Era una calle tranquila de Bay City, si es que existen calles tranquilas en esta generación beatnik en la que no puedes acabar de comer sin que algún cantante masculino o femenino eructe torrentes de un amor anticuado como el polisón o algún órgano Hammond llene de jazz hasta la sopa del cliente.
La pequeña casa de una sola planta estaba pulcra como un delantal limpio. El césped estaba cortado con amor y era muy verde. El camino de entrada era liso y sin manchas de gasolina, y el seto que rodeaba la casa daba la impresión de recibir a diario los cuidados de un barbero.
La puerta blanca tenía una aldaba en forma de cabeza de tigre, una mirilla y un interfono que permitía a la persona del interior hablar con la del exterior sin tener siquiera que abrir la mirilla.
Habría hipotecado mi pierna izquierda por vivir en una casa como aquélla. No creía que pudiera conseguirlo jamás.
Una campanilla sonó en el interior y a los pocos momentos ella abrió la puerta vestida con una camiseta azul celeste y pantalones cortos de color blanco, lo bastante cortos como para ser acogedores. Tenía los ojos de un azul grisáceo, cabellos rojo oscuro y una bella estructura ósea en el rostro. Solía haber un matiz de amargura en sus ojos. La muchacha no podía olvidar que la vida de su padre había sido segada por el poder fraudulento de un mafioso y que su madre también había muerto. Era capaz de contener la amargura cuando escribía banalidades sobre el amor para las revistas del corazón, pero ésta no era su vida. En realidad, no tenía vida propia, sólo una existencia sin mucho sufrimiento y suficiente dinero para que fuera segura. Pero en situaciones apuradas tenía tanta serenidad e inventiva como un buen policía. Su nombre era Anne Riordan.
Se hizo a un lado y pasé muy cerca de ella. Yo también tengo mis reglas. Cerró la puerta y se aposentó en el sofá, se buscó un cigarrillo y aquí tenemos a una muñeca con fuerza para encendérselo ella sola.
Curioseé un poco a mi alrededor. Había algunos cambios, no muchos.
—Necesito tu ayuda —dije.
—Son las únicas veces que te veo.
—Tengo un cliente que es un exmafioso; era pistolero del Equipo, el Sindicato, la Gran Banda o como quieras llamarlo. Sabes muy bien que existe y que es tan rico como Rockefeller. No se puede eliminar porque no hay bastante gente que lo desee, en especial los abogados de un millón de dólares al año que trabajan para ellos, y las asociaciones de picapleitos que parecen más ansiosos de proteger a otros abogados que a su propio país.
—Dios mío, ¿estás haciendo méritos para un cargo? Nunca me has sonado tan puro.
Movió las piernas, sin provocar —no era de las de ese tipo—, pero aun así dificultaba mis procesos mentales.
—Deja de mover las piernas —dije—, o ponte pantalones largos.
—Maldito seas, Marlowe. ¿No puedes pensar en otra cosa?
—Lo intentaré. Me gusta pensar que existe al menos una bonita y encantadora hembra que no sea una presa fácil. —Tragué saliva y proseguí—: El hombre se llama Ikky Rosenstein. No es guapo ni me gusta nada de él, excepto un detalle. Se enfureció cuando le dije que necesitaba una ayudante femenina. Adujo que las mujeres no están hechas para la violencia. Por eso acepté el trabajo. Para un mafioso de verdad, la mujer no vale más que un saco de harina. Usan a las mujeres de la forma habitual, pero si es aconsejable deshacerse de ellas, lo hacen sin pensarlo dos veces.
—Hasta ahora has dicho muchas cosas y no has dicho nada. Quizá necesitas una taza de café o una copa.
—Te lo agradezco, pero no bebo por la mañana…, excepto en algunas ocasiones y ésta no es una de ellas. Café más tarde. Ikky ha sido tachado.
—¿Qué significa esto?
—Tienen una lista. Tachan un nombre con un lápiz y el tipo está prácticamente muerto. El Equipo tiene motivos. Ya no lo hacen para divertirse. No les divierte. Ahora es sólo parte de la contabilidad.
—¿Qué diablos puedo hacer yo? Incluso debería preguntar: ¿Qué puedes hacer tú?
—Puedo intentar algo. Lo que tú puedes hacer es ayudarme a localizar su avión y a averiguar adónde van los matones asignados a este trabajo.
—Bueno, pero ¿qué puedes hacer tú?
—He dicho que intentaría algo. Si han tomado un avión nocturno, ya están aquí. Si vienen en un avión que haya despegado esta mañana, no pueden llegar antes de las cinco, lo cual nos deja mucho tiempo para prepararnos. Ya conoces su aspecto.
—Oh, sí, claro. Veo matones todos los días. Les invito a tornar whisky y tostadas con caviar.
Sonrió. Mientras sonreía, yo di cuatro largas zancadas sobre la alfombra de color crudo, levanté a Anne y planté un beso en sus labios. No se defendió, pero tampoco empezó a temblar. Volví a sentarme en mi sitio.
—Tendrán el aspecto normal de una persona que vive de una profesión o un negocio tranquilo y próspero. Llevarán una indumentaria discreta y serán corteses…, cuando les interese serlo. En sus maletines habrá pistolas que han cambiado de manos con tanta frecuencia que es imposible seguirles la pista. Para hacer el trabajo, abandonarán estas pistolas y usarán revólveres, aunque también podrían usar automáticas. No emplearán silenciadores porque pueden encallar el arma y su peso impide apuntar como es debido. No se sentarán juntos en el avión, pero una vez en tierra pueden fingir que se conocen pero que no se han visto durante el vuelo. Se estrecharán la mano con sonrisas adecuadas y cogerán el mismo taxi. Creo que primero irán al hotel, pero muy pronto se trasladarán a un lugar desde donde puedan vigilar los movimientos de Ikky y aprenderse su horario. No tendrán ninguna prisa a menos que Ikky haga algo extraño. Esto indicaría que le han avisado. Según me ha dicho, le quedan un par de amigos.
—¿Dispararán contra él desde un apartamento o habitación de la acera de enfrente, suponiendo que lo alquilen?
—No. Le dispararán desde una distancia de apenas un metro. Se le acercarán por la espalda y le dirán: «Hola, Ikky». Éste se quedará inmóvil o dará media vuelta. Lo llenarán de plomo, tirarán las armas y saltarán al coche que les está esperando. Entonces se alejarán de la escena siguiendo al coche que les abrirá camino.
—¿Quién conducirá este coche?
—Algún ciudadano intachable y rico que no tenga antecedentes penales. Llevará su propio vehículo y les abrirá paso aunque tenga que chocar a propósito con otro coche, incluso uno de la policía. Lo sentirá tanto que empapará de lágrimas su camisa provista de iniciales. Y los asesinos habrán desaparecido hace rato.
—Dios mío —exclamó Anne—. ¿Cómo puedes soportar esta vida? Si logras lo que te propones, enviarán matones a por ti.
—No lo creo. No matan a la gente de fuera. La culpa se la echarán a los matones. Recuerda que los jefes de la mafia son hombres de negocios; quieren más y más dinero. Sólo son realmente implacables cuando deciden que han de matar a alguien, y no les gusta decirlo; siempre existe la posibilidad de un contratiempo, aunque la posibilidad es mínima. Ningún asesinato de la mafia ha sido resuelto aquí o en otra parte, excepto en dos o tres ocasiones. Lepke Buchalter murió electrocutado. ¿Te acuerdas de Anastasia? Era de una gran corpulencia y terriblemente duro. Demasiado grande y demasiado duro. Lápiz.
Ella se estremeció.
—Creo que yo sí necesito un trago.
—Ya has captado el ambiente, querida. —Le sonreí—. Tendré que evitar los detalles.
Anne sirvió dos whiskis con agua y hielo. Mientras bebíamos, le dije:
—Si los reconoces, o crees que son ellos, sígueles a donde vayan… si puedes hacerlo sin riesgo. No de otro modo. Si es un hotel, y hay diez posibilidades contra una de que lo será, regístrate y no dejes de llamarme hasta que me encuentres.
Conocía el número de mi oficina y yo seguía viviendo en la avenida Yucca, cuya dirección también conocía.
—Eres un tipo extraño —replicó—. Las mujeres hacen todo lo que quieres. ¿Cómo puedo continuar siendo virgen a los veintiocho años?
—Nos hacen falta unas cuantas como tú. ¿Por qué no te casas?
—¿Con quién? ¿Con algún cínico mujeriego a quien no le queda más que la técnica? No conozco a ningún hombre realmente bueno…, sólo a ti. No soy partidaria de los dientes blancos y la sonrisa chillona.
Me acerqué y la levanté del sofá. Entonces la besé con entusiasmo y a conciencia.
—Soy sincero —casi murmuré—, y eso ya es algo. Pero estoy demasiado gastado para una chica como tú. He pensado en ti, te he deseado, pero esa dulce y diáfana mirada de tus ojos me obliga a desistir.
—Tómame —dijo ella en voz baja—. Yo también tengo sueños.
—No podría. No es la primera vez que me sucede. He tenido a demasiadas mujeres para merecer a una como tú. Hemos de salvar la vida de un hombre. Me voy.
Me miró con expresión seria mientras me marchaba.
Las mujeres que uno consigue y las que no consigue viven en mundos diferentes. No desprecio a ninguno de los dos. Yo mismo vivo en ambos.