Gran Mentón

El analista vivía en la Ninth Street, en uno de los peores barrios de la ciudad. Su casa era un informe bungalow de madera. Una enorme y polvorienta hortensia y varias plantas pequeñas y raquíticas que bordeaban el sendero parecían obra de quien ha dedicado la vida a obtener algo de la nada.

Cuando llegamos, De Spain apagó las luces y dijo:

—Silbe si necesita ayuda. Si aparece la pasma, vaya a la Tenth Street. Daré la vuelta a la manzana y lo recogeré. De todos modos, no creo que se presenten. Esta noche sólo piensan en la señora de Brayton Avenue.

Estudié la tranquila manzana, crucé la calle bajo la brumosa luz de la luna y caminé hasta la casa. La puerta estaba en ángulo recto con respecto a la calle, en un saliente que parecía una habitación añadida posteriormente al resto del bungalow. Toqué el timbre y lo oí sonar en el fondo de la casa. No hubo respuesta. Llamé dos veces más e intenté abrir la puerta, pero tenía el cerrojo echado.

Bajé al pequeño porche y caminé por el lado norte del bungalow hacia el pequeño garaje del fondo. Las puertas estaban cerradas con un candado que podías romper soplando fuerte. Me agaché e iluminé con la linterna por debajo de las puertas que no encajaban bien. Divisé las ruedas de un coche. Volví a la entrada y esta vez llamé enérgicamente a la puerta con los nudillos.

La persiana de la sala crujió y bajó lentamente hasta la mitad. La cortina estaba corrida y en el interior reinaba la oscuridad. Una voz ronca y grave masculló:

—¿Qué quiere?

—¿Señor Greb?

—El mismo.

—Me gustaría hablar con usted. Se trata de un asunto importante.

—Señor, necesito dormir. Vuelva mañana.

Su voz no parecía la de un analista de laboratorio. Se semejaba a la misma que había oído en una ocasión, hacía mucho tiempo, a primera hora de la tarde en Tennyson Arms Apartments.

—Señor Greb, en ese caso iré a su despacho. ¿Puede repetirme las señas?

La voz guardó silencio unos instantes y finalmente replicó:

—Está bien, suéltelo antes de que salga y le dé un puñetazo.

—Señor Greb, los negocios no se llevan así —protesté—. ¿Seguro que no puede concederme unos minutos dado que está despierto?

—Baje la voz o despertará a mi esposa. Está enferma. Si me hace salir…

—Buenas noches, señor Greb.

Regresé por el sendero en medio de la pálida y brumosa luz de la luna. Al llegar a un costado del coche oscuro dije:

—Hay trabajo para dos hombres. En el bungalow se encuentra un tipo recio. Creo que es el mismo al que llamaron Gran Mentón en aquella conversación telefónica de Los Ángeles.

—Caray. Es el sujeto que mató a Matson, ¿no? —De Spain se acomodó en el asiento de la derecha del coche, asomó la cabeza y escupió por encima de una boca de incendios que debía de estar a dos metros y medio. No dije ni pío—. Si el tío al que usted llama Gran Mentón es Moss Lorenz, lo conozco. Podríamos entrar y toparnos con una pista interesante.

—Igual que los polis con la radio —comenté.

—¿Está asustado?

—¿Yo? ¡Claro que estoy asustado! Como el coche está en el garaje, o tiene a Greb metido ahí dentro y está pensando qué hará con él o…

—Si es Moss Lorenz, no piensa nada —me interrumpió Al de Spain—. Ese tipo sólo sirve para dos cosas: para ponerse detrás de un arma y del volante de un coche.

—Y detrás de un trozo de tubería de plomo —añadí—. Lo que decía es que tal vez Greb está sin coche y Gran Mentón…

De Spain consultó el reloj del salpicadero.

—Sospecho que se largó y que ya está en su casa. Le han dado el chivatazo y le han sugerido que no se meta en líos.

—¿Quiere o no entrar en el bungalow? —pregunté—. ¿Quién le dio el chivatazo?

—Quien lo untó, si es que lo untaron —De Spain abrió la portezuela, se apeó y miró hacia el bungalow. Se desabrochó la chaqueta y sacó el arma de la sobaquera—. Tal vez pueda engañarlo. Mantenga las manos a la vista y vacías, es nuestra única posibilidad.

Cruzamos la calle, recorrimos el sendero y subimos al porche. De Spain hundió el dedo en el timbre.

La voz volvió a gruñir a través de la persiana entreabierta, desde el otro lado de la raída cortina de color verde oscuro.

—¿Qué quieren?

—Hola, Moss —dijo De Spain.

—¿Qué dice?

—Moss, soy Al de Spain. Estoy en el ajo.

Se hizo el silencio, un silencio largo y letal. La voz ronca y grave preguntó:

—¿Quién está contigo?

—Un amigo de Los Ángeles. Es un buen tipo. Volvió a reinar el silencio y la voz inquirió:

—¿De qué va la cosa?

—¿Estás solo?

—Estoy con una señora, pero no puede oírte.

—¿Dónde está Greb?

—Eso digo yo, ¿dónde está? Madero, ¿de qué va la cosa? Desembucha.

De Spain habló con la misma serenidad que si hubiera estado en su casa, repantigado en un sillón y escuchando la radio.

—Moss, trabajamos para el mismo jefe.

—Ja, ja —se burló Gran Mentón.

—Matson apareció muerto en Los Ángeles y los policías de la ciudad ya lo han relacionado con la señora Austrian. Debemos actuar deprisa. El pez gordo está en el norte, inventándose coartadas. ¿Cuál es nuestra situación?

—¡Qué disparate! —exclamó la voz, pero contenía un deje de vacilación.

—Parece un mal rollo —añadió De Spain—. Abre de una buena vez. Como puedes ver, no tenemos nada contra ti.

—Cuando llegue a la puerta podríais tenerlo —dijo Gran Mentón.

—No seas cagueta —se burló De Spain.

La cortina se agitó como si una mano se hubiera soltado y la banda cayó en su sitio. Levanté la mano.

—No sea imbécil —me advirtió De Spain—. Este tipo es nuestra salvación y lo necesitamos entero.

Dentro de la casa sonaron ligeras pisadas. La cerradura de la puerta de entrada chirrió, se abrió la puerta y entre las sombras apareció una figura con un Colt de grandes dimensiones en la mano. Gran Mentón era un mote que le iba como anillo al dedo. Su enorme y ancha mandíbula sobresalía como una máquina quitapiedras. Era más corpulento que De Spain, mucho más corpulento.

—Desembucha —repitió y dio un paso atrás.

Con las manos vacías y las palmas hacia arriba, De Spain dio un paso con el pie izquierdo y pateó a Gran Mentón en la entrepierna, así de simple, sin la menor vacilación y frente a un arma.

Gran Mentón seguía debatiéndose interiormente cuando desenfundamos. Su mano derecha luchaba por apuntar y apretar el gatillo. El dolor dominaba todo lo demás salvo el deseo de doblarse y gritar. Su lucha interior lo llevó a perder una fracción de segundo y cuando le caímos encima no había gritado ni disparado. De Spain le dio en la cabeza y yo en la muñeca derecha. Me habría gustado darle en el mentón, que me fascinaba, pero su muñeca estaba más cerca del Colt. La pistola cayó y Gran Mentón hizo lo propio, casi súbitamente, para lanzarse de inmediato sobre nosotros. Lo sujetamos, lo retuvimos, su aliento sopló ardiente y fétido en nuestras caras, pero enseguida le fallaron las rodillas y caímos sobre él en medio del pasillo.

De Spain protestó, hizo esfuerzos para ponerse en pie y cerró la puerta. Giró al hombre corpulento, gimiente y medio desmayado, le puso las manos a la espalda y lo esposó.

Bajamos por el pasillo. En la habitación de la izquierda, de una pequeña lámpara de mesa cubierta con un periódico escapaba una luz tenue. De Spain quitó el periódico y miramos a la mujer tendida en la cama. Por lo menos no la había asesinado. Llevaba un pijama de mala calidad, tenía los ojos desmesuradamente abiertos, la mirada perdida y casi enloquecida de terror. Le habían cubierto con esparadrapo la boca, las muñecas, los tobillos y las rodillas y por sus orejas asomaban gruesos tapones de algodón. Por detrás de la losa de esparadrapo de cinco centímetros que le mantenía cerrada la boca escapaba un barboteo ininteligible. De Spain inclinó ligeramente la pantalla de la lámpara. El rostro de la mujer estaba manchado. Llevaba el pelo decolorado, con las raíces oscuras, y en los huesos de su rostro se dibujaba una expresión macilenta y desgastada.

—Soy policía —dijo De Spain—. ¿Es usted la señora Greb?

La mujer se sacudió y lo miró atormentada. Le quité los tapones de algodón de las orejas y dije:

—Vuelva a intentarlo.

—¿Es usted la señora Greb?

La mujer asintió.

De Spain sujetó el esparadrapo que le sellaba los labios. La mujer cerró los ojos y De Spain tiró con fuerza e inmediatamente le cubrió la boca con la mano. Se quedó impávido, inclinado, con el esparadrapo en la mano izquierda. Parecía un poli corpulento, moreno, inexpresivo y con el mismo valor que una mezcladora de cemento.

—¿Me promete que no gritará? —preguntó. La mujer asintió con la cabeza y De Spain apartó la mano—. ¿Dónde está Greb?

Le arrancó los otros trozos de esparadrapo.

La mujer tragó saliva, se tocó la frente con la mano de uñas rojas y meneó la cabeza.

—No lo sé. No ha vuelto a casa.

—¿Qué le dijo el gorila para que lo dejara pasar?

—Nada —respondió hoscamente—. Sonó el timbre, abrí la puerta y ese hombre entró y me sujetó. El muy bestia me cubrió de esparadrapo y me preguntó dónde estaba mi marido. Le respondí que no lo sabía y me pegó varios bofetones, pero al final pareció creerme. Me preguntó por qué mi marido no se había llevado el coche y le dije que siempre va y vuelve andando del trabajo. Después se sentó en un rincón y no se movió ni habló. Ni siquiera fumó.

—¿Habló por teléfono? —preguntó De Spain.

—No.

—¿Lo había visto antes?

—No.

—Vístase —añadió De Spain—. Busque algunos amigos que puedan alojarla esta noche.

La mujer lo miró, se incorporó lentamente y se mesó los cabellos. Abrió la boca y De Spain volvió a tapársela con decisión.

—Espere —ordenó—. Por lo que sabemos, a su marido no le ha pasado nada. De todos modos, sospecho que no se asombraría demasiado si le ocurriese algo.

La mujer apartó la mano del poli, abandonó la cama, se acercó a la cómoda y sacó una botella de whisky. Le quitó la tapa y bebió un sorbo.

—Sí —dijo con voz firme y ronca—. ¿Qué haría si tuviese que untar a un montón de médicos por cada centavo que gana y, para colmo, gana poco? —bebió otro trago.

—Tal vez cambiaría las muestras de sangre —replicó De Spain.

La mujer lo miró perpleja. De Spain me observó y se encogió de hombros.

—Tal vez es buen material —añadió—. Quizá comercia con él. A juzgar por cómo vive, debe ser muy poco —paseó desdeñoso la mirada por la sala—. Señora, vístase.

Salimos y cerramos la puerta. De Spain se inclinó sobre Gran Mentón, que yacía boca arriba y algo ladeado. El hombre fornido se quejaba sin cesar con la boca abierta, sin estar totalmente desmayado ni plenamente consciente de lo que ocurría. De Spain, que seguía guiándose por la tenue luz del vestíbulo, miró el trozo de esparadrapo que llevaba adherido a la palma de la mano y de sopetón rió. Pegó el esparadrapo en la boca de Gran Mentón.

—¿Conseguiremos que camine? —preguntó—. No me gustaría nada tener que acarrearlo.

—No lo sé —repliqué—. Yo sólo estoy de paso. ¿Hasta dónde quiere que camine?

—Colina arriba, donde todo está tranquilo y trinan los pájaros —repuso De Spain muy serio.

Me senté en el estribo del coche, con la enorme linterna acampanada colgada entre las rodillas. Aunque no iluminaba mucho, bastaba para lo que De Spain le hacía a Gran Mentón. Sobre nosotros había un depósito techado y después el terreno se inclinaba hacia un gran cañón. Más o menos a un kilómetro había dos casas en la cima de la colina, ambas a oscuras, y el claro de luna relucía en las paredes de estuco. Aunque a esa altura hacía frío, el aire estaba despejado y las estrellas semejaban trocitos de cromo lustrado. La ligera bruma que cubría Bay City parecía muy lejana, como si formara parte de otro distrito, pero sólo estaba a diez minutos en coche.

De Spain se había quitado la chaqueta. Se había arremangado la camisa y sus muñecas y sus gruesos brazos lampiños aparecían enormes bajo esa luz débil y áspera. Su chaqueta estaba en el suelo, entre Gran Mentón y él. La pistolera reposaba sobre la chaqueta, con el arma puesta y la culata hacia Gran Mentón. Como la chaqueta se encontraba ligeramente a un lado, entre De Spain y Gran Mentón se abría un pequeño espacio de grava pisoteada que la luna iluminaba. La pistola estaba a la derecha de Gran Mentón y a la izquierda de De Spain.

Después de un prolongado silencio en el que sólo se oían nuestras respiraciones, De Spain dijo:

—Vuelva a intentarlo.

Habló a la ligera, como si se dirigiera a alguien que juega con una máquina de pinball.

La cara de Gran Mentón era un amasijo sanguinolento. No logré verla roja, pero una o dos veces lo enfoqué con la linterna y supe que estaba allí. Tenía las manos libres y la patada que había recibido en salva sea la parte había ocurrido hacía mucho tiempo, al otro lado de los océanos de dolor. Gimió, súbitamente golpeó a De Spain con el lado izquierdo de la cadera, se apoyó en la rodilla derecha y se abalanzó sobre la pistola.

De Spain le pateó la jeta.

Gran Mentón rodó sobre la grava, se cubrió la cara con las manos y entre sus dedos escapó un gemido. De Spain se acercó y le pateó el tobillo. Gran Mentón aulló. De Spain retornó a su posición original, próxima a la chaqueta y a la pistola enfundada. Gran Mentón rodó, se puso de rodillas y meneó la cabeza. Grandes gotas oscuras rodaron de su cara hasta el terreno cubierto de grava. Se irguió lentamente y permaneció acuclillado unos instantes.

—Levántate —dijo De Spain—. Eres un hueso duro de roer. Cuentas con el apoyo de Vance Conried que, a su vez, está respaldado por la mafia. Puede que hasta el jefe Anders te apoye. Yo sólo soy un piojoso detective que no llegará a ninguna parte. Levántate. Montaremos el espectáculo.

Gran Mentón se lanzó hacia la pistola. Aunque su mano rozó la culata, sólo la giró un poco. De Spain clavó el tacón en esa mano y lo movió a derecha e izquierda. Gran Mentón gritó. De Spain retrocedió y dijo cansino:

—No te habrán dominado en todos los terrenos, ¿verdad, encanto?

—Ya está bien, ¿por qué no lo deja hablar? —pregunté a duras penas.

—Porque no quiere hablar —respondió De Spain—. No es de los que hablan. Es un tipo duro.

—En ese caso, dispárele de una vez a este pobre infeliz.

—Ni lo sueñe. No pertenezco a ese tipo de policía. Escucha, Moss, este tío cree que soy un madero sádico que de vez en cuando necesita golpear una cabeza con un trozo de tubería de plomo para no sufrir de indigestión a causa de los nervios. No permitirás que piense de esa manera, ¿eh? Ésta es una pelea limpia, me superas en diez kilos y mira dónde está la pistola.

—Supongo que sí —masculló Gran Mentón—. Tu compañero podría irse de la lengua y delatarme.

—Ni lo sueñes. Vamos, chicarrón, sólo una vez más. Aún te quedan fuerzas.

Gran Mentón volvió a ponerse en pie. Se levantó tan despacio que parecía un escalador. Se balanceó y con la mano se apartó la sangre de la cara. Me dolía la cabeza y se me revolvió el estómago.

De repente Gran Mentón giró el pie derecho. Durante una milésima de segundo pareció que iba a pasar algo, pero De Spain sujetó el pie en el aire, retrocedió y pegó un tirón. Sostuvo la pierna estirada y el matón se balanceó sobre el otro pie en su intento de mantener el equilibrio.

De Spain comentó con tono coloquial:

—Cuando lo hiciste estuvo bien porque llevabas un arma en la mano, yo las tenía vacías y calculaste que no correría semejante riesgo. Pero ahora puedes ver que era juego sucio.

Torció rápidamente el pie con las dos manos. El cuerpo de Gran Mentón pareció elevarse por los aires y caer de lado. Su hombro y su cara se aplastaron contra el suelo y De Spain no soltó el pie. Siguió girándolo. Gran Mentón se sacudió en el suelo y emitió bruscos sonidos animales, ahogados a medias por la grava. De Spain tiró brusca y súbitamente del pie. Gran Mentón chilló como si doce sábanas se rasgaran al mismo tiempo.

De Spain se adelantó y pisó el tobillo del otro pie de Gran Mentón. Presionó con el cuerpo sobre el pie que sostenía entre las manos y separó las piernas de Gran Mentón. Éste intentó respirar y gritar a la vez y emitió un sonido afín al ladrido de un perro muy grande y viejísimo.

—A la gente se le paga por lo que yo hago —dijo De Spain—. No me refiero a calderilla, sino a pasta de verdad. Debería tener mi parte.

—¡Suéltame! —gritó Gran Mentón—. ¡Hablaré! ¡Hablaré!

De Spain le separó un poco más las piernas. Movió el pie y de repente Gran Mentón se relajó. Fue como si un león marino se desmayara. De Spain perdió el equilibrio y se tambaleó hacia un lado mientras la pierna chocaba contra el suelo. Sacó el pañuelo del bolsillo y muy despacio se secó la cara y las manos.

—Está fofo —comentó—. Bebe demasiada cerveza. Parecía un tipo sano. Quizá tiene que ver con que siempre lleva el trasero detrás del volante.

—Y un arma en la mano —apostillé.

—No es mala idea —opinó De Spain—. Más vale que no pierda su amor propio.

Se acercó a Gran Mentón y le propinó una patada en las costillas. A la tercera se oyó un gruñido y se percibió un brillo en la nada donde habían estado los párpados de Gran Mentón.

—Levántate —ordenó De Spain—. No te haré más daño.

Gran Mentón se incorporó, esfuerzo que le llevó un minuto. Su boca, mejor dicho, lo que le quedaba, estaba forzadamente abierta. Me hizo recordar la boca de otro hombre y ya no lo compadecí. Dio manotazos al aire, en busca de algo en lo que apoyarse.

—Mi compañero dice que sin un arma en la mano eres un cobarde. No me gustaría que un tío fuerte como tú se convirtiera en un cobarde. Usa mi cacharro —De Spain pateó ligeramente la sobaquera para separarla de la chaqueta y acercarla al pie de Gran Mentón.

Gran Mentón hundió los hombros para mirar el arma. Ya no podía girar el cuello.

—Hablaré —murmuró.

—Nadie te pide que hables. Te he pedido que cojas esa pistola. No me obligues a echarte de nuevo al suelo para que la empuñes. Quiero verte con el arma en la mano.

Gran Mentón se arrodilló a trancas y barrancas y cerró lentamente la mano sobre la culata de la pistola. De Spain lo miró sin moverse.

—Así me gusta. Ya es tuya. Vuelves a ser un tipo duro. Ahora puedes cargarte otras mujeres. Quítala de la funda.

Muy despacio, mediante un esfuerzo que parecía enorme, Gran Mentón retiró la pistola de la sobaquera y siguió arrodillado, con el arma colgada entre las piernas.

—¿Qué me dices? ¿No piensas cargarte a nadie? —lo provocó De Spain.

Gran Mentón dejó caer la pistola y sollozó.

—¡Mira lo que haces! —chilló De Spain—. Pon esa pistola en su sitio. No me gusta que se ensucie, la mantengo siempre limpia.

Gran Mentón buscó el arma a tientas, la aferró y la guardó lentamente en la funda de cuero. Ese esfuerzo consumió las fuerzas que le quedaban. Cayó de bruces sobre la pistolera.

De Spain lo cogió del brazo, lo hizo rodar boca arriba y recogió la cartuchera. Frotó la culata con la mano y se colocó la sobaquera alrededor del pecho. Recuperó la chaqueta y se la puso.

—Dejaremos que se las arregle —dijo—. No creo que se pueda hacer hablar a un tío que no quiere. ¿Tiene un cigarrillo?

Con la mano izquierda saqué la cajetilla del bolsillo, aflojé un pitillo y se lo ofrecí. Encendí la linterna y apunté al cigarrillo saliente y a sus dedos gruesos, que se acercaron a cogerlo.

—No hace falta —dijo. Buscó una cerilla, la encendió y aspiró lentamente. Apagué la linterna. De Spain paseó la mirada por la colina hacia el mar, la curva de la playa y los muelles iluminados—. Aquí arriba se está muy bien —comentó.

—Hace frío incluso en verano —opiné—. Un trago no me vendría nada mal.

—A mí tampoco —respondió De Spain—. Pero no puedo beber.