Asesinato de improviso

El Tennyson Arms era un edificio chapado a la antigua, de unas ocho plantas y revestido de ladrillo rojo oscuro. Contaba con un ancho patio central decorado con palmeras, una fuente de cemento y varios arriates de flores muy repipis. Junto a la puerta gótica había faroles y el interior del vestíbulo estaba recubierto de felpa roja. Era grande y estaba vacío, salvo por un canario que se aburría en una jaula dorada del tamaño de un barril. Semejaba el tipo de bloque de pisos habitado por viudas que viven de los seguros de vida, es decir, viudas no muy jóvenes. El ascensor era automático, de los que al detenerse se abren las dos puertas.

Caminé por la estrecha alfombra marrón del pasillo de la quinta planta y no vi ni oí a nadie, ni percibí el olor a comida. Todo estaba tan tranquilo como el despacho de un ministro. El apartamento 524 debía dar al patio central, pues junto a la puerta había una vidriera. Llamé suavemente y, como nadie respondió, saqué la llave chata, entré y cerré la puerta.

El espejo brillaba en la cama de pared que había al otro lado de la estancia. Las dos ventanas de la misma pared de la puerta de entrada estaban cerradas y a medio cubrir por cortinas oscuras, pero se filtraba suficiente luz de algún apartamento del otro lado del patio para discernir la existencia de muebles pesados y recargados, que hacía diez años habían pasado de moda, y el brillo de dos pomos de bronce que correspondían a sendas puertas. Me acerqué a las ventanas, cerré las cortinas y encendí la linterna para regresar a la puerta. El interruptor encendió un ramillete de velas color llama de la araña. La estancia adquirió el aspecto del anexo de una funeraria. Di la luz a una lámpara de pie roja, apagué la araña y examiné la habitación con toda precisión.

En el estrecho cuarto de vestir situado detrás de la cama de pared había una cómoda empotrada que contenía un cepillo y un peine negros; en el cepillo había algunas canas. También contenía un bote de talco, una linterna, un pañuelo de hombre arrugado, un bloc de papel de carta, una estilográfica de un banco y un frasco de tinta sobre el papel secante: los cajones contenían lo mismo que cabía en una maleta. Las camisas fueron compradas en una tienda de artículos para caballero de Bay City. De la percha colgaba un traje gris marengo y en el suelo había un par de zapatos gruesos de color negro. En el cuarto de baño encontré una maquinilla de afeitar, un tubo de crema de afeitar sin brocha, varias cuchillas, tres cepillos de dientes —de bambú— metidos en un vaso y unas pocas cosillas más. Sobre la cisterna del lavabo había un libro encuadernado en tela roja: Por qué nos comportamos como seres humanos, de Dorsey. En la página 116 había una banda elástica. Lo abrí y estaba leyendo algo sobre la evolución de la tierra, la vida y el sexo, cuando en la sala sonó el teléfono.

Apagué la luz del cuarto de baño y caminé hasta el sofá. El teléfono estaba en un extremo, sobre una mesilla. Siguió sonando y, a modo de respuesta, en la calle se oyó un bocinazo. Después de ocho timbrazos me encogí de hombros y lo descolgué.

—¿Pat? ¿Pat Reel? —preguntó una voz.

Ignoraba cómo hablaba Pat Reel. Gruñí. La voz sonaba seca y tajante a la vez. Parecía ser la de un matón.

—¿Pat?

—Claro —dije.

Reinó el silencio, pero la comunicación no se interrumpió. La voz añadió:

—Soy Harry Matson. Lamento mucho no haberlo conseguido esta noche, pero surgieron imponderables. ¿Estás muy cabreado?

—Claro.

—¿Qué has dicho?

—Claro.

—Por favor, ¿«claro» es la única palabra que conoces?

—Soy griego —oí una carcajada que parecía de satisfacción—. Harry, ¿qué tipo de cepillos de dientes usas?

—¿Qué?

Fue un sobresaltado estallido del aliento, que ya no era de tanta satisfacción.

—Sí, cepillos de dientes, esos palitos con los que algunas personas se limpian los dientes. ¿Cómo son los que usas?

—Venga ya, vete a la mierda.

—Nos veremos en la puerta —respondí. La voz se puso furiosa:

—¡Escucha, no te pases de listo! No te servirá de nada, ¿entiendes? Tenemos tu nombre, tu número y un sitio donde encerrarte si no te mantienes al margen, ¿comprendido? Ah, Harry ya no vive allí. ¡Ja, ja!

—¿Te lo cargaste?

—Yo diría que nos lo cargamos. ¿Qué crees que hicimos, llevarlo al cine?

—Pues está muy mal —aseguré—. Al jefe no creo que le guste mucho.

Le colgué en las narices, dejé el teléfono sobre la mesilla contigua al sofá y me froté la nuca. Saqué la llave del bolsillo, la limpié con el pañuelo y la deposité silenciosamente sobre la mesa. Me incorporé, me acerqué a una de las ventanas y abrí lo suficiente la cortina para mirar hacia el patio. Al otro lado del rectángulo adornado con palmeras, en la misma planta en la que yo me encontraba, un calvo estaba sentado en el centro de una habitación, bajo una luz brillante, y no movió un solo músculo. No me pareció un espía.

Dejé caer la cortina, me calé el sombrero, me acerqué a la lámpara y la apagué. Apoyé la linterna en el suelo, cubrí el picaporte con el pañuelo y abrí la puerta sin hacer ruido.

Agarrado al marco de la puerta por ocho dedos como garfios, que, salvo uno, estaban pálidos como la cera, pendía lo que quedaba de un hombre.

Tenía los ojos ligeramente hundidos, de color azul claro y abiertos de par en par. Me miró sin verme. Su pelo canoso grueso hacía que la sangre derramada pareciese de color morada. Una de sus sienes estaba destrozada y el hilillo de sangre le llegaba hasta la punta de la barbilla. El único dedo que no estaba blanco se veía hecho añicos hasta la segunda articulación. En medio de la carne despedazada asomaban afiladas astillas de hueso. Algo que con anterioridad había sido una uña semejaba una irregular astilla de cristal.

El hombre vestía un traje marrón con bolsillos de parche, tres en total. Estaban rasgados, colgaban de manera peculiar y dejaban ver el forro de alpaca.

El hombre respiraba con un siseo remoto y sin importancia, cual pisadas lejanas sobre hojas secas. Tenía la boca forzadamente abierta como la de un pez y echaba espumarajos sanguinolentos. A sus espaldas el pasillo estaba tan vacío como una fosa recién cavada.

Unos tacones de goma chirriaron súbitamente en el estrecho espacio de madera que se extendía junto a la alfombra del pasillo. Los tensos dedos del hombre soltaron el marco de la puerta y le fallaron las rodillas. Las piernas no podían sustentar el peso del cuerpo. Las cruzó en forma de tijera, el cuerpo se volvió como el de un nadador en una ola y cayó sobre mí.

Apreté los dientes, separé los pies y lo cogí por detrás, después de que el cuerpo trazara medio giro. Pesaba lo suficiente para que lo sujetasen dos hombres. Di un paso atrás y estuve a punto de caer; retrocedí dos pasos más y logré apartar del umbral sus pies relajados. Lo acosté de lado lo más despacio que pude y me agaché sin resuello a su lado. Segundos después me erguí, caminé hasta la puerta, la cerré y eché el pestillo. Encendí la araña y me dirigí al teléfono.

El hombre murió antes de que yo levantase el auricular. Oí su último estertor, un postrer suspiro y después silencio. Su mano extendida, la sana, se contrajo una vez; los dedos se estiraron lentamente hasta formar una curva y así quedaron. Regresé a su lado y le hundí los dedos en la carótida. No percibí el menor atisbo de vida. Saqué de la cartera un pequeño espejo de acero y lo sostuve delante de su boca abierta durante más de un minuto. Cuando lo retiré no había rastros de humedad. Harry Matson había vuelto a casa después de un largo paseo.

Al otro lado de la cerradura se movió una llave y reaccioné deprisa. Cuando la puerta se abrió, yo estaba en el cuarto de baño, con un arma en la mano y los ojos pegados a la rendija de la puerta.

El individuo que entró lo hizo rápidamente, del mismo modo que un gato sabio franquea una puerta de batiente. Dirigió la mirada a la araña y luego al suelo. Después sus ojos no se movieron. No movió ni un solo músculo de su corpachón. Simplemente permaneció de pie y miró a su alrededor.

Era un tipo corpulento que llevaba el abrigo desabrochado, como si acabara de entrar o estuviera a punto de salir. Lucía un sombrero de fieltro gris en la coronilla, sobre la tupida cabellera blanca cremosa. Poseía las cejas gruesas y negras y el rostro ancho y rosado de los políticos de altos vuelos; su boca era de las que habitualmente exhiben una sonrisa, aunque en ese momento no la esbozaba. Su cara era huesuda y entre los labios apretaba un cigarro a medio fumar.

Se guardó un montón de llaves en el bolsillo y varias veces repitió en voz baja: «¡Dios!». Avanzó un paso y con movimientos lentos y torpes se agachó junto al muerto. Apoyó sus dedos largos en el cuello del finado, los retiró, meneó la cabeza y miró parsimoniosamente a su alrededor. Aunque observó la puerta del cuarto de baño, detrás de la cual me ocultaba, su expresión no cambió.

—Acaba de morir —comentó con voz clara—. Lo han hecho polvo.

Se irguió despacio y se balanceó sobre los talones. La araña del techo le gustaba tanto como a mí. Encendió la lámpara de pie, apagó la araña y siguió balanceándose sobre los talones. Su sombra trepaba por la pared del otro lado, cruzaba el techo, se detenía y volvía a caer. Mordisqueó el cigarro, sacó una cerilla del bolsillo y volvió a encender cuidadosamente la colilla, girándola en torno a la llama. Apagó la cerilla y se la guardó en el bolsillo. Hizo todas esas cosas sin apartar la mirada del muerto, que yacía en el suelo.

Se desplazó de lado hasta el sofá y se sentó en una punta. Los muelles chirriaron de mala manera. Cogió el teléfono sin mirarlo, con la vista fija en el fiambre.

Tenía el teléfono en la mano cuando volvió a sonar. Se sobresaltó. Puso los ojos en blanco y pegó los codos a los lados de su cuerpo grueso cubierto por el abrigo. Sonrió, descolgó el teléfono y dijo con voz rica y pastosa:

—Hola… Sí, Pat al habla.

Oí el sonido seco y crujiente de la comunicación y vi que el rostro de Pat Reel se congestionaba lentamente hasta adquirir el color del hígado de ternera. Su manaza sacudió violentamente el teléfono.

—¡Conque es el señor Gran Mentón! —bramó—. Escúchame, cabeza de chorlito, ¿sabes una cosa? Tu fiambre está aquí, en mi alfombra, es aquí donde está… Quieres saber cómo llegó. ¿Cómo coño quieres que lo sepa? Si quieres mi opinión, te lo cargaste aquí. Te diré algo más. Te costará un pastón, ya lo verás, un pastón. No quiero un asesinato de improviso en mi casa. Te encargo que te ocupes de un tío y lo dejas en mis manos. ¡Maldito seas! Quiero mil pavos y ni un centavo menos. Ven a buscar lo que hay aquí. Quiero que te lo lleves. ¿Entendido?

Hubo más chisporroteos en la línea. Pat Reel escuchó. Daba la impresión de que se iba a quedar dormido y el rojo desapareció de su cara. Dijo más tranquilo:

—Vale, vale. Sólo era una broma… Nos veremos abajo dentro de media hora.

Colgó y se puso de pie. No miró hacia la puerta del cuarto de baño ni a ninguna otra parte. Se puso a silbar. Se rascó la barbilla, dio un paso hacia la puerta y se detuvo para volver a rascarse. No sabía si había alguien en el apartamento, no sabía si no había nadie en el apartamento y no iba armado. Dio otro paso hacia la puerta. Gran Mentón le había dicho algo y le convenía salir. Dio un tercer paso y cambió de idea.

—¡Qué coño! —exclamó—. Es un rufián chalado. —Escrutó rápidamente el apartamento con la mirada—. Pretendía tenderme una celada, ¿eh?

Levantó la mano hasta la cadena de la puerta. Súbitamente la dejó caer y volvió a arrodillarse junto al difunto. Movió el cadáver unos centímetros, lo hizo rodar sin esfuerzo por la alfombra y bajó la cabeza para observar el sitio donde había estado la del muerto. Pat Reel meneó la cabeza disgustado, se puso en pie y colocó las manos en las axilas del muerto. Miró por encima del hombro hacia el cuarto de baño a oscuras y retrocedió hacia mí; arrastró el cadáver y gruñó pese a que aún sostenía el cigarro en los labios. Su pelo cremoso brillaba a la luz de la lámpara.

Seguía inclinado y con las grandes piernas separadas cuando me presenté por detrás. Es posible que a último momento me oyese, pero daba igual. Yo había pasado el arma a mi mano izquierda y con la derecha esgrimía una pequeña porra de bolsillo. Le di un porrazo en la cabeza, justo detrás de la oreja derecha, y lo golpeé como si me encantara.

Pat Reel cayó sobre el cadáver espatarrado que arrastraba y su cabeza quedó entre las piernas del difunto. El sombrero rodó suavemente hacia un lado. No se movió. Le pasé por encima en dirección a la puerta y salí.