De Spain detuvo el coche en la puerta del Colegio de Médicos y Cirujanos y alzó la vista hasta una ventana iluminada de la sexta planta. El diseño del edificio consistía en una sucesión de alas extendidas, por lo que todas las consultas daban al exterior.
—Es increíble —comentó De Spain—. A esta hora y aún está ahí arriba. Me figuro que este tío no duerme nunca. Eche un vistazo a la cafetera estacionada calle abajo.
Me apeé y pasé delante del drugstore a oscuras, que se alzaba a un lado de la entrada al vestíbulo del edificio. Había un sedán negro y largo estacionado diagonal y correctamente en uno de los espacios reservados, como si fuera mediodía en lugar de cerca de las tres de la mañana. Junto a la matrícula delantera del sedán aparecía el emblema de los médicos: el báculo de Hipócrates y la serpiente enroscada. Iluminé el coche con la linterna, leí parte del nombre del propietario y volví a quedar a oscuras. Me reuní con De Spain.
—Controlado —dije—. ¿Cómo supo que era la ventana de su consulta y que estaría aquí a estas horas?
—Está cargando sus inyecciones. Lo sé porque lo he vigilado.
—¿Por qué lo ha vigilado?
Me miró pero no dijo nada. Miró por encima del hombro hacia el asiento trasero del coche.
—¿Cómo estás, compañero?
De debajo de la alfombrilla del coche escapó un sonido ronco que pretendía ser una voz.
—Le gusta viajar en coche —comentó De Spain. A todos los tíos duros les agrada dar una vuelta en coche. Bueno, estacionaré en el callejón y subiremos.
Giró en la esquina con los faros apagados y el sonido del motor se perdió en la oscuridad salpicada por la luz de la luna. En la acera de enfrente, una hilera de eucaliptos altísimos bordeaba una serie de pistas públicas de tenis. Desde el mar, el olor a algas trepaba por el bulevar.
De Spain caminó desde la esquina del edificio, subió hasta la puerta cerrada del vestíbulo y dio con los nudillos en la gruesa luna. En el fondo se veía la luz del ascensor junto a un enorme buzón de bronce. Un anciano salió del ascensor, deambuló por el pasillo hasta la puerta y se nos quedó mirando con las llaves en la mano. De Spain le mostró su placa. El viejo bizqueó, abrió la puerta, nos hizo pasar y la cerró sin decir esta boca es mía. Regresó por el pasillo hasta el ascensor, acomodó el almohadón casero que tenía sobre el taburete, se acomodó la dentadura postiza con la lengua y preguntó:
—¿Qué quieren?
Su rostro afilado y gris parecía protestar incluso cuando no hablaba. Los bajos de su pantalón estaban raídos y uno de sus zapatos negros con el tacón desgastado contenía un juanete. La chaqueta azul del uniforme le sentaba como el establo a un caballo.
—¿El doctor Austrian está arriba? —preguntó De Spain.
—No me sorprendería.
—No pretendo sorprenderlo —replicó De Spain—. Si fuera mi intención, me habría puesto los leotardos de color rosa.
—Pues sí, está arriba —confirmó el viejo con acritud.
—¿Cuándo vio por última vez a Greb, el analista de la cuarta?
—No lo he visto.
—Abuelo, ¿a qué hora entra a trabajar?
—A las siete.
—De acuerdo. Llévenos a la sexta.
El viejo cerró las puertas, nos elevó despacio, volvió a abrirlas y permaneció como un trozo de madera gris tallada para asemejarse a un ser humano.
De Spain alzó el brazo y cogió la llave maestra que pendía de la cabeza del anciano.
—No puede hacer eso —protestó el viejo.
—¿Quién dice que no? —el anciano meneó colérico la cabeza, pero no dijo nada—. Abuelo, ¿qué edad tiene?
—Pronto cumpliré sesenta.
—¡Y un huevo! Supera con ganas los setenta. ¿Cómo ha conseguido el permiso para llevar el ascensor?
El anciano guardó silencio y chasqueó su dentadura postiza.
—Así me gusta —afirmó De Spain—. Ocúpese de esta vieja carraca y todo saldrá a pedir de boca. Abuelo, lleve el ascensor a la planta baja.
Nos apeamos, el ascensor bajó lentamente por el hueco. De Spain clavó la vista en el pasillo y balanceó la anilla con la llave maestra.
—Preste atención —dijo—. La suite de cuatro habitaciones está al final. Hay una recepción creada cortando por la mitad una consulta a fin de hacer dos recepciones en las suites adyacentes. Al final de la recepción aparece un pasillo estrecho al otro lado de la pared de este pasillo, un par de estancias pequeñas y la consulta del médico. ¿Lo ha entendido?
—Sí —repliqué—. ¿Qué se propone, tomarla por asalto?
—Después de la muerte de su esposa vigilé unos días a este tipo.
—Es una pena que no vigilara a la enfermera pelirroja de la consulta, la que se cargaron esta noche.
De Spain me contempló parsimoniosamente desde sus profundos ojos negros, con expresión impasible.
—Tal vez lo hice mientras se me presentó la ocasión.
—Vamos, ni siquiera sabía su nombre —afirmé y lo miré fijo—. Fui yo quien le dijo quién era.
De Spain se quedó pensativo.
—Me imagino que es muy distinto verla con la bata blanca de la consulta que desnuda y muerta sobre una cama.
—Por supuesto —repliqué sin dejar de mirarlo.
—Claro. Llame a la puerta de la consulta, la tercera desde el extremo. Cuando el doctor abra, me colaré en la recepción, entraré e intentaré enterarme de lo que dice.
—Me parece muy bien, pero no soy un tío de suerte.
Bajamos por el pasillo. Las puertas eran de madera maciza, estaban bien construidas y por debajo no se colaba ni el menor atisbo de luz. Apoyé la oreja en la que De Spain me indicó y percibí ligeros movimientos en el interior. Hice una señal a De Spain, que se encontraba en el extremo del pasillo. Introdujo lentamente la llave maestra en la cerradura mientras yo llamaba enérgicamente a la puerta y por el rabillo del ojo lo vi desaparecer. La puerta se cerró a sus espaldas casi en el acto. Volví a llamar.
La puerta se abrió bruscamente y un hombre alto se detuvo a unos treinta centímetros, mientras el aplique del techo iluminaba sus cabellos color arena clara. Estaba en mangas de camisa y sostenía un maletín plano de piel. Era delgado como un palo, con las cejas pardas y expresión desdichada. Sus manos eran hermosas, largas y finas, con yemas cuadradas en lugar de puntiagudas. Tenía las uñas brillantes y muy bien cortadas.
—¿Es usted el doctor Austrian? —pregunté. Asintió con la cabeza. Su nuez se desplazó vagamente por su cuello delgado.
—Sé que no es la mejor hora para venir de visita, pero es muy difícil dar con usted. Soy detective privado, trabajo en Los Ángeles y mi cliente es Harry Matson.
No se sobresaltó o estaba tan acostumbrado a ocultar sus sentimientos que no se notó. Volvió a mover la nuez, movió el maletín, lo miró con expresión de desconcierto y retrocedió.
—Ahora no tengo tiempo para hablar con usted. Vuelva mañana —pidió.
—Greb me dijo lo mismo.
Pegó un brinco. No gritó ni le dio un patatús, pero me di cuenta de que estaba desconcertado.
—Pase —murmuró con voz ronca.
Entré y cerré la puerta. Vi un escritorio que parecía de cristal negro. Las sillas eran de tubo de cromo con tapizado de lana basta. La puerta de la habitación contigua, a oscuras, estaba entreabierta. Vi la sábana blanca estirada sobre la camilla y unas cosas semejantes a estribos. No percibí el menor sonido.
Sobre el escritorio de cristal negro había extendido una toalla y sobre ésta se encontraban cerca de doce jeringas hipodérmicas, con las agujas al lado. De la pared colgaba un esterilizador que funcionaba a electricidad y que sin duda contenía otras doce agujas y jeringas. En ese momento estaba encendido. Me acerqué y miré el esterilizador mientras el hombre alto y delgado rodeaba el escritorio y tomaba asiento.
—Tiene muchas agujas —comenté y me senté en una de las sillas próximas al escritorio.
—¿Qué quiere de mí? —su voz seguía ronca.
—Tal vez pueda hacerle un favor relacionado con la muerte de su esposa.
—Muy amable de su parte —replicó sereno—. ¿Qué tipo de favor?
—Quizá pueda decirle quién la asesinó.
Le brillaron los dientes cuando esbozó una sonrisa extraña y forzada. Se encogió de hombros y habló con tanta calma como si estuviéramos charlando sobre el tiempo.
—Eso sí que sería muy amable de su parte. Creí que se había suicidado. Parece que el forense y la policía coincidían conmigo. Claro que un detective privado…
—Greb no opinaba lo mismo —lo interrumpí sin hacer demasiado esfuerzo por llegar a la verdad—. Es el analista que cambió la muestra de sangre de su esposa por la de un caso verdadero de intoxicación por monóxido de carbono.
Me observó tranquilo con sus ojos profundos, pesarosos y distantes bajo las cejas pardas.
—Usted no se ha visto con Greb —aseguró como si interiormente le causara gracia—. Sé por casualidad que este mediodía viajó al este porque su padre ha muerto en Ohio.
Se incorporó, se acercó al esterilizador eléctrico, consultó su reloj de pulsera y desconectó el aparato. Regresó al escritorio, abrió una cigarrera chata, se puso un pitillo en la boca y me la acercó por encima del escritorio. Me estiré y cogí un cigarrillo. Eché un rápido vistazo a la oscura sala de reconocimiento, pero no percibí nada que no hubiese detectado antes.
—¡Qué extraño! —exclamé—. La esposa de Greb no lo sabe. Y Gran Mentón tampoco. Estuvo esperando a que Greb volviese a su casa para cargárselo mientras tenía a su esposa sujeta con esparadrapo a la cama.
El doctor Austrian se dignó mirarme. Buscó una caja de cerillas en el escritorio, abrió un cajón, extrajo una pequeña automática de mango blanco y la apoyó sobre el dorso de la mano. Con la otra me pasó una caja de cerillas.
—El arma no le hará falta —dije—. Se trata de una charla de negocios y quiero demostrarle lo rentable que resulta sostenerla.
Se quitó el cigarrillo de la boca y lo tiró sobre el escritorio.
—Yo no fumo —explicó—. Tuve que hacer lo que podríamos llamar un gesto imprescindible. Me alegra saber que el arma no hace falta. De todos modos, prefiero esgrimirla y no usarla que necesitarla y no contar con ella. Dígame, ¿quién es Gran Mentón y qué otra cosa importante tiene que decir antes de que llame a la policía?
—Escúcheme. Para eso he venido. Su esposa jugaba mucho a la ruleta en el club de Vance Conried y perdía el dinero que usted ganaba con esas agujitas casi tan rápido como lo conseguía. También circula el rumor de que estaba liada con Conried. Puede que a usted le diera igual, dado que pasaba la noche fuera y estaba demasiado ocupado para hacer de esposo. Sin embargo, es probable que el dinero le importase porque se arriesgaba mucho para ganarlo. Volveré más tarde sobre este tema. La noche de la muerte, su esposa se puso histérica en el Club Conried, lo llamaron y usted acudió y le dio una endovenosa para calmarla. Conried la acompañó a casa. Usted telefoneó a la enfermera de la consulta, Helen Matson, la exesposa de Matson, para pedirle que fuese a su casa y comprobara que su esposa estaba bien. Más tarde, Matson la encontró muerta en el garaje, bajo el coche, y lo contactó. Usted apeló al jefe de la policía y se echó tanta tierra sobre el asunto que no se volvió a oír hablar del tema. Pero Matson, que fue el primero en llegar a la escena, tenía algo. No tuvo suerte cuando intentó sacarle dinero porque, a la chita callando, usted es un tío con muchas agallas. También es posible que su amigo, el jefe Anders, le dijese que no servía de prueba. Por eso Matson intentó chantajear a Conried, se creyó que si el caso se presentaba ante el jurado de acusación que en este momento se está reuniendo todo caería sobre el garito de Conried, quedaría más clausurado que un pistón fundido, la gente que lo respaldaba se cabrearía y le quitaría los caballos para jugar al polo. La idea le sentó fatal a Conried y pidió a un matón llamado Moss Lorenz, actualmente el chofer del alcalde y con anterioridad guardaespaldas de Conried, así como el tío al que he apodado Gran Mentón, que se ocupara de Matson. A éste le quitaron la licencia y lo expulsaron de Bay City. Pero a su manera también tenía agallas, así que se encerró en un bloque de apartamentos de Los Ángeles y perseveró en sus propósitos. Por algún motivo, el encargado de la casa de apartamentos se enteró de lo que pasaba, ignoro cómo, pero la policía de Los Ángeles ya se ocupará de averiguarlo, y dio el chivatazo. Esta misma noche Gran Mentón fue a la ciudad y se deshizo de Matson.
Dejé de hablar y contemplé al hombre alto y delgado. Su expresión no había cambiado. Parpadeó un par de veces y jugueteó con el arma. En la consulta imperaba un silencio absoluto. Agucé el oído para percibir la respiración en la estancia contigua, pero no oía nada.
—¿Matson está muerto? —preguntó muy despacio el doctor Austrian—. No creerá que tuve algo que ver. —Su rostro brillaba tenuemente.
—Francamente, no lo sé —reconocí—. Greb era el eslabón débil de su montaje y hoy alguien le dijo que abandonase rápidamente la ciudad…, si se fue a mediodía, antes de que mataran a Matson. Probablemente alguien le dio dinero, porque vi su casa y no me pareció la vivienda de una persona que gana pasta.
—¡Maldito Conried! —exclamó velozmente el doctor Austrian—. Me telefoneó a primera hora y me dijo que sacase a Greb de la ciudad. Le di dinero pero… —se interrumpió, pareció cabrearse consigo mismo y volvió a mirar el arma.
—Pero usted no sabía qué se estaba cocinando. Doctor, le creo, le aseguro que le creo. Haga el favor de bajar el arma un rato más.
—Prosiga —pidió tenso—. Continúe con su relato.
—De acuerdo. Queda mucho por contar. La policía de Los Ángeles encontró el cadáver de Matson, pero no se presentará hasta mañana. En primer lugar, porque es muy tarde y, en segundo, porque cuando aten cabos no querrán perderse el caso. El Club Conried está en los límites de Los Ángeles y al jurado de acusación del que le hablé le encantará. Cogerán a Moss Lorenz, éste presentará un recurso y se tragará unos pocos años en chirona. Así se manejan estas cosas cuando los mecanismos legales entran en juego. La siguiente cuestión es cómo sé que lo hizo Gran Mentón. Pues porque nos lo dijo. Un compañero y yo fuimos a visitar a Greb. Gran Mentón acechaba en su casa, a oscuras, con la señora Greb sujeta a la cama con esparadrapo y nos lo llevamos. Lo llevamos a las colinas, le dimos su merecido y habló. Me compadecí del pobre desgraciado. Dos asesinatos y ni siquiera cobró.
—¿Dos asesinatos? —preguntó el doctor Austrian azorado.
—Ya se lo explicaré. Veamos ahora en qué situación se encuentra usted. Dentro de un rato me dirá quién se cargó a su esposa y lo más gracioso es que no le creeré.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Dios mío!
Me apuntó y soltó la pistola tan rápido que ni siquiera tuve tiempo de esquivarlo.
—Soy el hombre de los milagros. Soy el gran detective norteamericano…, el que nunca ve un centavo. Pese a que intentó contratar mis servicios, jamás hablé con Matson. Le diré qué tenía contra usted, cómo asesinaron a su esposa y por qué sé que usted no lo hizo. Y se lo diré todo a cambio de nada.
No le hizo gracia. Suspiró con los labios apretados y su rostro se tornó viejo, gris y tenso bajo los cabellos color arena clara pintados sobre su cráneo huesudo.
—Matson tenía contra usted un escarpín de terciopelo verde esmeralda. Verschoyle de Hollywood lo fabricó para su esposa…, se lo hicieron a medida y en el interior figuraba el número de su horma. Estaba nuevo, sin estrenar. Le confeccionaron dos pares exactamente iguales. Llevaba un par puesto cuando Matson la encontró. Ya sabe dónde la encontró: en el suelo del garaje, y para llegar hasta allí tuvo que caminar por la senda de cemento que sale de la puerta de servicio de la casa. No es posible que hubiese andado con aquel escarpín tan delicado. Por eso sé que la asesinaron. Quienquiera que le puso los escarpines colocó uno usado y otro sin estrenar. Matson se percató y se guardó el escarpín. Entonces usted le pidió que llamara al jefe desde su casa, entró a hurtadillas, cogió el otro escarpín usado y se lo puso. Sin duda se dio cuenta de que Matson se había quedado con el otro escarpín. Ignoro si usted se lo contó a alguien. ¿Correcto?
Bajó un centímetro la cabeza. Aunque se estremeció ligeramente, la mano que esgrimía la automática con mango de hueso no tembló.
—Así fue como la asesinaron. Greb era peligroso para alguien, lo que demuestra que su esposa no murió por envenenamiento con monóxido de carbono. Estaba muerta cuando la metieron debajo del coche. Murió a causa de la morfina. Reconozco que es una conjetura, pero muy precisa, porque seria el único modo de matarla que lo obligaría a usted a encubrir al asesino. Fue fácil para alguien que disponía de morfina y tenía la posibilidad de utilizarla. Bastaba con inyectarle una segunda dosis letal en el mismo sitio en que usted le había aplicado la inyección más temprano. Después volvió a casa y la encontró muerta. Tuvo que encubrir la situación porque sabía cómo había muerto y no podía permitir que saliese a la luz. Usted está en el negocio de la morfina.
El médico sonrió. La sonrisa le colgó de las comisuras como telarañas en los rincones de un techo antiguo. Ni se percató de que sonreía.
—Es usted interesante —afirmó—. Creo que voy a matarlo, pero no deja de ser un tipo interesante.
Señalé el esterilizador eléctrico.
—En Hollywood hay veintitantos médicos como usted: pinchadores. Hacen la ronda nocturna con maletines de piel repletos de jeringas cargadas. Evitan que los toxicómanos y los borrachos se vuelvan locos…, al menos durante un rato. De vez en cuando alguien se vuelve adicto y surge un problema. Quizá la mayoría de las personas a las que atiende acabarían en chirona o en el manicomio si no las cuidara. Sin duda perderían sus trabajos, si es que los tienen. Algunas ocupan cargos muy importantes. Pero es peligroso, porque cualquier resentido puede poner a los federales sobre su pista y en cuanto interroguen a sus pacientes encontrarán a alguien dispuesto a hablar. Intenta protegerse parcialmente, consiguiendo parte de la morfina por canales ilegales. Yo diría que Conried le proporcionaba una parte y que por esto tuvo que permitirle que se quedara con su esposa y con su dinero.
—No se anda con chiquitas, ¿verdad? —preguntó el doctor Austrian casi amablemente.
—¿Por qué iba a hacerlo? Ésta es una charla de hombre a hombre. No puedo demostrar nada. El escarpín que Matson robó es perfecto para un enredo, pero ante un tribunal no vale nada. Cualquier abogado defensor ridiculizaría a un mequetrefe como Greb, por mucho que lo trajeran para prestar testimonio. Sin embargo, a usted le costaría un pastón conservar su licencia de médico.
—Entonces lo mejor sería que ahora le diera una parte. ¿A eso apunta? —preguntó en voz baja.
—No. Guárdese el dinero para pagar un seguro de vida. Quiero dejar claro algo más. ¿Está dispuesto a reconocer, de hombre a hombre, que mató a su esposa?
—Sí —replicó sencilla y directamente, como si le hubiese pedido un cigarrillo.
—Me lo suponía, pero no es necesario. Usted vio a la persona que mató a su esposa porque ésta dilapidaba dinero que para otra mujer podía ser muy divertido gastar. También sabía que Matson estaba enterado y que Conried intentaba quitársela de encima. Por eso se la cargaron…, anoche, en Brayton Avenue. No es necesario que siga encubriéndola. Vi su foto en la repisa, la que dice Con todo mi amor, Leland, y la oculté. Ya no hace falta que la encubra porque Helen Matson ha muerto.
Me desplacé en la silla cuando la automática se disparó. Esta vez me había dicho que no intentaría disparar, pero sin duda una parte de mi ser no quedó convencida. La silla cayó, acabé a gatas en el suelo y en ese instante un arma mucho más sonora se disparó en la habitación a oscuras donde estaba la camilla.
De Spain franqueó la puerta con la humeante arma de reglamento en su manaza derecha.
—¡Chico, qué disparo! —exclamó y se detuvo sonriente.
Me levanté y miré al otro lado del escritorio. El doctor Austrian estaba inmóvil, se sujetaba la mano derecha con la izquierda y la movía suavemente. No tenía la automática en la mano. Paseé la mirada por el suelo y la descubrí junto al escritorio.
—Caramba, ni siquiera le he dado —añadió De Spain—. Sólo le pegué a la automática.
—Ha sido perfecto —dije—. ¿Y si me hubiese dado en la cabeza?
De Spain me miró serenamente y dejó de sonreír.
—Hay que admitir que le ha hecho pasar un mal rato. ¿De dónde sacó la idea de guardarse lo del escarpín verde?
—Me harté de ser su comparsa —repliqué—. Quería jugar un poco a mi manera.
—¿Cuánto hay de verdad en lo que dijo?
—Matson tenía el escarpín y algún significado debía de tener. He atado cabos y creo que todo es verdad.
El doctor Austrian se levantó lentamente del sillón y De Spain le apuntó. El hombre delgado y ojeroso meneó lentamente la cabeza, se acercó a la pared y se recostó.
—Yo la maté —dijo con voz mortecina sin dirigirse a nadie en concreto—. No fue Helen. Yo la maté. Llame a la policía.
A De Spain se le demudó la expresión, se agachó, recogió la automática con el mango de hueso y se la guardó en el bolsillo. Metió el arma de reglamento en la sobaquera, se sentó ante el escritorio y se acercó al teléfono.
—Ya verá cómo aparto de este asunto al jefe de Homicidios —afirmó impertérrito.