El menudo jefe de policía entró con pasos ligeros, con el sombrero caído sobre la coronilla y las manos en los bolsillos de un abrigo oscuro y ligero. Llevaba algo grande y pesado en el bolsillo derecho del abrigo. Detrás había dos agentes de paisano y uno era Weems, el individuo fornido y de cara regordeta que me había seguido hasta Altair Street. Cerraba la retaguardia Pequeñajo, el poli uniformado que nos habíamos quitado de encima en Arguello Boulevard.
El jefe Anders se detuvo a pocos pasos de la puerta y me sonrió con cara de pocos amigos.
—Me han dicho que se ha divertido a lo grande en nuestra ciudad. Weems, póngale las esposas.
El hombre fornido rodeó a su jefe y sacó las esposas del bolsillo izquierdo.
—Encantado de volver a verlo…, con los pantalones bajados —repitió con sorna.
De Spain se recostó en la pared contigua a la puerta de la sala de reconocimiento. Mordisqueaba una cerilla y miraba en silencio. El doctor Austrian había vuelto a sentarse en su sitio. Se sujetaba la cabeza con las manos y miraba el brillante tablero negro del escritorio, la toalla con hipodérmicas, el pequeño calendario perpetuo de color negro, el juego de escritorio y unos pocos chismes más. Estaba pétreamente pálido y no se movía, hasta parecía que no respiraba.
—Jefe, no se dé muchas prisas —dijo De Spain—. Este tío tiene amigos en Los Ángeles que están investigando la muerte de Matson. El chico periodista tiene un cuñado que es policía. ¿A que no lo sabía?
El jefe hizo un movimiento impreciso con la barbilla.
—Weems, espere un momento —se dirigió a De Spain—. ¿Quiere decir que en la ciudad saben que Helen Matson ha sido asesinada?
El doctor Austrian alzó nervioso su rostro macilento. Se tapó con las manos y se cubrió toda la cara con sus largos dedos.
—Jefe, me refiero a Harry Matson. Esta noche…, anoche…, ahora… Moss Lorenz se lo cargó en Los Ángeles.
El jefe pareció tragarse sus delgados labios y habló con la boca fruncida:
—¿Cómo lo sabe?
—El detective y yo seguimos a Moss. Estaba escondido en la casa de un tal Greb, el analista de laboratorio que se encargó de la muerte de la señora Austrian. Moss se había ocultado porque levantaría tal polvareda que el alcalde pensaría que le tocaba una nueva inauguración, se presentaría con un ramo de flores y pronunciaría un discurso. Siempre y cuando nadie se ocupara de Greb y los Matson. Parece que los Matson trabajaban juntos, pese a estar divorciados. Le sacaban dinero a Conried y éste decidió poner punto final a la situación.
El jefe volvió la cabeza y ordenó a sus subalternos:
—Esperen en el pasillo.
El poli de paisano al que yo no conocía abrió la puerta y salió; Weems lo siguió luego de una ligera vacilación. Pequeñajo estaba a punto de franquear la puerta cuando De Spain dijo:
—Quiero que Pequeñajo se quede. Es un buen policía, no se parece a los dos sobornadores de la brigada contra el vicio con los que se ha acostado últimamente.
Pequeñajo soltó la puerta, se recostó en la pared y sonrió con disimulo. El jefe se puso rojo como un tomate.
—¿Quién le encomendó la muerte de la Brayton Avenue? —quiso saber.
—Yo mismo, jefe, yo mismo. Estaba en la sala de detectives uno o dos minutos después de que llamaran y fui con Reed. Recogimos a Pequeñajo. Tanto él como yo estábamos fuera de servicio.
De Spain hizo una mueca, una mueca severa y perezosa que no contenía diversión ni triunfalismo. Sólo era una mueca.
El jefe sacó un arma del bolsillo del abrigo. Medía treinta centímetros y era de reglamento, pero sabía esgrimirla. Preguntó seriamente:
—¿Dónde está Lorenz?
—Escondido. Se lo hemos preparado. Tuve que darle unos cuantos golpes y al final habló. ¿No es verdad, detective?
—Él dice algo que podría ser sí o no, pero suena bien —dije.
—Así se habla —afirmó De Spain—. Jefe, no debería perder el tiempo con los homicidios. Los detectives de juguete que dirige no saben nada del trabajo policial, salvo registrar apartamentos y asustar a las mujeres que viven solas. Devuélvame mi trabajo y deme ocho hombres y le enseñaré a investigar un homicidio.
El jefe miró el pistolón y la cabeza hundida del doctor Austrian.
—De modo que mató a su esposa —comentó en voz baja—. Supe que la posibilidad existía, pero no me lo creí.
—Y no se lo crea ahora —intervine—. La mató Helen Matson. El doctor Austrian lo sabe. La encubrió, usted lo encubrió a él y el médico aún sigue dispuesto a encubrirla. En algunos casos el amor llega hasta estos extremos. Jefe, en esta ciudad una chica puede cometer un crimen, lograr que sus amigos y la policía la encubran y a continuación chantajear precisamente a las personas que le sacaron las castañas del fuego.
El jefe se mordió el labio. Su mirada era fulminante, pero estaba pensando…, pensaba frenéticamente.
—No me extraña que la liquidaran —murmuró—. Lorenz…
—Tómese unos minutos para pensar —aconsejé—. Lorenz no mató a Helen Matson. Dijo que la había matado, pero De Spain lo apaleó hasta el extremo de que habría confesado que le disparó a McKinley.
De Spain se irguió. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta. Allí permanecieron. Continuó en pie, con las plantas de los pies bien apoyadas y un mechón de pelo negro asomando por debajo del ala del sombrero.
—¿Cómo? —preguntó De Spain casi con amabilidad—. ¿Qué ha dicho?
—Lorenz no mató a Helen Matson por varias razones. Era un trabajo demasiado complicado para su mentalidad. Seguramente la habría derribado y la habría dejado estar. Además, no sabía que Greb estaba a punto de dejar la ciudad aconsejado por el doctor Austrian que, a su vez, fue advertido por Vance Conried, que ahora está en el norte para montar todas las coartadas que necesita. Y si Lorenz no sabía eso es porque no sabía nada de Helen Matson. Sobre todo porque Helen Matson nunca logró llegar hasta Conried. Sólo lo había intentado. Me lo dijo y estaba lo bastante borracha para decir la verdad. En consecuencia, Conried no habría corrido el absurdo riesgo de que la matase en su apartamento el tipo de hombre del que cualquiera se acordaría si es que lo veía cerca del apartamento. Liquidar a Matson en Los Ángeles fue harina de otro costal. Estaba lejos de su territorio.
—El Club Conried cae dentro de los límites de Los Ángeles —informó el jefe, nervioso.
—Legalmente, sí —reconocí—. Pero por su posición y su clientela está en las afueras de Bay City. Forma parte de Bay City…, ayuda a gobernar Bay City.
—Al jefe no se le habla así —intervino Pequeñajo.
—No se meta —dijo el jefe—. Hace tanto tiempo que no oía expresarse a alguien que piensa, que supuse que había caído en el olvido.
—Pregúntele a De Spain quién mató a Helen Matson —añadí.
De Spain rió ásperamente y replicó:
—Seguro, la maté yo.
El doctor Austrian apartó las manos de su rostro, volvió lentamente la cabeza y miró a De Spain. Su cara estaba tan mortecina e inexpresiva como la del corpulento e impasible detective. Se estiró y abrió el cajón de la derecha del escritorio. Pequeñajo desenfundó la pistola y dijo:
—Quieto, doctor.
El doctor Austrian se encogió de hombros y con calma extrajo del cajón un frasco de boca ancha con tapa de cristal. Abrió la tapa y se acercó el frasco a la nariz.
—Sólo son sales aromáticas —explicó hoscamente.
Pequeñajo se relajó y bajó el brazo con el que esgrimía el arma. El jefe me miró y se mordió el labio. De Spain no miró a nada ni a nadie. Sonreía al aire y siguió sonriendo.
—Él cree que me estoy burlando y usted cree que le tomo el pelo, pero hablo en serio —aseguré—. Conoció a Helen…, tanto como para regalarle una cigarrera dorada con su foto. La he visto. Era una foto pequeña, pintada a mano, bastante mala y yo sólo lo había visto una vez. Helen Matson me dijo que había sido un viejo amor que se agotó. Sin embargo, él ocultó que la conocía y esta noche no actuó precisamente como un policía. No me sacó de un aprieto ni investigó conmigo con tal de ser amable. Lo hizo para averiguar lo que yo sabía antes de que me colocaran bajo los focos de la central. No golpeó a Lorenz hasta dejarlo medio muerto sólo para que el pobre infeliz dijera la verdad. De Spain lo hizo para que Lorenz dijese todo lo que él quería que dijese, incluso para que confesara el asesinato de Helen Matson, a la que probablemente Lorenz no llegó a conocer. ¿Quién llamó a la central e informó sobre el crimen? De Spain. ¿Quién se presentó inmediatamente después y se coló en la investigación? De Spain. ¿Quién arañó el cuerpo de la chica en un ataque de celos porque lo había abandonado por un partido más interesante? De Spain. ¿Quién tiene todavía sangre y restos de cutícula bajo las uñas de su mano derecha, elementos con los que un buen químico de la policía puede averiguar muchas cosas? De Spain. Eche un vistazo. Yo ya lo he visto varias veces.
El jefe giró lentamente la cabeza, como si la tuviera sobre un eje. Silbó, la puerta se abrió y los otros agentes entraron. De Spain no se movió. La sonrisa continuó tallada en su rostro, una mueca vacía e inane que no significaba nada y que parecía imborrable.
—Y pensar que lo consideré mi compañero —murmuró De Spain—. Detective, veo que sus ideas son disparatadas, hay que reconocerlo.
—No tiene sentido —afirmó el jefe bruscamente—. Si De Spain la mató, fue él quien intentó incriminarlo y quien lo sacó del aprieto. ¿Cómo se explica?
—Averigüe si De Spain conoció a la chica y hasta qué punto. También puede averiguar qué ratos de esta noche no puede explicar y pedirle cuentas. Compruebe si hay sangre y cutícula bajo sus uñas y, dentro de los límites, si es o puede ser la sangre y la piel de la chica. Y si De Spain ya las tenía antes de pegar a Moss Lorenz, antes de pegar a nadie. No arañó a Lorenz. Es todo lo que necesita y todo lo que le puede servir, salvo una confesión. Y no creo que consiga una confesión. En cuanto a la incriminación, yo diría que De Spain siguió a la chica hasta el Club Conried o que sabía dónde estaba y fue personalmente. La vio salir conmigo y vio cómo la ponía en mi coche. Se enfureció. Me pegó y la chica estaba demasiado asustada para no ayudarlo a trasladarme a su apartamento. De todo eso no recuerdo nada. Sería bueno recordar, pero no puedo. Se las ingeniaron para subirme, se pelearon, De Spain le pegó y la asesinó con premeditación y alevosía. Se le ocurrió el disparate de que pareciese una violación y de convertirme en cabeza de turco. Después puso pies en polvorosa. Dio la voz de alarma, se metió en la investigación y yo me largué del apartamento antes de que me atraparan. Para entonces se dio cuenta de que había cometido un error. Sabía que yo era detective privado de Los Ángeles, que había hablado con Muñeco Kincaid y probablemente se enteró por la chica de que fui a ver a Conried. Pudo averiguar fácilmente que el caso Austrian me interesaba. Muy bien. Convirtió un juego estúpido en una jugada inteligente al seguirme la corriente con la investigación que yo intentaba realizar, al ayudarme, al conocer mi versión y, finalmente, al encontrar una víctima propiciatoria mucho más idónea para endilgarle el asesinato de la Matson.
De Spain dijo impávido:
—Jefe, dentro de un minuto me ocuparé de este tipo. ¿De acuerdo?
—Espere un momento —respondió el jefe—. ¿Por qué sospechó de De Spain?
—Por la sangre y la piel bajo sus uñas, el modo brutal en que trató a Lorenz y el hecho de que la chica me contó que había sido uno de sus amores y que él fingió no saber quién era la Matson. ¿Qué más puedo pedir?
—Esto —respondió De Spain.
Disparó desde el bolsillo la automática de mango blanco que le había quitado al doctor Austrian. Disparar desde el bolsillo requiere una gran pericia y los polis no suelen tenerla. La bala silbó a treinta centímetros de mi cabeza, caí de culo al suelo, el doctor Austrian se dio la vuelta deprisa y dirigió la mano derecha hacia la cara de De Spain, la mano que sostenía el frasco marrón de boca ancha. Un líquido incoloro salpicó los ojos del detective y humeó en su rostro. Otro ser humano habría gritado. De Spain dio manotazos al aire con la izquierda y el arma que tenía en el bolsillo sonó tres veces más. El doctor Austrian cayó de lado sobre un extremo del escritorio y acabó en el suelo, fuera del campo de fuego. El arma siguió sonando.
Los demás cayeron de rodillas. El jefe levantó su pistola y disparó dos veces al cuerpo de De Spain. Con semejante cacharro habría bastado con un disparo. El cuerpo de De Spain se retorció en el aire y cayó al suelo como una caja fuerte. El jefe se acercó, se arrodilló a su lado y lo miró en silencio. Se irguió, rodeó el escritorio, dio unos pasos y se inclinó sobre el doctor Austrian.
—Éste está vivo —informó—. Weems, avise por teléfono.
El hombre fornido y de cara regordeta rodeó el otro lado del escritorio, cogió el teléfono y empezó a marcar. En el aire predominaba un agudo y desagradable olor a ácido y a carne quemada. Volvíamos a estar de pie y el menudo jefe de policía me miraba desolado.
—No tendría que haber disparado contra usted —dijo—. No habría podido demostrar nada. Nosotros no se lo habríamos permitido.
Guardé silencio. Weems colgó y contempló al doctor Austrian.
—Me parece que la ha diñado —dijo desde detrás del escritorio.
El jefe no dejaba de mirarme.
—Señor Dalmas, corre riesgos espantosos. Ignoro cuál es su juego, pero espero que le gusten las cartas que le han tocado.
—Me doy por satisfecho. Me habría gustado hablar con mi cliente antes de que lo matasen, pero creo que he hecho cuanto podía por él. Lo más triste es que De Spain me cayó bien. Tenía las agallas que hay que tener.
—Si quiere saber de agallas, pruebe a ser jefe de policía de una ciudad pequeña —replicó el jefe.
—Sí. Jefe, dígale a alguien que envuelva con un pañuelo la mano derecha de De Spain. Me parece que ahora necesitará las pruebas.