Salimos del apartamento y recorrimos el pasillo. Aún se veía luz a través de la puerta abierta del piso de Helen Matson. Dos hombres con una cesta fumaban junto a la puerta. Del interior de la casa de la muerta llegaban voces que discutían.
Seguimos el recodo del pasillo y bajamos la escalera, planta tras planta, hasta llegar al vestíbulo. Había unas pocas personas con los ojos desmesuradamente abiertos: tres mujeres de albornoz, un calvo con una visera verde que parecía redactor jefe de un periódico local y otras dos personas que permanecían entre las sombras. Otro individuo de uniforme recorría de una punta a otra el interior de la puerta de entrada y silbaba por lo bajini. Nos cruzamos con él. No se mostró interesado. En la acera se había formado un corro.
—Ésta es una gran noche para nuestra pequeña ciudad —dijo De Spain.
Caminamos hasta un sedán negro sin insignias de la policía. De Spain se acomodó detrás del volante y me hizo señas para que me sentara a su lado. Pequeñajo se instaló en el asiento trasero. Aunque hacía rato que había guardado el arma en la pistolera, no la había cerrado y mantenía la mano cerca.
De Spain puso el coche en marcha con una sacudida que me hizo chocar contra el respaldo. Llegamos a la esquina más cercana, en dirección este, en dos ruedas. Un voluminoso coche negro con faros auxiliares rojos sólo se encontraba a media manzana y se aproximaba rápidamente cuando giramos.
De Spain escupió por la ventanilla y masculló:
—Es el jefe. Llegará tarde hasta a su propio funeral. Chico, esta vez nos salvamos por los pelos.
—Sí…, por un paro forzoso de treinta días —replicó Pequeñajo disgustado desde el asiento trasero.
—Mantén el pico cerrado y puede que regreses a Homicidios.
—Prefiero ir de paisano y comer —replicó Pequeñajo. De Spain condujo a toda velocidad unas diez manzanas y luego aminoró la marcha.
—Éste no es el camino a la central —opinó Pequeñajo.
—No digas más gilipolleces —replicó De Spain. Dejó que el coche se arrastrara, torció a la izquierda en una tranquila y oscura calle residencial bordeada de coníferas y casas pequeñas e iguales emplazadas en jardines pequeños e iguales. Frenó lentamente, se acercó al bordillo y apagó el motor. Pasó un brazo por encima del respaldo del asiento y se volvió para mirar al menudo policía uniformado «con ojos de lince».
—Pequeñajo, ¿crees que este tío se la cargó?
—Su pistola ha sido disparada.
—Saca la linterna y observa su nuca.
Pequeñajo protestó, buscó algo en el maletero, se oyó un chasquido metálico y el blanco haz cegador de una linterna acampanada de grandes dimensiones iluminó mi cabeza. Oí muy cerca la respiración del hombre menudo. Se estiró e hizo presión sobre el sitio de la nuca que me dolía. Chillé. La linterna se apagó y la negrura de la calle volvió a rodearnos.
—Me parece que lo golpearon —dijo Pequeñajo.
—Igual que a la chica —añadió De Spain—. No se nota mucho, pero la golpearon. Le pegaron para quitarle la ropa y arañarla antes de dispararle, para que los arañazos sangraran y pareciesen ya sabes qué. Después le dispararon con un arma envuelta en una toalla. Nadie oyó el disparo. Pequeñajo, ¿quién hizo la denuncia?
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? Un tipo llamó dos o tres minutos antes de que entrases en la central, mientras Reed seguía buscando un fotógrafo. Según la telefonista, era un hombre de voz gruesa.
—De acuerdo. Pequeñajo, si tú lo hubieras hecho, ¿cómo habrías salido?
—Andando —respondió Pequeñajo—. ¿Por qué no? Oiga, ¿por qué no salió andando? —me preguntó.
—Me gusta guardar mis secretos —respondí.
—Pequeñajo, ¿verdad que no se te ocurriría cruzar el pozo de ventilación? —inquirió De Spain impávido—. ¿A que no entrarías por asalto en el apartamento contiguo y fingirías ser el tipo que vive allí? ¿No llamarías a la policía y le dirías que subiera y atrapara al asesino?
—Coño, ¿ha sido este tío el que llamó? —preguntó Pequeñajo—. No, yo no haría ninguna de esas cosas.
—El asesino tampoco, salvo la última —prosiguió De Spain—. Fue el asesino quien llamó.
—Los pervertidos sexuales hacen cosas raras —opinó Pequeñajo—. Tal vez éste contó con ayuda y el otro intentó dejarlo en la estacada después de aporrearlo.
De Spain rió fríamente.
—Hola, pervertido —dijo y me hundió en las costillas un dedo tan sólido como un cañón de un revólver—. Somos un par de gilipollas que estamos aquí y tiramos nuestros trabajos por la borda…, mejor dicho, el único de nosotros que tiene trabajo, y discutimos mientras usted, que conoce todas las respuestas, no ha abierto la boca. Ni siquiera sabemos quién era la señora.
—Una pelirroja que me ligué en el bar del Club Conried. Mejor dicho, ella me ligó a mí.
—¿No sabe cómo se llamaba ni ningún otro dato?
—No, fue muy discreta. La ayudé a salir, me pidió que la alejara de ese lugar y mientras la subía al coche alguien me golpeó. Recobré el conocimiento en el suelo del apartamento y la chica estaba muerta.
—¿Y qué hacía usted en el bar del Club Conried? —quiso saber De Spain.
—Fui a cortarme el pelo. ¿Qué se hace en un bar? La pelirroja estaba nerviosa, parecía asustada y vació su vaso en la cara del jefe de planta. La compadecí.
—Yo también me compadezco de las pelirrojas —reconoció De Spain—. Quien lo golpeó debió de ser un elefante si es que lo subió hasta el apartamento.
—¿Alguna vez lo han golpeado? —pregunté.
—No —replicó De Spain—. Pequeñajo, ¿te han pegado alguna vez?
Con un tono muy desagradable, Pequeñajo dijo que nunca lo habían golpeado.
—Bien, es como una borrachera —añadí—. Probablemente recobré el conocimiento en el coche y el tío tenía un arma que me mantuvo tranquilo. Me obligó a subir al apartamento con la chica. Es posible que ella lo conociese. Una vez que estuve arriba volvió a golpearme para que no recordara lo ocurrido entre las dos palizas.
—Ya lo he oído y nunca me lo he creído realmente —aseguró De Spain.
—Pues es así —insistí—. Tiene que ser así porque no recuerdo y no es posible que un individuo me trasladara hasta arriba sin ayuda.
—Yo podría —reconoció De Spain—. He acarreado tipos más pesados que usted.
—De acuerdo —acepté—. Me subió a hombros. Y ahora, ¿qué hacemos?
—No entiendo para qué se tomó tantas molestias —intervino Pequeñajo.
—Golpear a un tío no es ninguna molestia —aseguró De Spain—. Pásame el cacharro y la cartera.
Pequeñajo titubeó y se los entregó. De Spain olisqueó el arma y la dejó caer al desgaire en el bolsillo de mi lado. Abrió la cartera, la acercó a la luz del salpicadero y la guardó. Arrancó el coche, dio la vuelta en «u» en mitad de la manzana, salió disparado hacia Arguello Boulevard, torció hacia el este y paró delante de una bodega con un letrero de neón rojo. La tienda estaba abierta incluso a esa hora de la noche.
De Spain dijo por encima del hombro:
—Pequeñajo, corre y telefonea a recepción. Dile al sargento que tenemos una buena pista y que estamos a punto de detener a un sospechoso del asesinato de Brayton Avenue. Dile que le diga al jefe que no se sulfure.
Pequeñajo se apeó del coche, cerró de un portazo la portezuela trasera, estuvo a punto de decir algo y cruzó rápidamente la acera en dirección a la tienda.
De Spain puso el coche en marcha y aceleró hasta sesenta por hora en la primera manzana. Rió roncamente. En la siguiente llegó a setenta y cinco, serpenteó por diversas calles y volvió a detenerse bajo un pimentero, delante de una escuela.
Recuperé la pistola cuando se estiró para poner el freno de mano. Rió secamente y escupió por la ventanilla abierta.
—Vale —dijo—. Para eso la puse en ese bolsillo. He hablado con Violets M’Gee. El periodista me llamó desde Los Ángeles. Han encontrado a Matson. En este momento están atormentando al encargado de la casa de apartamentos.
Me arrinconé en el costado del coche y sostuve relajadamente la pistola entre las rodillas.
—Poli, ya no estamos en los límites de Bay City —comenté—. ¿Qué dijo M’Gee?
—Dijo que le dio una pista sobre Matson y que no sabía si lo había contactado. El encargado de la casa de apartamentos, cuyo nombre no oí, intentaba tirar un cadáver en el callejón cuando un par de polis de patrulla lo descubrió. M’Gee dijo que si usted hubiese contactado a Matson y conociera su versión, ahora estaría metido en un lío y probablemente habría recibido una paliza y recobraría el conocimiento junto a un fiambre.
—No contacté a Matson.
Noté que De Spain me miraba atentamente por debajo de sus cejas salientes y oscuras.
—Pues está metido en un buen fregado.
Con la mano izquierda saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí con el mechero del coche. Mantuve la pistola en la derecha. Dije:
—Tengo la impresión de que usted se dirigía hacia aquí, de que ni siquiera lo han destinado a este caso y de que ha detenido a alguien después de cruzar los límites de la ciudad. ¿En qué lo convierte todo esto?
—En un cubo de mierda…, a menos que entregue algo que valga la pena.
—Ése soy yo —deduje—. Deberíamos aliarnos y desentrañar los tres asesinatos.
—¿Tres?
—Así es. Los de Helen Matson, Harry Matson y la esposa del doctor Austrian. Están relacionados.
—Di esquinazo a Pequeñajo porque es un tío de poca monta, al jefe le gustan los tipos así y Pequeñajo puede hacerme cargar con las culpas —afirmó De Spain—. ¿Por dónde empezamos?
—Podríamos empezar por buscar a Greb, un analista que tiene su laboratorio en el Colegio de Médicos y Cirujanos. Sospecho que entregó un informe falso sobre la muerte de la señora Austrian. ¿Y si dan la voz de alarma sobre usted?
—Utilizan la radio de Los Ángeles y no apelarán a ella para detener a uno de sus agentes.
De Spain se echó hacia adelante y volvió a arrancar el coche.
—Devuélvame la cartera y así podré guardar el arma.
Rió roncamente y me la entregó.