.

—Cuanto más se destrozan unos a otros, más me gusta.

—Claro. Si te llamo, manda a un par de muchachos listos. Ya habrás tenido tiempo de enseñarles.

Intercambiamos algunos insultos cordiales y colgamos. Marqué el número de Ikky Rosenstein. Su voz, algo desagradable, dijo:

—Está bien, hable.

—Aquí Marlowe. Prepárese para un traslado cerca de medianoche. Hemos localizado a sus amigos, que se alojan en el BeverlyWestern. No irán hasta mañana a la calle donde usted vive. Recuerde que ellos no saben que usted ha sido advertido.

—Parece arriesgado.

—Dios mío, nunca dije que sería una merienda en el campo de la escuela dominical. Ha sido muy descuidado, Ikky. Le siguieron hasta mi oficina. Esto disminuye el tiempo de que disponemos.

Guardó silencio unos momentos. Lo oí respirar.

—¿Quién me siguió?

—Un pequeño don nadie que me clavó una pistola en el estómago y me obligó a quitársela. Me imagino que enviaron a un idiota porque no quieren que yo sepa demasiado, en caso de que aún sepa pocas cosas.

—Arriesga usted el pellejo, amigo.

—¿Y cuándo no? Vendré a buscarle hacia medianoche; esté preparado. ¿Dónde tiene el coche?

—Delante de la casa.

—Apárquelo en una calle transversal y asegúrese de cerrarlo con llave. ¿Dónde está la entrada posterior de su antro?

—Detrás. ¿Dónde quiere que esté? En el callejón.

—Deje allí su maleta. Saldremos juntos y subiremos a su coche. Entonces iremos al callejón y recogeremos la maleta.

—¿Y si la roba algún tipo?

—Ya. Suponga que le matan. ¿Qué alternativa prefiere?

—Está bien —gruñó—. Le esperaré. Pero nos arriesgamos mucho.

—También se arriesgan los pilotos de carreras. ¿Acaso esto les detiene? Sólo hay un modo de salir: con rapidez. Apague las luces hacia las diez y deshaga la cama. Sería mejor que dejara algo de ropa; así no parecería tan planeado.

Gruñó otro «Está bien» y colgué. La cabina telefónica estaba bien iluminada, como suelen estarlo en las gasolineras. Di un largo y lento paseo, fingiendo estudiar los mapas de obsequio. No vi nada preocupante. Cogí un mapa de San Diego por puro capricho y subí a mi coche alquilado.

Aparqué en la esquina de la calle Poynter y subí a mi destartalado apartamento del primer piso, donde me senté a oscuras para vigilar la ventana. No vi nada que pudiera preocuparme. Un par de rameras de precios intermedios salieron del edificio de apartamentos de Ikky y fueron recogidas por un coche último modelo. Un hombre de estatura y complexión parecidos a los de Ikky entró en la casa. Diversas personas entraron y salieron. La calle estaba bastante silenciosa. Desde que se inauguró la autopista de Hollywood, nadie usa las calles próximas al bulevar a menos que viva en la vecindad.

Era una bonita noche de otoño, todo lo hermosa que puede ser una noche con la polución de Los Ángeles; fresca pero no fría. No sé qué le ha ocurrido al tiempo en nuestra ciudad superpoblada, pero no es el tiempo que hacía cuando vine a quedarme.

Parecía que nunca llegaría la medianoche. No vi a nadie vigilando la zona, ninguna pareja de hombres discretos merodeaba delante de uno de los seis apartamentos disponibles. Estaba convencido de que irrumpirían primero en el mío, pero no estaba seguro de que Anne hubiera elegido al hombre correcto o que el tenso mensaje enviado a sus jefes hubiera jugado a mi favor. A pesar de las cien posibilidades de que Anne se equivocara, yo intuía que había acertado. Los asesinos no tenían ningún motivo para ser cautelosos si ignoraban que Ikky había sido avisado. Ningún motivo excepto uno: Ikky había ido a mi oficina y lo habían seguido hasta allí. Pero el Equipo, con toda su arrogancia de poder, podía reírse de la idea de que alguien le avisara o de que él acudiera a pedirme ayuda. Yo era tan pequeño que ellos apenas podían verme.

A medianoche abandoné el apartamento, caminé dos manzanas atento a un posible perseguidor, crucé la calle y entré en casa de Ikky. La puerta no estaba cerrada con llave y no había ascensor. Subí por las escaleras hasta el tercer piso y busqué su apartamento. Llamé con mano cauta. Él me abrió la puerta con el arma en la mano; probablemente tenía miedo.

Había dos maletas junto a la puerta y otra apoyada en la pared opuesta. Fui a cogerla y la levanté. Pesaba bastante. La abrí porque no estaba cerrada con llave.

—No se preocupe —me dijo—. Contiene todo lo que un tipo puede necesitar para tres o cuatro noches, y algunos trajes que no podría encontrar en unos almacenes.

Cogí una de las otras maletas.

—Dejemos ésta en la puerta trasera.

—Nosotros también podemos salir por el callejón.

—Saldremos por la puerta principal. En caso de que nos sigan, aunque no lo creo, hemos de parecer dos tipos que salen juntos de la casa. Una advertencia: vaya con ambas manos en los bolsillos y la pistola en la derecha. Si alguien lo llama por su nombre a sus espaldas, vuélvase deprisa y dispare. Nadie que no sea un liquidador lo haría. Yo haré lo mismo.

—Estoy asustado —dijo con su voz ronca.

—Yo también, si eso le consuela. Pero hemos de hacerlo. Si nos acorralan, tendrán armas en las manos. No se moleste en preguntarles nada; no contestarían con palabras. Si se trata de mi pequeño amigo, lo dejaremos dormido y lo tiraremos detrás de la puerta. ¿Entendido?

Asintió, lamiéndose los labios. Bajamos las maletas y las dejamos frente a la puerta trasera. Miré arriba y abajo del callejón: nadie, y sólo una corta distancia hasta la calle transversal. Volvimos a entrar, cruzamos el vestíbulo y salimos a la calle Poynter con la naturalidad de una esposa que sale a comprar una corbata para el cumpleaños de su marido.

Nadie se nos acercó. La calle estaba vacía. Doblamos por la esquina y fuimos hasta el coche alquilado de Ikky. Éste abrió la portezuela y entonces volvimos para recoger las maletas. No había nadie alrededor. Metimos las maletas en el coche, lo pusimos en marcha y salimos a la calle contigua.

Un semáforo estropeado, uno o dos stops en el bulevar y la entrada a la autopista, llena de tráfico a pesar de ser medianoche. California está atestada de gente que va a algún sitio y acelera para llegar antes. Si uno no conduce a ciento cuarenta kilómetros por hora, todos te adelantan, y cuando se conduce a esta velocidad, hay que mirar por el espejo retrovisor por si se acerca una patrulla de autopista. Es la mayor carrera de locos que he visto.

Ikky conducía a cien. Llegamos a la salida, a la carretera 66 y la tomó. Hasta ahora, todo bien. Seguí con él hasta Pomona.

—Esto ya es lejos para mí —dije—. Volveré en autobús, si lo hay, o me quedaré en un motel. Pare en una gasolinera y preguntaremos dónde está la parada del autobús. Debería estar cerca de la autopista. Vamos al barrio comercial.

Obedeció y se detuvo a mitad de una manzana. Sacó la cartera y me alargó cinco billetes de mil.

—No creo que los haya ganado. Ha sido demasiado fácil.

Rió con una especie de extraño regocijo.

—No sea idiota. Yo le metí en esto, y usted no tenía idea de cómo acabaría. Lo que es más, sus problemas no han hecho más que comenzar. El Equipo tiene ojos y oídos por doquier. Tal vez yo me salve si tengo mucho cuidado, o tal vez no esté tan seguro como creo. De todos modos, usted ha cumplido. Quédese con el dinero, yo tengo mucho.

Lo cogí y me lo guardé. Fuimos a una gasolinera abierta día y noche y allí nos dijeron dónde estaba la parada del autobús.

—Hay un Greyhound que va de costa a costa a las dos veinticinco de la madrugada —explicó el empleado, mirando el horario—. Lo dejarán subir si tienen asientos libres.

Ikky me llevó a la parada. Nos estrechamos la mano y él se alejó a toda prisa por la carretera que desembocaba en la autopista. Yo eché una ojeada al reloj y encontré una licorería todavía abierta. Compré medio litro de whisky escocés, entré en un bar y pedí uno doble con agua.

Mis problemas acababan de empezar, había dicho Ikky. Cuánta razón tenía.

Me apeé en una parada de Hollywood, cogí un taxi y fui a la oficina. Pedí al conductor que esperase unos momentos. A aquella hora de la madrugada, lo hizo de mil amores. El vigilante de color me abrió la puerta del edificio.

—Trabaja usted hasta tarde, señor Marlowe. Pero siempre lo ha hecho, ¿verdad?

—Es culpa de este negocio —contesté—. Gracias, Jasper.

En la oficina palpé el suelo buscando el correo y sólo encontré una caja larga y estrecha. Entrega inmediata, con un sello de Glendale.

Todo lo que contenía era un lápiz nuevo y recién afilado, la marca de la muerte en la mafia.