El caballero de la prensa

En Western Avenue di con una cabina y telefoneé a la oficina del sheriff. Violets M’Gee seguía allí y estaba a punto de irse a su casa.

—¿Cómo se llama tu cuñado, el que trabaja para el periodicucho de Bay City? —pregunté.

—Kincaid. Lo llaman Muñeco Kincaid. Es un buen muchacho.

—¿Dónde puede estar a esta hora?

—Suele estar en el ayuntamiento. Creo que hace la ronda de la policía. ¿Para qué lo quieres?

—He visto a Matson —respondí—. ¿Sabes dónde se hospeda?

—No. Sólo me telefoneó. ¿Qué tal te ha caído?

—Haré lo que pueda por él. ¿Estarás esta noche en tu casa?

—No veo por qué no. ¿Por qué me lo preguntas?

No respondí. Subí al coche y puse rumbo a Bay City. Llegué alrededor de las nueve. El departamento de policía ocupaba seis estancias del ayuntamiento, que pertenecía a una zona de mala muerte. Pasé delante de un corro de lameculos y franqueé una puerta abierta en dirección al sitio donde había luz y un mostrador. En el ángulo vi un tablero de intercambio de artículos entre periódicos y detrás a un individuo de uniforme.

Apoyé un brazo en el mostrador y un tío vestido de paisano, sin chaqueta y con una sobaquera que tenía el tamaño de una pata de palo apartó un ojo del periódico, me preguntó qué quería y acertó en la escupidera sin girar la cabeza más de tres centímetros.

—Busco a Muñeco Kincaid.

—Ha salido a cenar. Yo lo reemplazo —respondió con voz firme y ecuánime.

—Gracias. ¿Hay aquí sala de prensa?

—Sí. También tenemos lavabo, ¿quiere verlo?

—Vayamos despacio —propuse—. No pretendo pasarme de listo en su ciudad.

—Volvió a darle a la escupidera.

—La sala de prensa está pasillo abajo, pero no hay nadie. Muñeco no tardará mucho, a menos que se haya ahogado en una gaseosa.

Un joven de huesos pequeños, rostro delicado, piel sonrosada y expresión de inocencia entró en la sala, con un bocadillo de hamburguesa a medio comer en la mano izquierda. Su sombrero, igual al de un periodista de película, estaba encajado en la coronilla de su cabeza pequeña y rubia. Llevaba desabrochado el botón del cuello de la camisa y la corbata girada hacia un lado. Las puntas le colgaban sobre la chaqueta. La única pega era que le faltaba estar borracho para representar a un periodista cinematográfico. Preguntó con desenfado:

—Chicos, ¿hay alguna novedad?

El fornido hombre de paisano, de pelo negro, volvió a darle a su escupidera personal y replicó:

—Me han dicho que el alcalde se cambió los calzoncillos, pero no es más que un rumor —el joven menudo sonrió mecánicamente y se dio la vuelta. El poli añadió—: Muñeco, este tío quiere verte.

Kincaid tragó un bocado de hamburguesa y me miró ilusionado.

—Soy amigo de Violets —dije—. ¿Dónde podemos hablar?

—Vayamos a la sala de prensa.

El poli de pelo negro me observó mientras salíamos. Puso cara de que tenía ganas de incordiar y de que yo era un buen candidato.

Caminamos por el pasillo hacia el fondo y entramos en una habitación que contenía una mesa larga, vacía y muy arañada, tres o cuatro sillas de madera y un montón de periódicos en el suelo. En un extremo de la mesa había dos teléfonos y en el centro exacto de cada pared una foto cochambrosa y enmarcada de Washington, Lincoln, Horace Greeley y la cuarta no la reconocí. Kincaid cerró la puerta, se sentó en una punta de la mesa, apoyó una pierna sobre el tablero y acabó el bocadillo.

—Soy John Dalmas, detective privado de Los Ángeles —le expliqué—. ¿Qué tal si damos un paseo hasta el setecientos treinta y seis de Altair Street y me dice lo que sabe del caso Austrian? Quizá sea mejor que telefonee a M’Gee y le pida que nos presente —le entregué mi tarjeta.

El joven sonrosado quitó rápidamente la pierna de la mesa, se guardó la tarjeta en el bolsillo sin mirarla y me habló al oído:

—Calle.

Se acercó despacio a la foto enmarcada de Horace Greeley, la apartó de la pared y apretó un cuadrado de pintura. Éste cedió…, pues era tela pintada. Kincaid me miró y enarcó las cejas, Asentí con la cabeza. Dejó la foto en su sitio y regresó a mi lado.

—Hay un micrófono —dijo en voz baja—. No sé quién escucha ni cuándo, ni siquiera si el maldito aparato funciona o no.

—A Horace Greeley le habría encantado —opiné.

—Seguro. Esta noche todo está muy tranquilo. Supongo que puedo salir. De todos modos Al de Spain me cubrirá. —Habló con tono normal.

—¿El poli de pelo negro?

—El mismo.

—¿Por qué está tan enfadado?

—Porque lo han degradado a policía de patrulla interino. Esta noche ni siquiera trabaja. Se limita a estar aquí y es tan violento que haría falta todo el departamento de policía para echarlo.

Miré hacia el micrófono y fruncí el ceño.

—No se preocupe —dijo Kincaid—. Tengo que darles algo para que piensen.

Se acercó a un sucio lavabo del rincón, se lavó las manos con jabón y se las secó con el pañuelo. Estaba guardándolo cuando se abrió la puerta. Un hombre pequeño, maduro y canoso se detuvo en el umbral y nos miró inexpresivamente.

—Buenas noches, jefe, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó Muñeco Kincaid.

El jefe me observó en silencio y sin entusiasmo. Tenía los ojos color verde mar, la boca apretada y firme, nariz de hurón y un malsano color de piel. No tenía pinta de policía. Asintió ligeramente con la cabeza y preguntó:

—¿Quién es su amigo?

—Es amigo de mi cuñado… Es detective privado en Los Ángeles. Veamos… —desesperado, Kincaid buscó mi tarjeta, que había guardado en el bolsillo. Ni siquiera se acordaba de mi nombre.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó el jefe bruscamente—. ¿Es detective privado? ¿Qué asunto lo trae por aquí?

—Yo no he dicho que esté aquí por un asunto concreto —dije.

—Me alegro —replicó—. Me alegro mucho. Buenas noches.

Abrió la puerta, salió deprisa y dio un portazo.

—Es el jefe Anders, un tío maravilloso —afirmó Kincaid a gritos—. No se puede pedir nada mejor.

El joven me miró con cara de conejo asustado.

—En Bay City nunca han tenido nada mejor —respondí con el mismo vigor.

Por mi cabeza se cruzó la idea de que Kincaid se iba a desmayar, pero no pasó nada. Salimos por la puerta principal del ayuntamiento, subimos a mi coche y nos fuimos.

Estacioné en Altair Street, frente a la residencia del doctor Leland Austrian. No había viento y bajo la luna se percibía una ligera bruma. Un ligero y agradable olor a agua salobre y a algas subía por el acantilado desde la playa. Pequeñas luces de posición iluminaban el puerto deportivo y las líneas trémulas de los tres muelles. Mar adentro, un gran barco pesquero tenía luces colgadas de los mástiles y de los topes de los palos las hileras luminosas bajaban hasta la proa y la popa. Probablemente en cubierta se dedicaban a otras cosas que no eran la pesca.

En esa manzana, Altair Street era un callejón sin salida, quedaba interrumpida por una elevada y decorativa verja de hierro que rodeaba una enorme mansión. Las casas sólo se alzaban en la acera que daba a tierra, en solares de veinticinco o treinta metros, bastante distanciados entre sí. Del lado del mar había una acera estrecha y un muro bajo, más allá del cual el acantilado caía casi a pico.

Muñeco Kincaid estaba arrinconado en el asiento y la colilla roja del cigarrillo brillaba intermitentemente delante de su cara menuda y desdibujada. La casa de los Austrian estaba a oscuras salvo por la pequeña luz situada sobre el reborde en el que se encontraba la puerta principal. Era una casa de estuco, con muro en el jardín delantero, puertas de hierro y el garaje adosado al muro. Una senda de cemento iba desde la puerta lateral del garaje hasta la de servicio de la casa. En el muro, junto a las puertas, estaba atornillada una placa de bronce y supe que decía: Leland M. Austrian, médico.

—Muy bien —dije—. ¿Qué pasa con el caso Austrian?

—No pasa nada —respondió Kincaid lentamente—. Pero usted está a punto de meterme en un lío.

—¿Por qué lo dice?

—A través del micrófono alguien debió de oírle mencionar las señas de los Austrian. Por eso el jefe Anders entró a verlo.

—Puede que De Spain dedujera que soy detective, lo digo por mi aspecto. Tal vez se chivó.

—No, De Spain detesta al jefe. Joder, hasta hace una semana era teniente de detectives. Anders no quiere que nos metamos con el caso Austrian. No nos permitiría escribir sobre el tema.

—Buena prensa tenéis en Bay City.

—Tenemos buen clima… y la prensa no es más que un hato de chivatos.

—De acuerdo —acepté—. Su cuñado es detective de la brigada de homicidios de la oficina del sheriff. Salvo uno, todos los periódicos de Los Ángeles están a favor del sheriff. Es la ciudad en la que vive y, como tantos otros, tiene trapos sucios que podrían salir a la luz. Por eso está asustado, ¿no?

Muñeco Kincaid arrojó la colilla por la ventanilla. La vi trazar un delgado arco rojo y yacer rosada sobre la acera estrecha. Me eché hacia adelante y puse el motor en marcha.

—Le pido disculpas —añadí—. No volveré a molestarlo.

Me lié con las marchas y el coche se deslizó un par de metros hasta que Kincaid se estiró y puso el freno de mano.

—No soy un miedica —puntualizó secamente—. ¿Qué quiere saber?

Apagué el motor y me recosté en el asiento con las manos sobre el volante.

—En primer lugar, ¿por qué le quitaron la licencia a Matson? Es mi cliente.

—Ah… Matson. Se dice que intentó sacarle dinero al doctor Austrian. No sólo le quitaron la licencia, también lo expulsaron de la ciudad. Una noche, un par de tíos armados lo metieron en un coche, le dieron una paliza y le dijeron que se largase o se atuviera a las consecuencias. Lo denunció en la central y las risas se oyeron en varias manzanas. No creo que fueran polis.

—¿Conoce a alguien llamado Gran Mentón?

Muñeco Kincaid pensó.

—No. El chofer del alcalde, un sujeto llamado Moss Lorenz, tiene una mandíbula en la que se puede poner un piano, pero nunca oí que lo llamaran Gran Mentón. En otros tiempos trabajó para Vance Conried. ¿Oyó hablar de Conried?

—De eso estoy al corriente. Si Conried quería deshacerse de alguien que lo molestaba, sobre todo de alguien que le había creado problemas en Bay City, Lorenz sería el tipo ideal porque el alcalde tendría que encubrirlo… al menos hasta cierto punto.

—¿Deshacerse de quién? —preguntó Muñeco Kincaid con tono súbitamente ronco y tenso.

—A Matson no sólo lo expulsaron de la ciudad —expliqué—. Lo siguieron hasta un bloque de apartamentos de Los Ángeles y un individuo apodado Gran Mentón le hizo el viaje. Sin duda Matson seguía trabajando en lo que estaba haciendo antes de que lo echaran.

—¡Caray! —susurró Muñeco Kincaid—. No tenía idea.

—La policía de Los Ángeles tampoco, al menos hasta que yo me fui. ¿Conoció personalmente a Matson?

—Muy poco.

—¿Diría que era un tipo honrado?

—Bueno, tan honrado como…, sí, supongo que era buena persona. Caramba, ¿ha dicho que le hicieron el viaje?

—¿Diría que era tan honrado como suele serlo un detective privado? —insistí.

Rió a causa de la tensión, el nerviosismo y la sorpresa, no por diversión.

Un coche viró al cabo de la calle, se detuvo junto al bordillo y los faros se apagaron. Nadie se apeó.

—¿Qué me dice del doctor Austrian? —pregunté—. ¿Dónde estaba cuando asesinaron a su esposa?

Muñeco Kincaid pegó un brinco.

—Caramba, ¿quién dice que la asesinaron?

—Creo que Matson intentaba decirlo, pero hacía más esfuerzos por intentar que le pagaran por no decirlo que por expresarlo. Sea como fuere, eso le granjeó enemigos y al final se lo cargaron con un trozo de tubo de plomo. Según mi corazonada, es obra de Conried porque no le gusta que alguien lo obligue a pagar, salvo si se trata de un trabajo limpio. Por otro lado, para el club de Conried es mejor que el doctor Austrian asesine a su esposa en lugar de que ella se suicide en virtud de que perdió hasta las bragas en las mesas de ruleta de Conried. Puede que no sea lo mejor del mundo para el club, pero no es tan negativo. Por eso no entiendo que Conried liquidara a Matson por hablar de asesinato. Deduzco que también sacó a colación otro asunto.

—¿Tantas conjeturas le permiten llegar a alguna conclusión? —preguntó amablemente Muñeco Kincaid.

—No. Es algo que hago por la noche, mientras me pongo crema en la cara. Hablemos del tío del laboratorio, el que tomó la muestra de sangre. ¿Quién es?

Kincaid encendió otro cigarrillo y miró hacia el coche que había parado delante de la casa de la esquina. Ahora los faros estaban encendidos y avanzaba lentamente.

—Un tal Greb —dijo el joven—. Tiene un pequeño despacho en el Colegio de Médicos y Cirujanos y trabaja para ellos.

—No es oficial, ¿verdad?

—No, pero aquí no hay analistas de laboratorio. Además, los empresarios de las funerarias hacen turnos semanales para hacer de forenses. El jefe lo lleva como le da la gana.

—¿Y por qué le interesa controlar esto?

—Puede que porque quizá recibe órdenes del alcalde, que a su vez recibe indirectas de los jugadores para los que trabaja Vance Conried o de éste en persona. Quizá Conried no quiere que sus patrones se enteren de que estuvo involucrado en un caso de asesinato, lo que podría desprestigiar al club.

—Exacto —confirmé—. Ese tío que está calle abajo no sabe dónde vive.

El coche seguía avanzando lentamente, pegado al bordillo. Pese a que los faros estaban apagados, no dejaba de moverse.

—Mientras sigo vivito y coleando más vale que sepa que la enfermera de la consulta del doctor Austrian es la esposa de Matson —añadió Muñeco Kincaid—. Es una pelirroja devoradora de hombres que, aunque no es bonita, tiene curvas muy peligrosas.

—Personalmente, las prefiero rellenitas —reconocí—. Bájese del coche, métase en el asiento trasero, tiéndase en el suelo y hágalo deprisa.

—Pero si…

—¡Haga lo que le digo! —ordené—. ¡Muévase!

La portezuela de la derecha se abrió y el hombrecillo escapó como una bocanada de humo. La portezuela se cerró. Oí que se abría la trasera, eché un vistazo hacia atrás y vi una forma oscura agazapada en el suelo del coche. Me deslicé hacia la derecha, abrí la portezuela y salí a la acera estrecha que discurría por el borde del acantilado.

El otro coche estaba muy cerca. Los faros se encendieron y yo me agaché. Las luces se movieron para iluminar mi coche, se enderezaron, el coche se detuvo enfrente y lentamente quedó a oscuras. Era un pequeño cupé negro. Durante un minuto no pasó nada, luego se abrió la portezuela izquierda y se apeó un hombre fornido que echó a andar hacia mi lado de la calle empedrada. Saqué el arma de la sobaquera, la encajé en el cinturón y me abroché el último botón de la chaqueta. Rodeé la parte trasera de mi coche para ir al encuentro del hombre fornido.

Frenó en seco al verme. Las manos le colgaban vacías a los lados del cuerpo. Llevaba un cigarro en la boca.

—Policía —dijo concisamente. Levantó lentamente la mano derecha hacia la cadera—. Hace una noche bonita, ¿no le parece?

—Fantástica —repliqué—. Hay un poco de bruma, pero a mí me va. Suaviza el ambiente y…

Me interrumpió bruscamente y preguntó:

—¿Dónde está el otro?

—¿Cómo dice?…

—Forastero, no se pase de listo. Vi un cigarrillo en el lado derecho de su coche.

—Era yo —aseguré—. Ignoraba que está prohibido fumar en el lado derecho del coche.

—Venga ya, listillo. ¿Quién es y qué hace aquí? Su rostro grueso y seboso reflejaba la luz tamizada por el aire suave y neblinoso.

—Me llamo O’Brien —respondí—. Acabo de llegar de San Mateo y estoy haciendo un viaje de recreo.

Tenía la mano muy cerca de la cadera.

—Muéstreme su permiso de conducir.

Estaba lo bastante cerca para cogerlo si ambos estirábamos los brazos.

—Antes quiero ver lo que le da derecho a mirar mi carné.

Movió bruscamente la mano derecha. Saqué el arma del cinturón y le apunté a la tripa. Su mano se detuvo como si estuviera congelada en un bloque de hielo.

—Puede que usted sea un atracador —dije—. Todavía se hace el truco con placas de níquel.

El hombre quedó paralizado, casi sin respiración. Preguntó con dificultad:

—¿Tiene licencia para portar ese cacharro?

—Para todos los días de la semana. Si me muestra su placa lo guardaré. No usa el zumbador en el despacho donde pasa el día sentado, ¿verdad?

Siguió inmóvil un minuto más. Luego miró calle abajo como si esperara que apareciera otro coche. A mis espaldas, en la parte trasera de mi vehículo, se oía una respiración suave y sibilante. Ignoro si el hombre fornido la oyó o no. Su respiración era tan pesada como para planchar una camisa.

—Venga ya, déjese de bromas —espetó con súbita violencia—. No es más que un piojoso detective de Los Ángeles.

—He subido de categoría —puntualicé—. Ahora me pagan más.

—¡Váyase a la mierda! Por si no lo sabe, no queremos fisgones en Bay City. Esta vez me limito a advertírselo —dio media vuelta, regresó a su cupé y apoyó el pie en el estribo. Giró lentamente su grueso cuello y una vez más vi su piel grasienta—. Váyase al infierno antes de que lo enviemos a Los Ángeles en un cajón.

—Hasta nunca, Cara Sebosa —respondí—. Encantado de haberlo conocido con los pantalones bajados.

Entró en el cupé, dio un portazo, arrancó violentamente y se alejó. En un abrir y cerrar de ojos se perdió calle abajo.

Subí a mi coche y sólo me aventajaba en una manzana cuando el cara grasienta hizo el stop en Arguello Boulevard. Giró a la derecha. Yo torcí a la izquierda. Muñeco Kincaid se irguió y apoyó el mentón en el respaldo del asiento, junto a mi hombro.

—¿Sabe quién es? —preguntó tembloroso—. Se trata de Gatillo Weems, el brazo derecho del jefe. Podría haberle disparado.

—Y Fannie Brice podría haber tenido la nariz chata —dije—. No faltó mucho para que lo hiciera.

Conduje unas manzanas más y paré para que Kincaid se sentara a mi lado.

—¿Dónde tiene el coche? —pregunté. Cogió su arrugado sombrero de reportero, lo golpeó sobre la rodilla y volvió a calárselo.

—¿Dónde quiere que lo tenga? En el ayuntamiento, en el estacionamiento de la policía.

—¡Qué pena! —exclamé—. Tendrá que coger el autobús a Los Ángeles. De vez en cuando debería pasar una noche con su hermana, sobre todo ésta.