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Por muy borracho que hubiera estado la noche anterior, Hank Bruton siempre se levantaba muy temprano y caminaba descalzo por la casa, esperando que se hiciera el café. Cerraba la puerta de la habitación de Marion, estirando un dedo para frenar el borde cuanto éste llegaba al marco y soltando el tirador con gran delicadeza para que no hiciera ruido. Le parecía muy extraño poder hacer eso, y que las manos se mantuvieran perfectamente firmes, cuando los músculos de las piernas y los muslos no paraban de temblar, y los dientes no dejaban de rechinar, y sentía aquella desagradable sensación en el hueco del estómago. Parecía no afectar en absoluto a sus manos, una idiosincrasia que resultaba curiosa y conveniente, así que, qué demonios.

Mientras se hacía el café y la casa permanecía en silencio, sin que afuera se oyera ningún ruido entre los árboles, con excepción del canto ocasional de algún pájaro lejano y el aún más lejano rumor del río, él salía y se quedaba junto a la puerta de rejilla mirando a Febo, el gatazo pelirrojo, que se sentaba en el porche vigilando la puerta. Febo sabía que aún no era hora de comer y que Hank no le dejaría entrar, y probablemente sabía por qué: si entrara empezaría a maullar, y era capaz de maullar como la sirena de un tren, lo cual echaría a perder el sueño matutino de Marion. No es que a Hank Bruton le importara un pimiento su sueño matutino. Lo que le gustaba era disponer de las primeras horas de la mañana para él solo, en silencio, sin voces… en especial sin la voz de Marion.

Bajó la mirada hacia el gato, y Febo bostezó, dejando escapar una nota triste, no demasiado fuerte, sólo lo suficiente para dejar claro que a él no le engañaban.

—Cállate —dijo Hank.

Febo se volvió a sentar, levantó una de las patas traseras y se enfrascó en la limpieza de su piel. A mitad de la tarea se interrumpió, con la pata estirada hacia arriba, y miró a Hank de un modo deliberadamente insultante.

—Un truco muy visto —dijo Hank—. Los gatos llevan diez mil años haciéndolo.

Aun así resultaba eficaz. Quizá tengas que ser absolutamente desvergonzado para ser un buen cómico. Era una idea. Quizá debiera anotarla. ¿Y para qué? Si se le había ocurrido a Hank Bruton, algún otro ya lo habría pensado antes. Retiró la cafetera de la rejilla de amianto y esperó a que silbara. Luego se sirvió una taza y añadió un poco de agua fría antes de bebérsela. En la siguiente taza añadió crema y azúcar y la sorbió poco a poco. La sensación nerviosa del estómago se alivió, pero los músculos de las piernas aún le seguían atormentando.

Puso al mínimo la llama bajo la rejilla de amianto y volvió a colocar encima la cafetera. Salió de la casa por la puerta delantera y caminó descalzo, bajando del porche de madera y andando de lado por la hierba mojada de rocío. Era una casa vieja, sin distinción, pero tenía mucha hierba alrededor que había que cortar, y un montón de pinos no muy grandes alrededor de la hierba, excepto por el lado que bajaba al río. No era gran cosa como casa y estaba condenadamente lejos de cualquier parte, pero por treinta y cinco dólares al mes era una ganga. Más valía que se aferraran a ella. Si alguna vez tenían que quedarse en algún sitio, mejor que fuera aquí.

Por encima de las copas de los pinos se veía el semicírculo de colinas bajas con niebla a mitad de las laderas. El sol se ocuparía de aquello enseguida. El aire era fresco, pero con un frescor suave, no penetrante. Era un sitio bastante bueno para vivir, pensó Hank. Estupendamente bueno para una pareja de pretendidos escritores que, en lo que a talento se refería, eran un par de muertos de hambre. Un hombre tenía que ser capaz de vivir allí sin emborracharse cada noche. Probablemente, un hombre sería capaz. Pero probablemente, un hombre no estaría allí, para empezar. Durante la bajada al río intentó recordar algo anormal que había ocurrido la última noche. No pudo acordarse, pero tenía la vaga sensación de que se había producido alguna especie de crisis. Probablemente habría dicho algo acerca del segundo acto de Marion, pero no podía recordar qué. No debió ser halagador. Pero ¿de qué servía mostrarse hipócrita respecto a su maldita obra? Andarse por las ramas no la haría mejor. Decirle que era buena cuando no lo era no le ayudaría a avanzar. Los escritores tienen que mirarse directamente a los ojos, y si no ven nada, eso es lo que tienen que decir.

Se detuvo y se frotó el hueco del estómago. Ahora podía ver entre los árboles el agua de color gris acerado, y le gustó verla así. Se estremeció un poco, sabiendo lo fría que iba a estar, y sabiendo también que eso era lo que le gustaba. Era criminal durante unos pocos segundos, pero no te mataba, y luego te sentías de maravilla, aunque no por mucho tiempo.

Llegó a la orilla, dejó en el suelo la toalla y el par de zapatillas que llevaba, y se quitó la camisa. Allí abajo todo era soledad. El leve rumor del agua era el sonido más solitario del mundo. Como siempre, deseó tener un perro que correteara entre sus piernas, ladrando, y que se bañara con él, pero no se podía tener un perro estando Febo, que era demasiado viejo y demasiado duro para tolerar a un perro. O bien se libraba del perro, o el perro le cogía desprevenido y le rompía el cuello. En cualquier caso, tendría que ser un perro muy raro el que se metiera en aquel agua helada. Hank tendría que tirarle. Y el perro se asustaría, y tendría problemas con la corriente, y Hank tendría que sacarlo. Había ocasiones en que a él mismo le costaba salir.

Se quitó los pantalones y se metió de golpe en el agua, mirando corriente arriba. La mano de un gigante furioso le agarró el pecho y le hizo soltar todo el aire. Otra mano de gigante tiró de sus piernas hacia donde no debía, y se encontró nadando río abajo en lugar de río arriba, sin aliento y tratando de gritar, pero sin poder emitir ni un sonido. Moviéndose con furia, consiguió darse la vuelta y al cabo de un momento se encontraba a la par con la corriente; y luego, poniendo en ello todas sus fuerzas, empezó a ganar un poco de terreno. Llegó a la orilla, aunque no consiguió alcanzar el sitio preciso por donde se había metido. Llevaba un año sin conseguirlo. Debía ser por el whisky. En fin, no parecía un precio demasiado elevado. Y si alguna mañana fracasaba por completo y se dejaba arrastrar bajo el agua y se golpeaba con una piedra y se ahogaba…

—Mira —dijo en voz alta, todavía un poco jadeante—, no empecemos así el día. De ninguna manera.

Caminó con cuidado a lo largo de la accidentada orilla y recogió su toalla; se frotó la piel con violencia hasta que entró en calor y empezó a sentirse relajado. Los gusanos de las piernas habían desaparecido. El plexo solar estaba tan quieto como un flan.

Se vistió, se puso las zapatillas y emprendió el regreso cuesta arriba. A mitad del camino se puso a silbar un fragmento de alguna pieza sinfónica. Luego trató de recordar cuál era y cuando se acordó se puso a pensar en el compositor, la vida que había llevado, las luchas, la miseria, y ahora estaba muerto y podrido, como tantos hombres que Hank Bruton había conocido en el ejército.

Típico de un mal escritor, pensó. En vez de la cosa en sí, la emoción barata que la acompaña.