Febo seguía en el porche trasero, pero ahora estaba maullando como un poseso, y eso significaba que Marion se había levantado. Estaba en la cocina, vestida de calle y con una bata de color cobrizo encima.
—¿Por qué no has esperado a que yo volviera? —dijo Hank—. Te habría subido el café.
Ella no le respondió directamente ni le miró directamente. Se quedó mirando a un rincón, como si viera allí una telaraña.
—¿Ha estado bien el baño? —preguntó con aire ausente.
—Perfecto. Pero está la mar de frío el riachuelo éste.
—Qué bien —dijo Marion—. Maravilloso. Perfecto. Asombrosa recuperación. Aunque al cabo de algún tiempo se hace bastante monótona. ¿Querrías dar de comer al maldito gato?
—¡Caramba, qué oigo! —dijo Hank—. ¿Cómo ha llegado el pobre Febo a ser un maldito gato? Creía que era el amo aquí. Teniendo en cuenta que no se entrompa.
—«Dijo él con una sonrisa triunfal» —se burló Marion.
Hank la miró pensativo. Tenía el cabello negro y corto, muy pegado a la cabeza. Sus ojos eran azules, pero de un azul mucho más oscuro que los de Hank. Tenía una boca pequeña y primorosa, que a Hank le había parecido provocativa antes de llegar a considerarla petulante. Era una muchacha muy bien formada y bien compuesta, tirando a frágil. La fragilidad de una cabra de montaña, pensó Hank. «Soy del tipo de Dorothy Parker, pero sin su ingenio», le había dicho ella cuando se conocieron. A él, aquello le había parecido encantador. Ninguno de los dos se daba cuenta de que era verdad.
Hank abrió la puerta de rejilla y Febo entró haciendo trizas la atmósfera con sus aullidos selváticos. Hank abrió una lata de comida de gato, la vació en un plato y lo puso delante del fregadero. Sin decir una palabra, Marion dejó su taza de café, cogió el plato y quitó la mitad de la comida de gato. Abrió la puerta de rejilla y dejó el plato fuera. Febo se lanzó sobre el plato como un futbolista que recibe un pase adelantado. Marion dejó que la puerta se cerrara de golpe.
—Muy bien —dijo Hank—. Lo tendré presente la próxima vez.
—La próxima vez puedes darle de comer como quieras —dijo Marion—. Yo no estaré aquí.
—Ya veo —dijo Hank despacio—. ¿Tan mal estuve?
—No peor que de costumbre —respondió ella—. Y gracias por no decir «otra vez». La última vez que me marché… —se interrumpió con la voz un poco temblona. Hank inició un movimiento hacia ella, pero ella se recupero al instante—. Puedes prepararte algo de desayuno. Yo tengo que terminar el equipaje. Lo dejé casi todo hecho esta noche.
—Deberíamos hablar sobre esto —dijo Hank con suavidad.
Ella se dio la vuelta en el umbral de la puerta.
—Oh, claro —ahora su voz era tan dura como el tacón de una bota—. Podemos dedicarle al tema diez fascinantes minutos, si te das prisa.
Salió y sus pasos resonaron escaleras arriba.
—«Dijo ella, volviéndose en el umbral de la puerta» —murmuró Hank mirándola marchar.
Se dio la vuelta bruscamente y salió de la casa. Febo estaba husmeando en torno al borde del plato, en busca de la comida que había tirado. Hank se agachó y le ayudó a recoger la comida caída. Rascó la vieja y dura cabeza del gato, y Febo dejó de comer y esperó rígido a que Hank retirara la mano. Hasta que no lo hizo no volvió a la comida.
Hank abrió de golpe las puertas plegables del garaje y revisó los neumáticos del Ford. Estaban gastados, pero aún les quedaba aire. El coche estaba bastante sucio. Soy un escritor, pensó Hank, no tengo tiempo para trabajos serviles. Rodeó la parte delantera del coche para pasar al rincón oscuro donde se guardaba un montón de sacos. Debajo de los sacos había una damajuana de whisky de maíz. Hank aflojó el grueso corcho que tapaba el cuello y levantó el pesado recipiente con el antebrazo, al estilo clásico. Lo mantuvo en alto con la pose de un levantador de pesos. Luego bebió un largo trago, bajó la damajuana, le puso el corcho y la colocó de nuevo bajo los sacos.
No lo necesito para nada, se dijo, y casi llegó a creérselo. Pero para ella será una satisfacción notarme el olor. Marion es una chica que necesita tener razón.
Estaba de pie en medio del cuarto de estar cuando ella bajó las escaleras. Tenía un cigarrillo en la boca. Parecía muy tranquila. Parecía incluso competente, pero los muebles del cuarto de estar no se mostraron de acuerdo con este diagnóstico. Se quedaron de pie, mirándose uno al otro, mientras Hank llenaba una pipa y la encendía.
—¿Has tomado un trago de la garrafa? —preguntó Marion con suavidad.
Él asintió y encendió la pipa. Sus ojos volvieron a encontrarse en medio del espacio inmóvil. Marion se sentó despacio en el brazo de un banco de mimbre. El banco crujió un poco. Fuera de la casa se oyó una repentina algarabía de cantos de pájaros, y luego un chirrido indignado que debía ser Febo, dándose una vuelta matutina alrededor de los nidos.
—El coche está bien —dijo Hank—. ¿Quieres coger el de las diez y cinco?
—Diez y once —corrigió Marion—. Sí. Quiero coger ése. Sería tonto decir que lo siento. No lo siento. Cuanto más me aleje de aquí, mejor estaré. Cada milla será una bendición.
Hank la miró con los ojos en blanco.
—No quiero nada de esta porquería —dijo Marion, mirando los muebles anticuados y de segunda mano que a duras penas habían podido pagar—. No quiero nada de esta casa. Excepto mi ropa. Mi ropa y me largo.
Sus ojos se dirigieron a la mesa de trabajo del rincón, un enorme armatoste de madera con patas de dos por cuatro pulgadas y una arpillera clavada sobre las tablas sin curar que formaban el tablero. Miró la vieja Underwood, y los papeles sueltos, y los lápices, y la caja de color crema con letras rojas que contenía el resultado de los esfuerzos de Hank con su novela.
—Y sobre todo, no quiero eso —dijo Marion señalando la mesa—. Estás colgado de eso. Cuando termines el libro, puedes poner una foto de ese elegante ejemplar de Chippendale Neanderthal en la solapa, en lugar de tu foto. Porque para entonces no serás nada fotogénico, a menos que puedan fotografiar tu aliento. Si lo lograran, eso sí que tendría verdadera presencia —se pasó rápidamente la mano por la frente—. Otra vez vuelvo a hablar como un maldito escritor —murmuró, haciendo un gesto que podría haber indicado desesperación si no hubiera sido tan deliberado.
—Podría dejar de beber whisky —dijo Hank muy despacio, a través de una bocanada de humo.
Ella le miró con sonrisa tensa.
—¡Claro! ¿Y después, qué? No eres un hombre. Eres un ejemplar físicamente perfecto de eunuco alcohólico. Eres un zombie en plena forma. Eres un cadáver con la tensión arterial absolutamente normal.
—Deberías escribir eso —dijo Hank.
—No te preocupes, lo escribiré —ahora tenía la mirada dura y brillante. Ya no parecía quedar nada de azul en sus ojos—. Y por amor de Dios, no te preocupes por mí. Conseguiré trabajo. Publicidad, prensa, qué demonios, siempre encontraré un trabajo. Hasta puede que escriba esa obra que creí que podría escribir aquí, en estos hermosos bosques, en un entorno maravillosamente tranquilo, sin nada que te distraiga salvo el suave y constante gorgoteo de una botella de whisky.
—Es una mierda —dijo Hank.
Ella le miró con los ojos en llamas.
—¿El qué?
—El diálogo. Y además es demasiado largo —dijo Hank—. Y los actores ya no hablan al público. Hablan entre ellos.
—Te estoy hablando a ti —dijo Marion.
—En realidad, no —dijo Hank—. En realidad, no.
Ella se encogió de hombros. Hank no estaba muy seguro de que ella entendiera lo que le estaba diciendo, de que entendiera que le estaba diciendo indirectamente, como tantas otras veces, que las parrafadas literarias ya no sirven para el teatro. Al menos, para el teatro que se lleva a escena.
—Nadie podría escribir una obra aquí —dijo Marion—. Ni siquiera Eugene O’Neill. Ni siquiera Tennessee Williams. Ni siquiera Sardou. Nómbrame alguien capaz de escribir una obra aquí. El que sea. Dime el nombre y te demostraré que mientes.
Hank miró su reloj de pulsera.
—No te casaste conmigo para escribir una obra de teatro —dijo con suavidad—. Ni yo me casé contigo para escribir una novela. Y por entonces tú también empinabas el codo de lo lindo ¿recuerdas? Hubo una noche que perdiste el conocimiento y tuve que desnudarte y meterte en la cama.
—¿Tuviste que hacerlo?
—Está bien —dijo Hank—. Quise hacerlo.
—Entonces me parecías un buen camarada ¿no es cierto? —el recuerdo romántico, si es que se trataba de eso, no la había impresionado más de lo que una pisada impresiona al suelo—. Tenías ingenio, e imaginación, y una especie de alegría aventurera. Pero entonces no tenía que contemplarte sumiéndote en el estupor ni quedarme despierta toda la noche escuchándote roncar hasta tirar la casa —casi se quedó sin aliento en la voz—. Y lo peor de todo, o casi lo peor…
—Somos escritores, tenemos que calificarlo todo —murmuró Hank para su pipa.
—… es que ni siquiera estás irritable por las mañanas. No te despiertas con los ojos vidriosos y la cabeza como un tambor. Te limitas a sonreír y continúas la tarea donde la habías dejado, lo cual te identifica como el perfecto borracho perenne, nacido para los vapores del alcohol, que vive entre ellos como la salamandra vive en el fuego.
—Quizá deberías escribir tú la novela y yo la obra teatral —dijo Hank.
La voz de ella adquirió tonos de histeria.
—¿Sabes lo que les ocurre a los hombres como tú? Un buen día se caen en pedazos, como si les hubiera acertado un obús. Durante años y años no se advierte prácticamente ninguna señal de degeneración. Se emborrachan todas las noches y por la mañana empiezan otra vez a emborracharse. Se sienten de maravilla. No les afecta. Y de pronto llega ese día en el que ocurre de golpe todo lo que a una persona normal le va ocurriendo poco a poco, a lo largo de meses y años, en pasos razonables y plazos razonables. En un momento dado pareces un hombre saludable, y al minuto siguiente pareces un horror consumido que rezuma whisky. ¿Crees que voy a esperar hasta entonces?
Él se encogió de hombros pero no respondió. Lo que ella le decía no parecía significar nada para él, como si no se lo hubieran dicho a él. Era como un rumor monótono en la oscuridad, al otro lado de los árboles, pronunciado por un desconocido invisible al que nunca llegaría a ver. Volvió a consultar el reloj de pulsera, mientras ella aplastaba su cigarrillo y se ponía en pie.
—Sacaré el coche —dijo Hank, saliendo de la habitación.
Ella ya había dicho su parlamento, que era lo principal. Se había quedado despierta toda la noche inventándolo, poniéndolo en palabras, ensayándolo y probándolo en silencio, y ahora ya lo había pronunciado y la escena había concluido. Le pareció que podría haber quedado un poco mejor si hubiera sido más corto, pero, qué demonios, no eran más que un par de escritores.