Le pegó otro viaje a la damajuana antes de sacar el Ford marcha atrás. Cuando lo llevó a la puerta de la casa, Marion se encontraba en una esquina del porche mirando por encima de los árboles. El sol daba en las laderas de las colinas y la niebla había desaparecido. Pero en aquellas alturas todavía hacía un poco de frío. Marion llevaba sobre sus oscuros cabellos un sombrerito que le sentaba mal, y sus labios aferraban un cigarrillo como unos alicates sujetando un tornillo. Hank entró en la casa sin dirigirle la palabra. En el piso de arriba estaban las dos maletas, el neceser, la sombrerera y el baulito verde con esquinas redondeadas de latón. Lo bajó todo y lo amontonó en la trasera del coche. Marion ya había ocupado el asiento.
Hank se sentó junto a ella, puso el motor en marcha y descendieron por el camino de grava hasta la sucia carretera que seguía las curvas del río durante seis millas para luego desviarse ladera abajo hasta el pueblecito por el que pasaba el ferrocarril. Marion miró con atención el río y dijo:
—Te gusta pelear con ese río, ¿verdad? ¿Es peligroso?
—No, si tienes el corazón en forma.
—¿Por qué no luchas por algo que valga la pena?
—Oh, Dios mío —dijo Hank.
Marion le miró un momento, y luego se quedó mirando hacia delante, a través del polvoriento parabrisas.
—En un año habré olvidado que existías —dijo—. Es un poco triste. Pero ¿cuánta vida pretenden chuparle a las mujeres los hombres como tú?
Se atragantó. Hank estiró el brazo y le palmeó el hombro.
—Tómatelo con calma —dijo—. Algún día lo pondrás todo en un libro.
—Ni siquiera sé dónde ir —sollozó ella.
Él volvió a palmearle el hombro y esta vez no dijo nada. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron a la estación. Hank descargó el equipaje y lo colocó junto a las vías. Quiso facturar el baúl, pero Marion dijo que lo haría ella misma.
—Bueno, me sentaré en el coche hasta que te vayas —dijo Hank.
Le dio un apretón en el brazo y ella dio media vuelta y se alejó de él. Se quedó bastante tiempo sentado en el coche hasta que el tren llegó. Empezó a tener ganas de echar un trago. Pensó que Marion le miraría y, por lo menos, le diría adiós con la mano al subir al tren. Pero no lo hizo. No tenía que haber esperado. Podría haber vuelto a casa y cogido la garrafa hacía un buen rato. Era un gesto vacío, eso de esperar. Peor aún, ni siquiera tenía estilo. Contempló sin mover un músculo cómo el tren se perdía de vista. También aquello resultaba inútil y sin estilo.