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Cuando regresó a la casa, el sol ya calentaba y la débil brisa que agitaba la hierba también era cálida. Los árboles susurraban, hablándole a él, diciéndole que era un hermoso día. Entró despacio en la casa y se quedó de pie, esperando que el silencio le abrumara. Pero la casa no parecía más vacía que antes. Una mosca zumbó y un pájaro hizo ruido en un árbol. Miró por la ventana para ver qué clase de pájaro era. Era escritor y tenía que enterarse, pero ni vio al pájaro ni le importó un pepino.

—Si al menos tuviera un perro —dijo en voz alta, aguardando a que resonara el lúgubre eco.

Se acercó a la maciza mesa de trabajo, destapó la caja y leyó la hoja de encima de su manuscrito, sin sacarlo de la caja.

—Pastiche —dijo en tono fúnebre—. Todo lo que escribo suena como algo desechado por un auténtico escritor.

Salió de la casa para meter de nuevo el coche en el garaje, por la única razón de que allí estaba la garrafa de whisky. Llevó la damajuana a la casa y la colocó sobre la mesa de trabajo. Buscó un vaso y lo puso junto a la garrafa. Luego se sentó y se quedó mirando la garrafa. Estaba a su disposición, y quizá por eso no le apetecía en aquel preciso instante. Se sentía vacío, pero no con la clase de vacío que la bebida puede llenar.

Ni siquiera estoy enamorado de ella, pensó. Ni ella de mí. No hay tragedia, ni verdadera pena, sólo un vacío plano. El vacío de un escritor al que no se le ocurre nada que escribir, y se trata de un vacío bien doloroso, pero por alguna razón no llega a ser como la tragedia. Jesús, somos la gente más inútil del mundo. Y debemos ser un buen montón, todos solitarios, todos vacíos todos pobres, todos afligidos por pequeñas y mezquinas preocupaciones sin dignidad. Todos esforzándose, como si estuvieran atrapados en arenas movedizas, por alcanzar un terreno firme donde apoyar los pies, y sabiendo en todo momento que no tiene la menor importancia que lo consigamos o no. Deberíamos celebrar un congreso en alguna parte, en un sitio como Aspen, Colorado, un sitio donde el aire sea claro, fresco y estimulante, y donde podamos lanzar nuestras desviadas inteligencias contra la dura mollera de los demás. Quizá así nos sentiríamos durante un rato como si de verdad tuviéramos talento. Todos los aspirantes a escritores del mundo, los chicos y chicas que poseen educación, voluntad, deseo, esperanza y nada más. Saben todo lo que hay que saber acerca de cómo se hace, pero son incapaces de hacerlo. Han estudiado a fondo e imitado a conciencia a todo aquél que alguna vez dio en el clavo.

Qué encantadora colección de nulidades formaríamos, pensó. Seríamos tan agudos como navajas de afeitar. Resonarían en el aire los chasquidos de nuestros sueños. La pena es que no duraría mucho. Pronto terminaría el congreso y tendríamos que regresar a nuestras casas a sentarnos frente a este maldito trasto metálico que escribe las palabras en el papel. Sí, a sentarnos aquí a esperar… como quien espera en la galería de los condenados a muerte.

Levantó la damajuana y, olvidándose del vaso, bebió directamente con la técnica tradicional del levantapesos. Estaba caliente y agrio, pero esta vez no le sirvió de mucho. Siguió pensando en lo de ser un escritor sin talento. Al cabo de un buen rato, volvió a llevar la damajuana al garaje y la metió bajo el montón de sacos. Febo apareció por la esquina con un enorme saltamontes de aspecto asqueroso en la boca. Hacía un ruido muy desagradable. Hank se agachó, obligó al gato a abrir las mandíbulas y dejó libre al saltamontes, con una pata menos pero aún rebosante de espíritu viajero. Febo miró a Hank fingiéndose hambriento. Así que Hank le dejó entrar en la cocina.

—Siéntate donde quieras —le dijo Hank al gato—. Estás en tu casa.

Le ofreció algo de comida, pero sabía que Febo no la querría, y así fue. De manera que se sentó ante la mesa de trabajo e introdujo un folio en la máquina de escribir. Al cabo de un rato, Febo se subió a la mesa junto a él y se puso a mirar por la ventana.

—Uno no debería trabajar el día en que su mujer le abandona, ¿no crees, Febo? Debería tomarse el día libre.

Febo bostezó. Hank le rascó la cabeza junto a la oreja y Febo ronroneó concienzudamente. Hank pasó los dedos por el lomo del gato, y Febo arqueó su cuerpo hacia la mano con una fuerza sorprendente.

—Eres un viejo gato hijoputa, ¿eh, Febo? Tendría que escribir algo sobre ti.

La tarde transcurrió con lentitud. Por fin fue cediendo paso al crepúsculo, y el vacío aún seguía allí. Febo ya había comido y se había echado a dormir en el banco de mimbre. Hank se sentó en el porche, contemplando a los insectos que bailaban en un tardío rayo de sol. Justo antes de que salieran los mosquitos oyó el coche que se acercaba. Hacía mucho ruido. Sonaba como el Chevvy del viejo Simpson. Luego lo vio a lo lejos, avanzando por la polvorienta carretera, y supo que era él. Se notaba por el parabrisas roto. Apenas se sorprendió cuando el coche se desvió por el sendero y rodeó torpemente los escalones. El viejo Simpson se quedó inmóvil, con sus nudosas manos sobre el volante y sus ojos acuosos mirando al frente. Sus mandíbulas se movieron para escupir. No dijo nada. Ni siquiera volvió la cabeza cuando Marion salió del Chevvy.

—Le he pagado al señor Simpson —dijo Marion.

Hank sacó el equipaje del coche sin que el viejo Simpson hiciera ademán de ayudarle. Cuando todo estuvo fuera, el viejo Simpson metió el embrague y se marchó, sin haber pronunciado una palabra ni haber mirado a ninguno de los dos.

—¿Por qué está molesto? —preguntó Hank.

—No está molesto. Simplemente, no le gustamos. Siento haber malgastado el dinero, Hank —tenía cara de derrotada—. Parece que no te sorprende que haya vuelto.

—No estaba seguro —meneó la cabeza en un gesto ambiguo.

Ella se echó a llorar estrepitosamente y Hank le pasó el brazo por los hombros.

—No se me ocurrió ningún maldito sitio donde ir —balbuceó ella—. Todo parecía tan absurdo —se arrancó el sombrero de la cabeza y se soltó el pelo—. Tan completa y absolutamente sin sentido. Ni puntos altos ni puntos bajos, sólo una terrible sensación de cosa rancia.

Hank asintió y la miró mientras ella se secaba los ojos y se esforzaba por dibujar una ligera y avergonzada sonrisa.

—Hemingway habría sabido dónde ir —dijo ella.

—Claro. Habría ido a África a cazar un león.

—O a Pamplona a cazar un toro.

—O a Venecia a tirar al blanco —dijo Hank, y los dos sonrieron.

Hank levantó las dos maletas y empezó a subir los escalones.

—¿Dónde está Febo? —preguntó ella desde abajo.

—En mi mesa de trabajo —respondió Hank—. Está escribiendo un cuento. Una cosa cortita… para pagar el alquiler.

Ella subió corriendo los escalones y le hizo apartar el brazo de la puerta. Hank dejó las maletas con un suspiro y se encaró con ella. Quería ser amable, pero sabía que nada de lo que habían dicho en el pasado o de lo que dijeran ahora o en el futuro significaba nada. No eran más que ecos.

—Hank —dijo ella, desesperada—, me siento fatal. ¿Qué va a ser de nosotros?

—No gran cosa —dijo Hank—. ¿Por qué habría de pasarnos nada? Aún podemos aguantar seis meses.

—No me refiero al dinero. Tu novela… mi obra teatral. ¿Qué va a pasar con ellas, Hank?

Sintió un vuelco en el estómago, porque conocía la respuesta, y Marion también la conocía, y no tenía ningún sentido fingir que se trataba de un problema sin resolver. El problema no consistía en lograr algo que sabes que no está a tu alcance, sino en dejar de comportarse como si lo tuvieras a la vuelta de la esquina, aguardando a que tú dieras con ello, oculto tras un matorral o bajo un montón de hojas secas, pero real y verdadero. No estaba allí y nunca lo estaría. ¿Por qué seguir aparentando que sí que estaba?

—Mi novela es una mierda —dijo muy tranquilo—. Y tu obra, lo mismo.

Ella le pegó en la cara con toda su fuerza y entró corriendo en la casa. Estuvo a punto de caerse al subir las escaleras. Dentro de un instante, si escuchaba con atención, la oiría llorar. No quería oírlo, así que bajó del porche, se dirigió al garaje y sacó la garrafa de debajo de los sacos. Bebió un buen trago, bajó con cuidado la garrafa, la tapó y la metió de nuevo bajo los sacos.

Cerró las puertas del garaje y puso en su sitio la clavija de madera. Estaba anocheciendo, y los huecos entre los árboles se veían negros y profundos.

—Ojalá tuviera un perro —le dijo a la noche—. ¿Por qué sigo deseándolo? Supongo que necesito alguien que me admire.

Una vez en la casa, escuchó pero no pudo oír ningún llanto. Subió hasta la mitad de las escaleras y vio la luz encendida, lo cual indicaba que ella se encontraba bien. Cuando se quedó parado en el umbral de la habitación, ella estaba sacando las cosas del neceser. Mientras lo hacía, silbaba muy bajito entre dientes.

—Ya te has tomado un trago ¿no? —dijo ella sin levantar la mirada.

—Sólo uno. Era un brindis. En homenaje a un Corazón Destrozado.

Ella se enderezó bruscamente y le miró con fijeza por entre los cabellos despeinados.

—Qué agradable —dijo con frialdad—. ¿Tu corazón o el mío?

—Ninguno de los dos —dijo Hank—. Es sólo un título que se me ocurrió.

—¿Un título para qué? ¿Para un cuento?

—Para la novela que no voy a escribir —dijo Hank.

—Estás borracho —dijo Marion.

—No he comido nada.

—Lamento haberte abofeteado, Hank.

—No tiene importancia —dijo Hank—. Lo habría hecho yo mismo si se me hubiera ocurrido.

Dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras, caminando con delicadeza, paso a paso, sin tocar la barandilla; luego cruzó el vestíbulo y salió por la puerta, dejando que la rejilla se cerrara con suavidad, bajó los escalones uno a uno, con cuidado y con decisión, y luego dio la vuelta a la esquina de la casa, pisando firmemente la grava, en su interminable y predestinado viaje de regreso a la garrafa escondida bajo el montón de sacos.