La vecina muerta

Yo olía a ginebra de la cabeza a los pies. No era algo casual, como si hubiese bebido algunas copas, sino como si el Océano Pacífico fuera ginebra pura y me hubiese zambullido con la ropa puesta. La ginebra estaba en mi pelo, en mis cejas, en mi cara y en la camisa, a la altura de la barbilla. No llevaba la chaqueta, estaba tendido en una alfombra ajena y miraba una foto enmarcada que reposaba al cabo de una repisa. El marco era de madera veteada y la foto pretendía ser artística, resaltando una cara larga, delgada y desdichada, pero lo único que conseguía era que el rostro tuviese precisamente ese aspecto: largo, delgado y desdichado bajo una melena lisa y clara que parecía pintada sobre un cráneo reseco. En un ángulo de la foto, detrás del cristal, había una inscripción que no llegué a leer.

Me erguí, me presioné la sien y experimenté una punzada de dolor que me llegó a las plantas de los pies. Gemí, por orgullo profesional convertí la queja en protesta, me estiré lenta y cuidadosamente y miré el pie de la cama empotrada extendida, junto a la cual había otra igual. Ésta seguía cerrada y en la pared había un atisbo de diseño pintado en la madera esmaltada. Al moverme, una botella de ginebra rodó sobre mi pecho y cayó al suelo. Estaba transparente, vacía. En ningún momento pensé que pudiera haber tanta ginebra en una botella.

Me arrodillé, estuve un rato a gatas y olisqueé a mi alrededor como un perro que no puede limpiar el plato y, al mismo tiempo, detesta dejar comida. Hice girar la cabeza alrededor del cuello. Me dolía. La moví un poco más y, como seguía doliéndome, me puse en pie y me percaté de que no llevaba puestos los zapatos.

El apartamento me pareció bonito, ni demasiado barato ni demasiado caro: los muebles al uso, la habitual lámpara de pie, la acostumbrada alfombra duradera. En la cama bajada yacía una chica, ataviada con un par de medias de seda tostadas. Tenía arañazos profundos que habían sangrado y sobre su vientre descansaba una toalla gruesa, casi arrollada. Sus ojos estaban abiertos. El pelo rojo con raya al medio y echado para atrás como si lo detestara seguía así, pero ya no lo odiaba.

Era cadáver.

Por encima y hacia el interior del pecho izquierdo vi una quemadura del tamaño de la palma de la mano de un hombre y, en el centro, un poco de sangre brillante. La sangre había corrido por uno de los lados de su cuerpo, pero estaba seca.

Vi prendas de vestir sobre el sofá, casi todas de la chica y también mi chaqueta. Los zapatos estaban en el suelo: los míos y los suyos. Me acerqué andando como si pisara hielo a punto de quebrarse, recogí mi chaqueta y palpé los bolsillos. Por lo que recordaba, me pareció que no faltaba nada. La pistolera que rodeaba mi cuerpo estaba vacía, como era de esperar. Me calcé y me puse la chaqueta, acomodé la pistolera vacía bajo la axila, me acerqué a la cama y levanté la pesada toalla. Un arma cayó al suelo: mi pistola. Limpié la sangre del cañón, olí la boca sin motivo aparente y, sin hacer ruido, la guardé en la sobaquera.

Pesados pasos sonaron en el pasillo, al otro lado de la puerta del apartamento, y se detuvieron. Oí murmullos y alguien llamó: unos golpecitos rápidos, secos e impacientes. Miré la puerta y me pregunté cuánto tardarían en girar el pomo, si la cerradura estaría abierta y, en el caso de que no lo estuviera, cuánto tardarían en hacer que el portero subiera con la llave maestra, si es que ya no estaba al otro lado. No había terminado de hacerme preguntas cuando una mano intentó abrir la puerta. Tenía el cerrojo echado.

Me pareció muy divertido. Estuve a punto de reír a mandíbula batiente.

Me acerqué a otra puerta que daba al cuarto de baño. Había dos toallas en el suelo, una alfombrilla de baño perfectamente doblada sobre el borde de la bañera y encima una ventana de cristal. Cerré silenciosamente la puerta del cuarto de baño, me subí en el borde de la bañera y levanté la mitad inferior de la ventana de guillotina. Asomé la cabeza y miré seis plantas más abajo, contemplé la oscuridad de una calle lateral bordeada de árboles. Para hacerlo tuve que mirar a través de la ranura formada por dos muros cortos y vacíos, poco más que un pozo de ventilación. Las ventanas estaban emparejadas y todas se abrían en la misma pared, frente al extremo abierto de la ranura. Me asomé un poco más y llegué a la conclusión de que, si lo intentaba, podría llegar a la ventana de al lado. Me pregunté si estaba cerrada, si me serviría de algo y si tendría tiempo antes de que abrieran la puerta.

A mis espaldas, más allá de la puerta cerrada del cuarto de baño, las llamadas sonaron más fuertes y más enérgicas y una voz ordenó:

—Abran o echamos la puerta abajo.

Eso no tenía sentido. Sólo era la fraseología habitual de la pasma. No derribarían la puerta porque podían conseguir la llave y porque, además, patear ese tipo de puerta sin un hacha como la de los bomberos requiere mucho esfuerzo y te puedes dañar los pies.

Cerré la mitad inferior de la ventana, bajé la superior y cogí una toalla. Volví a abrir la puerta y mis ojos vieron el rostro de la foto enmarcada en la repisa. Necesitaba leer la inscripción antes de irme. Me acerqué y le eché un vistazo mientras alguien seguía aporreando coléricamente la puerta. La dedicatoria decía: Con todo mi amor, Leland.

Esa frase convertía en un sinvergüenza al doctor Austria. Me hice con la foto, regresé al cuarto de baño y volví a cerrar la puerta. La metí bajo la ropa y las toallas sucias del armario. Si eran polis avezados, tardarían un rato en encontrarla. Si estábamos en Bay City, probablemente nunca darían con ella. No encontré ningún motivo por el cual tuviéramos que estar en Bay City, salvo que era muy probable que Helen Matson viviese allí y que el aire que se colaba por la ventana del cuarto de baño olía a mar.

Me escurrí a través de la mitad superior de la ventana con la toalla en la mano y balanceé el cuerpo hacia la de al lado, aferrado a una hoja móvil de la que acababa de dejar. Apenas llegaría a levantar la ventana contigua, siempre y cuando no tuviese echado el pestillo. No estaba trabada. Di un puntapié y pateé el cristal por encima del cierre. Hizo tanto ruido que tendría que haberse oído a un kilómetro. Los aporreos a la puerta continuaron monótonamente.

Me envolví la toalla alrededor de la mano izquierda, estiré los brazos cuanto pude, pasé la mano por el cristal roto y accioné el cierre de la ventana. Pasé al otro alféizar y me estiré para subir la ventana por la que acababa de salir. Podían quedarse con las huellas dactilares. No me veía capaz de demostrar que no había estado en el apartamento de Helen Matson. Lo único que me interesaba era la posibilidad de demostrar cómo había entrado.

Miré calle abajo. Un hombre estaba a punto de subir a un coche. Ni siquiera me miró. En el apartamento en el que me disponía a entrar no se encendió ninguna luz. Bajé la hoja móvil y entré. La bañera estaba llena de añicos de cristal. Llegué al suelo, encendí la luz, recogí los cristales de la bañera, los metí en la toalla y la escondí. Utilicé otra toalla que no me pertenecía para limpiar el alféizar y el borde de la bañera, donde me había apoyado. Desenfundé la pistola y abrí la puerta del cuarto de baño.

Era un apartamento más grande que el anterior. La habitación que contemplé tenía dos camas gemelas con fundas rosadas contra el polvo. Estaban hechas y se hallaban vacías. Después del dormitorio se encontraba la sala. Todas las ventanas estaban cerradas y el piso olía a cerrado y a polvo. Encendí una lámpara de pie, pasé el dedo por el brazo de un sillón y miré el polvo acumulado. Junto al sillón había una radio, un estante que parecía una carbonera, una enorme librería llena de novelas que aún conservaban las sobrecubiertas, una cómoda de madera oscura con un sifón y una licorera y cuatro vasos rayados y puestos boca abajo. Olí la licorera, que contenía escocés, y me serví un trago. La cabeza me dolió un poco más, pero me sentí mejor.

Dejé la luz encendida, regresé al dormitorio y hurgoneé en la cómoda y los armarios. En uno había ropa de hombre, hecha a medida, y el sastre había escrito el nombre del cliente en una etiqueta: George Talbot. Las Prendas de George eran algo pequeñas para mí. Revisé la cómoda y di con un pijama que pensé que me sentaría bien. En el armario encontré albornoz y zapatillas. Me quedé en cueros.

Cuando salí de la ducha, apenas olía a ginebra. Como no había ruidos ni aporreos en ninguna parte, supe que los polis estaban en el apartamento de Helen Matson con sus trozos de tiza y sus cintas métricas. Me puse el pijama, las zapatillas y el albornoz del señor Talbot, me apliqué en el pelo su tónico capilar y utilicé su cepillo y su peine. Abrigué la esperanza de que el señor Talbot y su esposa se lo estuvieran pasando pipa dondequiera que estuviesen y que no se viesen obligados a regresar apresuradamente a casa.

Volví a la sala, me serví otro largo del escocés de Talbot y encendí uno de sus cigarrillos. Quité el cerrojo a la puerta del apartamento. Un hombre tosió muy cerca, en el pasillo. Abrí la puerta, me apoyé en el marco y miré hacia afuera. Un tío de uniforme estaba apoyado en la pared de enfrente; era un individuo menudo, rubio y con ojos de lince. La raya de sus pantalones azules era afilada como un cuchillo y parecía un sujeto metódico, limpio, competente y curioso.

Bostecé y pregunté:

—Agente, ¿qué pasa?

Me observó con sus agudos ojos pardo rojizos salpicados de dorado, color que casi nunca se ve en un rubio.

—Ha habido algunos problemillas en el piso de al lado. ¿Oyó algo? —su tono era ligeramente irónico.

—¿En casa de la del pelo color zanahoria? —pregunté—. Ja, ja. La buscona a lo grande. ¿Quiere un trago?

El poli no dejó de mirarme atentamente y luego gritó pasillo abajo:

—¡Eh, Al!

Un sujeto se asomó por una puerta abierta. Medía más de metro ochenta, pesaba cerca de cien kilos, tenía el pelo negro grueso y ojos hundidos e inexpresivos. Se trataba de Al de Spain, al que yo había conocido esa noche en la central de Bay City.

Bajó por el pasillo sin prisas. El poli de uniforme añadió:

—Aquí está el vecino de al lado.

De Spain se acercó y me miró a los ojos. Los suyos eran tan expresivos como un trozo de pizarra negra. Habló casi con suavidad:

—¿Quién es usted?

—Soy George Talbot —repliqué y logré no vacilar.

—¿Ha oído algún ruido extraño? Quiero decir, ¿ha oído algún ruido antes de que llegáramos?

—Bueno, supongo que alrededor de medianoche hubo una pelotera. Pero aquí no es ninguna novedad —señalé con el pulgar el apartamento de la chica muerta.

—¿De veras? ¿Conocía a la señora?

—No, y creo que no me gustaría conocerla.

—Ni falta que hace —añadió De Spain—. Se la han cargado.

Apoyó una sólida manaza en mi pecho y me hizo retroceder hasta el interior del apartamento. Mantuvo la mano sobre mi pecho, su mirada descendió rápidamente hacia los bolsillos del albornoz y volvió a mirarme a la cara. Cuando me tuvo a dos metros y medio de la puerta, dijo por encima del hombro:

—Pequeñajo, entra y cierra la puerta.

Pequeñajo entró y cerró la puerta, brillantes sus ojos pequeños y sagaces.

—Vaya truco —comentó De Spain con gran indiferencia—. Pequeñajo, apúntale.

Pequeñajo abrió su pistolera negra de cinturón y veloz como un rayo sostuvo en la mano un arma de reglamento. Se humedeció los labios.

—Vaya, chico —murmuró—. Vaya, chico —abrió el sujetaesposas y se dispuso a retirarlas—. Al, ¿cómo lo supiste?

—¿Cómo supe qué? —De Spain no dejó de mirarme a los ojos. Me habló con delicadeza—: ¿Qué pensaba hacer, bajar a comprar el periódico?

—Claro —dijo Pequeñajo—. Seguro que es el asesino. Entró por la ventana del cuarto de baño y se puso la ropa del tío que vive aquí. Los ocupantes del apartamento están fuera, mira el polvo. No hay una sola ventana abierta y el piso huele a cerrado.

—Pequeñajo es un policía que utiliza métodos científicos —comentó De Spain serenamente—. Pero no se deprima, algún día meterá la pata.

—Si es tan bueno, ¿para qué viste uniforme? —pregunté.

Pequeñajo se ruborizó y De Spain ordenó:

—Pequeñajo, busca deprisa su ropa y su arma. Es nuestra oportunidad si actuamos deprisa.

—Ni siquiera te han destinado a este caso —se quejó Pequeñajo.

—¿Qué puedo perder?

—Yo puedo perder este uniforme.

—Chico, hay que correr riesgos. El idiota de al lado, Reed, no sería capaz de atrapar una mariposa en una caja de zapatos.

Pequeñajo corrió al dormitorio. De Spain y yo permanecimos inmóviles, si bien retiró la mano de mi pecho.

—No me diga nada —pidió parsimoniosamente—. Déjeme deducirlo.

Oímos que Pequeñajo se afanaba abriendo puertas. Escuchamos un aullido como el de un terrier cuando huele una ratonera. Pequeñajo regresó a la sala con mi pistola en la mano derecha y mi cartera en la izquierda. Sostenía el arma por la mira, con la ayuda de un pañuelo.

—Esta pistola fue disparada —afirmó—. Y este tío no se llama Talbot.

De Spain no volvió la cabeza ni se sorprendió. Me sonrió apenas y casi no movió las comisuras de su boca ancha y bastante cruel.

—Ni que lo digas —afirmó—. Ni que lo digas —me apartó con una mano firme como una tenaza—. Vístase, encanto… y no se preocupe por la corbata. Hay sitios en donde nos están esperando.